domingo, 15 de noviembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO III


LA GUERRA

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                                                          Berrueces de Campos, 20 de julio de 1930.

“No creo que mi Nato venga con este calor. Hierve el trigo en la era y hasta los vencejos han tenido que retirarse de los alrededores del campanario de la iglesia del pueblo. Aunque me da el corazón que acabará viniendo. Sí, creo que vendrá. Estoy segura; cogerá la bicicleta y se pondrá en camino cuando baje un poco el sol; hará un alto en la alameda del Cojo y luego seguirá la carretera del palomar hasta el pueblo. Aunque con este calor… Ni la puerta que da al corral abierta logra aliviar este bochorno; voy a abrir la ventana de la alcoba… Este cuadro está ladeado; él lo dibujó; me acuerdo del día en que me lo trajo; lo traía enrollado en hojas de periódico… Lo dibujó en la Santa Espina y me lo regaló por mi santo…Aquí está la fecha: Santa Áurea, 1926. Este bendito Cristo de la Caña siempre me ha enternecido… Sus ojos de dolor…, su frente ensangrentada por la corona de espinas que le clavaron quienes se burlaban de él… ¡Cómo me acuerdo del día en que me lo trajo! No quiso desenvolverlo de las hojas de periódico en que lo traía hasta que llegó mi padre; enseguida dijo: “Señor Miguel, mire lo que le he traído a su hija el día de su santo”. Estaba muy nervioso y no dejaba de sonreírme mientras me miraba. Este cuadro tiene la virtud de despertar en mí no sólo recuerdos entrañables, sino también otros llenos de vida difícil y nada feliz. Muchas veces Nato me ha contado lo cuesta arriba que se le hizo la estancia en el Colegio con la muerte de sus padres; aquel insoportable vacío que sintió dentro y aquella soledad horrible que le apagó el corazón le impidieron dormir durante muchas noches, ¡mi pobre Nato! Pero él es tan fuerte al mismo tiempo, tan habituado a padecer problemas, que nada ni nadie podrán jamás acobardarle. En sus ojos serenos, tan limpios que siempre dicen la verdad, y en sus manos seguras, tan firmes que le permiten ver cualquier trabajo más como un resto o, mejor, una esperanza que como un obstáculo o impedimento, encuentro yo un futuro prácticamente hecho realidad… Ahora parece que hay algo de corriente, desde que he abierto la ventana de la alcoba; la brisa de la siesta mueve ligeramente las chapas de la cortina. Ahora sé que vendrá.”
 
 
 
 

 


                                                          Valdenebro de los Valles, 20 de julio de 1930.

“En cuanto acabe de acoplar este tentemozo, le diré al señor Rafael que si quiere que lleve esta tarde a Berrueces la factura del carro y si me dice que sí, en un santiamén me pongo allí yendo por la carretera vieja. Ya hace dos semanas que no la veo. Su familia ya habrá hecho la trilla en la era y su cara se habrá puesto más morena… Me la imagino con la cabeza tocada por un pañuelo y encima de éste un sombrero de paja, tal como si fuera un hada de la era… Ya está llamándome el jefe: Nato, haz esto; Nato, acaba aquello; Nato, arregla lo de más allá… Luego tengo que llevar el yugo a Néstor, pero será cosa de diez minutos como mucho; cuando vuelva, le diré al señor Rafael lo de la factura del carro y, antes de que caiga el sol por detrás de los Montes Torozos, estoy en Berrueces, con mi niña. Pasaré antes por donde mi hermano Félix para pedirle el bombín de la bici y de paso le digo que no me espere esta noche para dormir en casa… Espero que en la verbena toquen el pasodoble y el tango que Áurea baila tan bien…Con toda seguridad su padre el señor Miguel me dirá que no se me ocurra volver a Valdenebro por la noche y acto seguido me pedirá que me quede a dormir en la cámara de las conservas, en la cama alta de colchón de maíz, ruidoso como él solo, que nada más se usa cuando vienen los parientes asturianos a pasar algunos días. En cambio, su madre la señora Lucia me dirá que lo mejor será que me vaya a dormir a casa de su vecino Serapio, donde son todos varones y así no daremos que hablar a la gente. Pero al final se impondrá la opinión del cabeza de familia; por otra parte, todos saben que somos novios desde hace tiempo y que el próximo año o el siguiente nos casaremos… Con poco y mi trabajo de carpintería saldremos adelante… Mi hermano Félix me ha dicho mil veces que por la casa no me preocupe, que él nos dejará la vivienda del huerto, junto a la era del Torrao; en un par de años se la pago y es nuestra; Áurea tiene unas manos que parecen benditas y poco a poco le irá dando otra cara, otro aspecto, la forma más adecuada a su modo de ser, ordenada, limpia, cuidadosa… ¡Vaya, ahora no está Néstor en su casa! Se habrá ido a la huerta a enganchar el mulo a la noria; bueno, abro el postigo superior y dejo dentro del zaguán el yugo… ¡qué frescor hay aquí! Cerraré pronto el postigo para que el calor de fuera no entre…, así. Aquí, en la calleja puede achicharrarse uno en menos que canta un gallo. ¿Y el cielo? ¡Si hasta el azul hace daño a los ojos! No hay un solo vencejo en la torre de la iglesia, ni una golondrina en el alero del palacio del marqués. Nato, date prisa que el tiempo vuela. Me gustaría llegar a buena hora a Berrueces. Descansaré un rato en la alameda del Cojo y de paso recogeré un buen brazado de hinojo para la señora Lucia; sé que lo emplea para adobar algunas conservas y para cerrar el vientre morado de las berenjenas… Al llegar a Berrueces, me lavaré en el pilón del abrevadero y estaré a tiempo para ayudar a los mozos a colgar las bombillas, los farolillos y las guirnaldas de la verbena, a montar los puestos de bebidas y a colocar en círculo las ruedas de los carros para cercar el baile. Finalmente, iré a buscar a Áurea y nos tomaremos juntos un buen vaso de limonada antes de que comience a sonar la música. Espero que resulte una fiesta memorable…”

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Y seis años más tarde, ya casados mis padres y con la primogénita a su cargo, llegó lo que nadie quería que llegara. Era julio del 36. Las labores de las eras se habían paralizado de repente después de que se hubieran escuchado unos cuantos disparos cerca de la iglesia. Esos repentinos disparos, seguidos de gritos de personas y ruidos de puertas al cerrarse, acabaron con la paz del pueblo y los trabajos del verano a los que estaban entregados sus habitantes. Los trillos se quedaron inmóviles aplastando el trigo de las eras y se olvidaron del destino para el que habían sido creados. Las caballerías que tiraban de ellos desaparecieron en un santiamén en las últimas callejas camino de los establos. Y en cuanto a sus amos, unos se agazapaban en la oscuridad de sus viviendas presas de terror, y otros, tras ser reunidos en una sala del Ayuntamiento, estaban siendo interrogados sumariamente por gentes vestidas con camisas azules y armadas hasta los dientes. Unos y otros temían que les pasase lo que han oído que les ha ocurrido a otras personas de los pueblos de los alrededores desde que el pasado 18 algunos militares y civiles se levantaron en armas contra el Gobierno democráticamente instituido. Temían que al día siguiente, la próxima semana o dentro de unos meses, era cuestión de tiempo, aparecerían bañados en su propia sangre en las cunetas del camino del palomar, flotando en las aguas del canal de riego, manchando la sombra de los chopos en la arboleda mientras sus miradas quedaban fijas para siempre en las altas y calladas copas, o tirados sin miramiento alguno en los taludes de la carretera de Rioseco. Y sobre todo, junto a las tapias del cementerio, que, por mucho que fueran blanqueadas posteriormente, mostrarían a todo el mundo más tarde o más temprano, la acusación incansable de las manchas de la sangre de los caídos inocentemente. En la sala del Ayuntamiento reinaba, así pues, el terror en medio de un silencio torturante que aumentaba el pánico de los interrogados, y que sólo era interrumpido por los gemidos y los llantos de las mujeres, llantos y gemidos que se encargaban de hacer callar las voces y las amenazas de quienes habían provocado aquella nefasta situación que había acabado de repente con la armonía y la paz de un pueblo que atendía sólo a lo que cada año le ofrecía la tierra a cambio de su trabajo y, desde luego, totalmente ajeno a los vaivenes de la política y los desmanes de quienes amparándose en ella hacían sufrir a sus propios paisanos, como era el caso.

Mientras tanto, en el zaguán de su casa, mi padre se dedicaba a pulir con una escofina la tapa de un baúl para cumplir un encargo, y lo hacía sin preocupaciones de ningún tipo porque hasta allí no habían llegado los disparos de los rebeldes y porque mi madre, en avanzado estado de gestación, le había dicho antes de salir de casa que se iba a ver a una amiga suya. El caso es que estando en plena labor, se presentó Honorio, el de la huerta vecina, que acababa de llegar del pueblo y se había enterado de lo que estaba pasando en el Ayuntamiento. Apoyado en el postigo inferior, le dijo que a su mujer la tenían detenida. Mi padre dejó caer la escofina y se acercó a la puerta con la cara demudada.
--¿Quiénes la han detenido?
--Un grupo de falangistas.
--¿Hay alguien del pueblo entre ellos?
--No, pero dicen que esta mañana lo habían visto hablando con Serapio, el ovejero, así que algo debe de tener con ellos.
--Ahora mismo me presento en su casa. Antes de que le hagan daño; ya sabes que está embarazada. Espero que Serapio no se haya olvidado de que cuando éramos niños estudiamos juntos en la Santa Espina.

Y mi padre, tras darle las gracias por avisarle, cumplió lo anunciado. Al llegar a la puerta de la casa del ovejero, oyó voces y gritos que procedían del corral, y en vez de llamar rodeó la casa y se asomó por las rendijas de la puerta trasera para ver a qué se debía aquel jolgorio. Allí se estaba celebrando un banquete. La mesa era presidida no por Serapio, el dueño de la casa, sino por un comensal forastero, trajeado y serio, que en ese momento escanciaba vino en los vasos de los comensales más cercanos, entre los que se encontraban Patro, el de la granja, Lucas, el médico nuevo, y el propio Serapio; los tres ponían sus vasos debajo de la botella empuñada por el forastero, acompañando el gesto con una servil sonrisa. Cuando el forastero bien trajeado y serio acabó de llenar los vasos, depositó la botella sobre la mesa, levantó su vaso y en señal de brindis, dijo con aire triunfal:
--Por la cordura, que al fin sofocará los desmanes del populacho, corrompido por el veneno de Moscú. –Se llevó el vaso a los labios y bebió largamente, acto que imitaron los allí presentes. –Luego dejó nuevamente el vaso sobre la mesa y sonriendo añadió:-- La cordura y un poco de jarabe de palo, que nunca viene mal.

Mi padre no esperó más: volvió a la puerta principal y llamó a la aldaba. Salió a abrirle Teresa, la mujer de Serapio, que, al ver la actitud de mi padre, le pidió calma. Mi padre bajó la voz pero no su intención:
--Tengo que hablar con Serapio. Es muy urgente. Áurea está detenida en el Ayuntamiento y temo por su vida. Llama a tu marido, por favor.
Teresa se asustó.
--No lo sabía. Espera aquí. Ahora le digo que venga.
--Hazlo de manera que no llame la atención a los demás.
--Descuida, Fortu. Ahora te lo traigo.

Mientras tanto, en la sala del Ayuntamiento una fila de hombres y mujeres, apoyados sobre la pared, avanzaba lentamente hacia la mesa presidencial donde dos individuos, sentados y con sendas pistolas apoyadas ante ellos sobre la mesa, les iban tomando a unos y otras datos, nombres, apellidos, profesiones, lugares de nacimiento, localidades donde habían vivido antes…, que inmediatamente consignaban en sus libretas. Un tercer individuo recorría la fila de un extremo a otro esgrimiendo un fusil por si alguno de los detenidos hacía algún movimiento extraño. De repente, se produjo en la mesa un pequeño revuelo: uno de los interrogadores se puso de pie muy nervioso y, demudado el rostro por la ira, empezó a gritar a su interrogado, un minero recién llegado de Asturias:
--¡Gentuza como tú es la que ha llenado nuestra patria de rojos! ¡Cabrones de mierda! Pero vuestra hora ha llegado. Y en cuanto hayamos acabado con todos vosotros, España volverá a ser una, grande y libre.--Acto seguido se asomó a la ventana y gritó a los suyos, que esperaban fuera:--¡Aquí tenéis otro! ¡Venid a por él y llevadlo junto a los demás!

A los pocos segundos entraron en la sala tres energúmenos que también llevaban camisas azules, agarraron al minero por las ropas y lo sacaron a rastras, mientras voceaban:
--¡Viva España!
--¡Viva España!—contestaron sus amigotes de la sala.

Los gemidos y los llantos se produjeron de nuevo entre las mujeres de la fila y otra vez fueron acallados por las amenazas de los falangistas. Entre las mujeres de la fila se encontraba mi madre que, como ya quedó dicho, estaba en avanzado estado de gestación. Se cogía el vientre con ambas manos mientras evitaba por todos los medios hacer cualquier movimiento que llamara la atención de aquellos salvajes. No dejaba de llorar en silencio y grandes lagrimones resbalaban por sus mejillas. Se acordaba de su hijita de corta edad que había dejado al cuidado de la abuela Lucia. Se acordaba de su hombre, que construyendo muebles sencillos y aperos de labranza, ganaba el pan para ellos. Y se acordaba del ser que latía dentro de ella. Así que temía que la familia recién constituida se destruyera por el capricho de unos locos. Y no pudo evitar que se le escapara un sollozo más alto que los demás. La mujer que había a su lado se contagió de su miedo y rompió a llorar como una desconsolada.

Uno de los interrogadores de la mesa, que parecía llevar la voz cantante, estalló:
--Llorad lo que queráis. Aprovecharos. ¡Para lo que vais a vivir!

Justo en ese momento entró en la sala Serapio, el ovejero; se acercó por detrás al hombre y le habló al oído durante unos segundos. El interrogador se giró para preguntarle:
--¿Quién es esa mujer?
--No te preocupes. Yo mismo me encargo de buscarla en la fila.
--Adelante, camarada.

Serapio recorrió la fila de detenidos y se paró delante de mi madre, le sonrió y tomándola del brazo le dijo en voz baja:
--Ven conmigo sin decir nada. Eres libre. Estos hombres te dejan ir.

Mi madre se dejó llevar hasta la calle y luego a la calleja donde mi padre la aguardaba con el alma en vilo. Serapio dejó que mis padres se abrazaran largamente y luego les dijo:
--Os aconsejo que hoy mismo os vayáis del pueblo. Es mejor que no volváis durante un tiempo, al menos hasta que esto acabe.

Mi padre le dio las gracias a Serapio y se llevó a mi madre a casa.

Y aquel mismo día abandonaron el pueblo, pero no por un tiempo, sino para siempre.

viernes, 13 de noviembre de 2015

FERNANDO DEL PASO, PREMIO CERVANTES


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Ayer, jueves 12, se concedió el Premio Cervantes al escritor mexicano Fernando del Paso (1935); ya son cinco los compatriotas del país azteca que lo han recibido antes que él: Octavio Paz (1981), Carlos Fuentes (1987, Sergio Pitol (2005), José Emilio Pacheco (2009) y Elena Poniatowska (2013).
Fernando del Paso, ha obtenido el XXX Premio Cervantes “por su aportación al desarrollo de la novela aunando tradición y modernidad, como hizo Cervantes en su momento. Sus novelas llenas de riesgos recrean episodios fundamentales de la historia de México, haciéndolos fundamentales”, como reza en el acta del jurado que se lo acaba de otorgar. Dibujante, locutor de radio, poeta, narrador, ensayista y dramaturgo, cuenta en su haber con poemarios como PoeMar, Paleta de diez colores o Sonetos del amor y de lo diario; novelas, cuyo andamiaje es la historia del país, según su autor, como Noticias del imperio, Palinuro de México o José Trigo; ensayos como Bajo la sombra de la historia, El coloquio de invierno o Viaje alrededor del Quijote, y dramas y comedias como La muerte se va a Granada, La loca de Miramar o Palinuro en la escalera.
 
He aquí uno de sus sonetos:

“Como el oro, por rubio, es tu cabello.
El oro y el otoño, que es su hermano,
se despiden, volando, del verano
y viajan, río abajo, por tu cuello.

Y yo, que me robé y guardé un destello
en el hueco más claro de la mano,
una carta, en las hojas de un manzano
te escribo con su brillo, la embotello

en un litro de luz y te la envío,
y dice así: “el mar, mi casa entera,
el corazón, mis ojos, cinco rosas:

por ahogarme de nuevo en ese río
de dorada quietud, qué no te diera:
mi peso en oro, en sol, en mariposas...”

jueves, 12 de noviembre de 2015

FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN

 
POESÍA
 

Entre leer poesía y beber poesía hay un camino único: el de la pasión por vivir y dar placer a la vez al espíritu y al cuerpo. Beber poesía es saborear la sangre de la tierra y sentir su calor corrernos por las venas. Leer buena poesía y beber buen vino es poder probar que a veces dejamos de ser simples mortales y nos acercamos al paraíso aquí en la tierra. 

martes, 10 de noviembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO, CAUCE VIVO II


CAUCE VIVO

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Pero los verdaderos protagonistas y artífices de mi vida y de mi infancia fueron mis padres y mis hermanos. Mis padres acabaron abandonando el pueblo vallisoletano donde vivían recién casados por culpa de la guerra civil para venirse a vivir a Zamora. Allí, en el pueblo vallisoletano, sufrieron hasta no poder más cuando ya tenían una niña muy pequeña a su cuidado y otro ser que latía en el vientre de mi madre. Precisamente este detalle del embarazo de mi madre fue primordial para que salvase la vida en un momento en que estuvo a punto de perderla a manos de los falangistas recién sublevados contra el Gobierno democráticamente elegido. No sé cuántas veces nos contó nuestro padre lo sucedido entonces, y lo recuerdo como si lo hubiera vivido yo mismo, y eso que aún esperaría ocho años para abrir los ojos en este mundo tan incoherente. Sin embargo, antes de repetir aquí las palabras de mi padre, prefiero hablar de él y de su vida hasta enlazar con el principio de la mía.

Mi padre nació el 14 de octubre de 1908 en Valdenebro de los Valles, pueblo de la provincia de Valladolid cercano a la histórica villa Medina de Rioseco. Se llegaba a Valdenebro en el momento en que yo lo recuerdo por un camino asfaltado mil veces y otras tantas descarnado por las lluvias y los carros. Algunos chopos, viñedos y campos de trigo acompañaban al viajero desde Medina al pueblo. Un palomar, situado a la izquierda de la marcha, señalaba el punto de arranque del breve y estrecho caminito que ascendía al pueblo. La iglesia, en lo alto, cobijaba a su alrededor, como una buena madre a sus hijos, modestas casas de labradores y ganaderos. En una casa de esas nació el hombre que 35 años después sería mi padre. El impetuoso y frío viento de otoño azotaba las patas de las ovejas recogidas en el chiquero del monte y aullaba escandalosamente en las esquinas y revueltas de las callejas del pueblo. Pero dentro de la casa feliz ardía leña abundante en la chimenea y algunos parientes habían acudido para felicitar a los padres del recién nacido y desear todo tipo de felicidad a la familia. El mejor vino de la modesta bodega fue llenando los vasos de los allí reunidos para brindar por tan fausto acontecimiento. A los pocos días se sacrificaría un cabrito, y la alegría de todos los convidados a la fiesta acompañaría al recién venido al mundo. Gente habría que antes de bautizarlo sugerirá a los padres nombres de antepasados familiares para ponérselo al niño. Otros propondrán sencillamente el santo del día, Calixto. Por su parte, el padre de la criatura, pensó ponerle el suyo propio, Esteban, nombre muy abundante en la familia, pero al final el nombre que se impuso sobre todos los demás fue el de Fortunato, tal vez con el ánimo de conjurar para el bautizado toda clase de suerte, de fortuna, de venturas sin límites.

Once años más tarde, el abuelo Esteban llevó a mi padre al monasterio cisterciense de la Santa Espina, situado en el municipio de Castromonte, en los Montes Torozos, que entonces alojaba el Colegio de artes y oficios.

“Querido padre: Esta mañana el abuelo Esteban te ha traído a este gran colegio de artes y oficios. Tu pelo rizado y tus inquietos ojos negros enseguida han llamado la atención de tus profesores y condiscípulos, si bien te sientes todavía como pez fuera del agua en este lugar abrumador de extensos y cuidados jardines, de pabellones con ventiladas aulas y amplias naves donde los talleres respiran sus mil ruidos de maquinarias y herramientas múltiples, y todo junto al magnífico monasterio románico-gótico de grandes torres y fachada imponente. Acabas de dejar la vieja y humilde escuela del pueblo de paredes desconchadas donde todos los imaginables mapas de humedad tienen cabida, con el maestro anciano y achacoso que ya estaba para cualquier cosa menos para enseñar a rapazuelos cuya vida es el sueño y la aventura por los campos de los alrededores en busca de nidos y apetitosas frutas. Y como fuera de lugar te encuentras ahora recién llegado a estas ordenadas clases donde el cálculo se convertirá en tu mejor amigo, donde la letra y el dibujo se volverán en tus hábiles manos elegantes y bellos, donde el mundo humano y útil de la carpintería irá impregnando poco a poco, con amor, paciencia y sabiduría, toda tu persona con el honrado perfume del serrín y las virutas, de la madera que milagrosamente se adaptará a la curva poesía de un baúl, a la seria solidez de una cómoda, a la firme y silenciosa solemnidad de un féretro. Aun así, algunas noches, al echar de menos las alegres correrías por la arboleda del camino viejo en compañía de Florencio, tu mejor amigo, esconderás, querido padre, la cabeza bajo la almohada para que no te oigan llorar tus compañeros de internado. Y en otros momentos del día, cuando notes la falta de la cercanía de las manos de tu madre en tu pelo rizado, te apartarás hasta el pinar del cercado para ocultar igualmente la tristeza.

Los primeros meses serán los peores porque todo cuanto veas a tu alrededor te recordará el mundo idílico que acabas de abandonar en Valdenebro; y  así, este chico que se sienta en el pupitre de la izquierda, alto, desgarbado y algo tartamudo, te recordará a cada instante durante al menos algún tiempo, a Pedro, el monaguillo del pueblo; y el hermano Isaac, de espesísimas cejas, te hará pensar en el herrero, tu vecino; y el señor mayor que todas las tardes va llenando los sacos de su carro con sobras de madera es el vivo retrato de Benito, el anciano solitario del palomar que pasa con su carro por el pueblo regalando a quien quiera el abundante excremento de pichones, palomas y palominos, que tan fértil es para la agricultura; y los gorriones que se persiguen con escandalosa algarabía entre los árboles y plantas de los jardines, y las urracas que carcajean como brujas entre los pinos, moviendo sus largas y blanquinegras colas como batutas de director de orquesta, y las insistentes totovías de las vecinas tierras de labor, te recordarán irremisiblemente los gorriones de las callejas por donde las vacas del tío Rafael salen del pueblo hacia el regato del Piojoso para abrevar despacio la escasa agua que baja por él, las urracas de los vecinos tesos que miran a la parte de Rioseco recorriendo las ramas de chopos y almendros, y las dulces totovías que a la tarde se acercan a las bardas de los corrales y desde allí envían a las viviendas sus silbos insistentes y melancólicos.

Pasado el tiempo de la añoranza, te irás acostumbrando a la vida de paz y de trabajo de La Santa Espina y sentirás verdadera devoción por el hermano Teófilo, sabio y simpático en las clases de Cálculo, y tierno en los sermones de la tarde, momentos antes de subir a los dormitorios. Y sentirás igualmente cariño y compasión por Valbuena, el chico enfermizo de Valladolid. Creo que se llamaba Antonio, Antonio Valbuena. Él te hizo amar el dibujo con tanta fuerza, que ya nunca abandonarías la afición por la línea y el volumen que un modesto carboncillo, bien manejado, puede convertir en una perdiz a punto de levantar el vuelo, o en una cabeza de Cristo, como aquel Cristo de la Caña que siempre estuvo en la casa de Zamora y que desapareció, por esos caprichos inexplicables del destino, durante el traslado a Barcelona muchos años después, o en una hermosa niña con trenzas como aquella que estuvo adornando el pasillo de la casa de tu hermana, la tía María, hasta poco después de su muerte, cuando uno de sus hijos se encaprichó del dibujo y dejó huérfana la pared de su entrañable presencia. Tu amigo Valbuena moriría, según contaste tú, en una prisión de Oviedo durante la odiada guerra civil.

Querido padre: Esta mañana el abuelo Esteban te ha traído al Colegio de La Santa Espina para que aprendas un oficio que te abra en el futuro las puertas del trabajo. Cuatro o cinco años pasarás aquí dentro, de interno y, mientras aprendes a ser un hombre de provecho, de piedad, de disciplina y trabajo bajo la mirada protectora de estos buenos religiosos, vivirás la dolorosa experiencia de la muerte de tus padres, primero la de este hombre bueno, el abuelo Esteban, que hoy ha firmado tu ingreso en el Colegio, y al poco tiempo la de la mujer que te trajo al mundo, la abuela Juana. Y al abandonar los estudios, experto en el dolor y el luto y en el mundo de la seriedad y del trabajo, irás a vivir con tu hermano mayor, el tío Félix, aquel que moriría de gangrena y cuyo final, igualmente traumático, también nos contaste en familia. Maduro a la fuerza, empezarás a ganarte la vida en el pueblo. Con un banco de madera, unas cuantas herramientas y la sacrificada carne de los árboles, al conjuro y habilidad de tus manos, querido padre, brotaron las primeras sillas y las primeras mesas por encargo.”

 
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Mi padre quiso siempre para nosotros sus hijos una educación basada en amplia cultura general y buen aprendizaje de un oficio. Luego, con el tiempo, las cosas no salieron como la familia esperaba, pero en un principio, las intenciones y deseos de nuestro padre se cumplieron en parte al menos en los dos chicos menores, mi hermano Aurelio y yo, pues ambos fuimos alumnos externos (externos porque vivíamos en el mismo lugar que el centro de estudios) de un Colegio parecido a La Santa Espina, aquel en que él había estudiado de chico. Mi hermano mediano y yo estudiamos algunos cursos en la Universidad Laboral de Zamora, que regían los hermanos Salesianos. Yo ya había pasado por dos centros de enseñanza: uno, situado en la capital, casi frente por frente de nuestra casa; y por ello diariamente debía cruzar el Puente de Piedra sobre el Duero para llegar hasta él; luego enfilaba la cuesta del Pizarro y, por la calle de San Ildefonso, salía al principio de la calle Ramos Carrión, que era donde estaba el Colegio. Se llamaba del Amor de Dios y estaba regido por monjas. Lo primero que debíamos decir al entrar por su puerta era “Ave María Purísima”, y la hermana de la recepción nos contestaba “Sin pecado concebida”, que los niños convertíamos en nuestro interior por “Sin picado con cebolla”, cosas de la infancia, que para estas cosas es un manantial de imaginación. Aquello de cruzar el Puente y ver el río debajo pasando constantemente era un verdadero espectáculo para mí, que era un crío y poca cosa, físicamente hablando, espectáculo que a veces conllevaba cierto riesgo, especialmente en los días en que el viento soplaba con fuerza; entonces mi madre hacía bromas conmigo mientras me acariciaba el pelo ensortijado y me abrochaba bien el abrigo diciéndome: “Cuando bajes a la plazuela métete piedras en los bolsillos, no sea que te lleve el viento en el Puente de Piedra.”

“Eres tú para mí, Puente Romano,
como el cordón umbilical seguro
que tiene unidos en abrazo puro
la mágica ciudad y el barrio hermano.
 
Tu antigua piedra, Puente, fue la mano
que abriendo el agua de mi Duero oscuro
llevó siempre mis ojos hacia el duro
peñón, cuna del gesto zamorano.
 
Ya nada borrará tu exacta forma
de aquella vista mía desde casa
que yo me impuse siempre como norma:
 
abajo el río que rezando pasa;
sobre él tu carne; y ascendiendo en celo
roca, muralla, campanario y cielo.”

 

El segundo centro de estudios era, como ya he dicho aquí, la escuela del barrio que regentaba don Andrés, el sabio maestro que padecía del estómago y nos contaba, como sólo él sabía contar, las leyendas y la historia de Zamora, la del barbo que se tragó el anillo de san Atilano o la del sitio de la ciudad en el que encontró la muerte el rey don Sancho a manos del traidor Bellido Dolfos.

Regresando a los Salesianos, para llegar a él había no sólo que cruzar diariamente el Puente de Piedra, sino toda la ciudad al completo pues la Universidad Laboral se encontraba en el extremo oeste, junto al cuartel militar y el Instituto de Enseñanza Media, adonde iría a parar yo pasados unos pocos años. Con nosotros iba también un chico del barrio y, como Aurelio era mayor que nosotros y su zancada el triple que la nuestra, nos arrastraba a su lado con la lengua fuera. Entonces, pese a ir a la carrera, aprendí a localizar lugares y edificios que no conocía de mi ciudad: el Palacio del Cordón (llamado así porque enmarcando la puerta aparecía el cordón de san Francisco), la cuesta de Alfonso XII, la calle de los Herreros, la Plaza Mayor y el Ayuntamiento Viejo, la calle de Santa Clara, una de las más largas de la ciudad adonde se asomaban edificios emblemáticos como el Hogar de Educación y Descanso, la iglesia de Santiago del Burgo (el de la lágrima de piedra suspendida en la puerta que cantara nuestro poeta Claudio Rodríguez), el Banco de España o el Museo Provincial, entre otros. Tras dejar atrás la Farola, enfilábamos la acera de la Emisora de Radio y al cabo de un rato llegábamos a las inmediaciones del Cuartel Militar, casi punto final de nuestra carrera diaria, en la que Aurelio llegaba sin despeinarse y nosotros dos, Juan Andrés y yo, prácticamente reventados; y digo “casi punto final” de la carrera porque faltaba aún el último y definitivo “spring” una vez que divisábamos en medio de la calle, delante de la entrada del Colegio, y haciendo sonar su proverbial esquila, la figura alta y embutida en su sempiterna sotana negra del hermano Consejero; entonces a su amenazadora vista acelerábamos al máximo la velocidad de nuestras piernas para evitar que un sello rojo más de falta de puntualidad apareciera en nuestras tarjetas.

Junto a la puntualidad, en los Salesianos se premiaban otras virtudes como la disciplina, la laboriosidad, las impecables presentación y  letra en los trabajos escritos, el buen comportamiento y la piedad. De aquel tiempo vivido allí guardo buenos y malos recuerdos y aseguro que entre estos últimos no incluyo la carrera diaria, que al fin y al cabo, con el paso de los años, se ha convertido en una simpática anécdota que repetimos en nuestros encuentros familiares todavía hoy. Un mal recuerdo de la época de los Salesianos eran los escalofriantes relatos que nos hacía escuchar el hermano Prefecto al acabar el día en la monumental iglesia del Colegio durante las llamadas Buenas Noches (evidentemente, para mí, eran Malas, Malas Noches). En esos relatos, encaminados indudablemente a fomentar la devoción y la piedad de los alumnos, aparecían difuntos que ardían en sus féretros porque de niños se habían olvidado de confesar un pecado mortal, personas que finalmente se ahogaban, en sus repetidos intentos de suicidarse arrojándose al río, tras desembarazarse del escapulario que llevaban al cuello, o algún mal hijo que, para ingresar en bandas de criminales, entregaba el corazón de su madre, como prueba de su perversidad, después de arrancárselo del pecho. Aún recuerdo con escalofríos el desenlace de esta última historia. El cruel hijo, con el corazón aún caliente de la madre entre sus manos, corre a entregárselo al jefe de la banda criminal, y en su carrera tropieza y cae en el camino; entonces se oye la voz de la madre que le dice angustiada: “¿Te has hecho daño, hijo mío?”

miércoles, 4 de noviembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO I


LO QUE FALTA SIEMPRE

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Este viaje sentimental, acompañado de la presencia constante del río Duero, no puede empezar en otro sitio que en la ciudad del alma, Zamora, donde nací el 20 de febrero de 1944, al poco tiempo de haber acabado la guerra civil más incivil de todas y a punto de terminar la Segunda Guerra Mundial, ¡menudo  momento para abrir los ojos al mundo! Pero uno no tiene la facultad de nacer cuándo quiere.

“Nací en Zamora la austera,
la enamorada del Duero,
la que cantó el Romancero,
mística, noble y guerrera.”

Aquí, en Zamora, el río Duero se halla en la última fase de su recorrido, digo geográficamente, y así corre por debajo de los puentes, retrata la ciudad, su muralla y sus templos y edificios más emblemáticos, deja atrás las azudas y las aceñas y sigue su marcha hacia los Arribes, para después entrar en Portugal, atravesar el país vecino y desembocar en el Atlántico por Oporto, la última ciudad que le da la bienvenida y la despedida a la vez. Porque biológicamente, a diferencia de nosotros, que lo vemos venir y pasar a la vez mientras estamos vivos y luego ya no volveremos a verlo, el Duero siempre está naciendo en los Picos de Urbión, provincia de Soria, y siempre está muriendo en el estuario de Oporto. ¡Quién pudiera imitarlo! Parodiando a Claudio Magris en su Danubio, el río Duero que corre bajo el Puente de Piedra, imagen que yo veía siempre desde los balcones de mi casa natal, representa a la vez el pasado, el presente y el futuro; “lo que falta siempre, lo que nunca es porque siempre ha sido o será.” Lo que falta por pasar, y lo que nunca pasa del todo porque siempre es a la vez pasado y futuro. Lo dicho.

Durante mi infancia, constituyeron el Duero y sus aledaños el escenario fundamental de mis juegos y aventuras y de ahí que aparezca recurrentemente el río en la mayoría de escritos que evocan mediante la memoria, que es el instrumento más idóneo para arrancar al tiempo (y a la muerte en consecuencia, cuando yo ya no esté) toda la vida posible para salvarla del olvido, que es peor aún que el tiempo y la misma muerte; decía que por ello en la mayoría de mis escritos, en prosa o en verso, aparece insistentemente el Duero, al lado de personajes entrañables como el Tío Tizas, un viejo y pobre vagabundo que a la llegada del verano asomaba en la arboleda llevando a cuestas su saco y su manta proverbiales.

“Con amor lo recuerdo. Lo quería
como quiero al verano, a la vereda
del río, al puente roto, a la arboleda,
a toda su vital mitología.”

O los simpáticos gitanos, que, como los cantó Lorca en su Romancero, no eran para mí “sueño y bronce”, cuando

“en olvido acampaban junto al río”:
eran llanto acosado por el frío,
hambre de siglos, esposadas manos.”

El ruido humilde de lonas y sartenes acompañaba al Duero en sus susurros. En melancólicos vaivenes, vengo de aquel tiempo y voy a él, y allí vivo los sueños de un pueblo marginado.

El Tío Tizas y los gitanos me recordaban constantemente la pobreza, por no decir miseria, que había dejado la recién pasada guerra civil en su rastro inmisericorde. Y aunque nosotros no éramos, ni mucho menos ricos, teníamos un techo fijo bajo el que dormir y comida diaria segura que llevarnos a la boca. Y aunque éramos niños, mirábamos con ternura y compasión a esos seres marginados.

Otros personajes del barrio del Duero eran, como no podía ser de otro modo, los chicos como yo, los amigos que me acompañaban en mis juegos y aventuras:

“Amigos de mi barrio junto al Duero,
compañeros de magia y aventuras:
hoy, tan lejos de aquellas horas duras,
os reúno en recuerdo duradero.”

Mi recuerdo de ellos va unido muchas veces al sol de las almendras maduras de los tesos, desde cuya altura veíamos pasar el agua azul de nuestro río entre Olivares y sus aceñas, al pie de la muralla del castillo y la catedral, y el soto de San Frontis, barrio vecino al nuestro, y adonde en verano íbamos a bañarnos a las aguas frías y profundas del remanso que formaba el Duero tras dejar atrás los volcados tajamares del antiguo puente romano de San Atilano, aquel obispo del anillo y el barbo, milagro que nos contaba tantas veces nuestro maestro don Andrés. Mi recuerdo va unido a las pinturas que del río hacían los artistas al aire libre desde la cuesta de San Francisco. Mi recuerdo va unido a tantos letreros de Prohibido pasar que nuestra inconsciencia y nuestras ansias de aventuras nunca obedecían, a la molinera y el molino, al vagabundo estival, casi sagrado… Ahora sé a ciencia cierta que nunca han importado la distancia, el tiempo, la prohibición a la nostalgia, porque con ella se puede volver al fiel camino que conserva la esencia del pasado.

Antes mencioné a nuestro maestro don Andrés, verdadero artífice en mostrarnos a nuestro río como un ser vivo y testigo de la historia y el folclore de nuestra ciudad, el Ocellum Durii (el ojo del Duero) de los romanos. Él se encargaba de inculcarnos el amor por todo lo que tuviera que ver con nuestra ciudad, fuera leyenda o fuera historia.

Aunque la escuela en sí, me refiero a su cuerpo físico y transitorio, sujeto al destino que corren las cosas que envejecen y mueren, dejaba mucho que desear. Todo hay que decirlo. La escuela de mi barrio en invierno se convertía en un lugar inhabitable. El frío nos engarrotaba los dedos alrededor del mango de la pluma; además, cuando soplaba fuerte el viento, los cristales de las ventanas tamborileaban más de la cuenta porque la masilla que los sujetaba o bien se había secado y en parte caído, o bien las manos inquietas de algunos de nosotros la habían arrancado recién puesta, todavía blanda, para fijar con ella los cristales redondos de nuestras chapas de ciclistas. Pero cuando llegaban las lluvias era aún peor. A veces el mal tiempo se tiraba lloviendo días seguidos, y aparecían en el techo de la escuela los mapas de humedad que aventajaban en número y en imaginación a los que colgaban de las paredes; y, junto a los mapas de humedad acostumbrados, se abría el techo en mil goteras y el suelo de baldosas movedizas se llenaba de botes y recipientes de toda clase para recoger el agua en medio de una música inesperada y discordante. Así que, entre el frío que engarrotaba nuestros dedos, el tamborileo de los cristales y el nada eufónico gotear de las goteras, la escuela se convertía en un libro de lecciones variopintas.

 Pero don Andrés, el maestro, que era muy sabio, siempre tenía una ocurrencia a punto para que no odiáramos la escuela. Unas veces eran los corros de los verbos, otras adivinar en el mapa de España, de espaldas y sólo con el puntero, el recorrido de nuestro río, desde los Picos de Urbión, provincia de Soria, hasta su desembocadura en Oporto, en Portugal. Y nunca faltaban los trabalenguas imposibles, como aquel de “El cielo está enladrillado; ¿quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será”.

El maestro padecía del estómago y de vez en cuando, en medio de la clase, se llevaba a la boca puñaditos de bicarbonato para intentar aliviar los dolores, pero nunca vimos que su padecimiento interfiriera en su labore didáctica; al contrario, se moría por contarnos cosas de la historia de la ciudad, del Cid y doña Urraca o la leyenda del primer obispo zamorano, aquel San Atilano que al marcharse de la ciudad tiró su anillo episcopal al agua desde el puente que lleva su nombre, y que en nuestro tiempo no eran más que cuatro ruinas de sus tajamares, prometiendo regresar a la ciudad si volvía a recuperar su anillo. Nos gustaba más, a mí por lo menos, escuchar de boca del maestro el relato del sitio de Zamora (“No se ganó Zamora en una hora”, era el dicho con que siempre iniciaba el maestro la lección), aquel en que el traidor Bellido Dolfos, un ciudadano gallego que, engañando al rey sitiador don Sancho, lo asesinó junto al Portillo de la Traición. No se me olvidarán nunca los versos que recitaba sobre el asunto el maestro, con aquella voz solemne y aquellas pausas que hacía de vez en cuando para insuflar emoción del pasaje o para suspenderlo y así captar nuestra atención.

“--Rey don Sancho, rey don Sancho,
no digas que no te aviso,
que de dentro de Zamora
un alevoso ha salido;
llámase Bellido Dolfos,
hijo de Dolfos Bellido,
cuatro traiciones ha hecho
y con ésta serán cinco.
¡Si gran traidor fue su padre,
mayor traidor es el hijo!—
Gritos dan en el real:
--¡A don Sancho han malherido!—
Muerto le ha Bellido Dolfos,
¡gran traición ha cometido!
Cuando lo tuvo bien muerto,
se metió por un postigo;
por las calles de Zamora
va dando voces y gritos:
--Tiempo era, doña Urraca,
de cumplir lo prometido.”

Don Andrés se esforzaba lo indecible por hacernos más llevaderas las lecciones de las largas tardes de invierno. Sin embargo, cuando llegaba la primavera y la voz de la naturaleza nos llamaba, la escuela se nos ponía cuesta arriba y estábamos deseando que acabara la hora escolar para lanzarnos a nuestras correrías de siempre.
 
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