miércoles, 14 de marzo de 2018

A PROPÓSITO DE LA SEMANA SANTA DE ZAMORA III



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Y si hablamos de procesiones, quizá una de las más representativas de nuestra Semana Santa, junto a las del Cristo de las Injurias, del Miércoles Santo, del Yacente, del Jueves Santo,  la de Jesús Nazareno, del Viernes Santo, o la de la Santísima Resurrección, del Domingo de Gloria, sea la procesión de las Capas Pardas, nombre popular que recibe la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo del Amparo, que todos los Miércoles Santos a las doce de la noche sale en procesión de la iglesia de San Claudio de Olivares, acompañando a la imagen de Jesús en la cruz. El Crucificado, que data del último cuarto del siglo XVIII  y atribuido a José Cifuentes Esteban, posee tamaño natural. Va colocado sobre una sencilla mesa que representa el Gólgota, con el único adorno de una calavera y unos cardos. Su aspecto sobrio resultaba plenamente adecuado para la procesión que se estaba diseñando, y por ello fue elegida esta imagen.
El hábito de los cofrades es la capa alistana (la de los pastores de Aliste, Carbajales y Sayago, aunque no la de trabajo, sino la utilizada en días especiales), que por su color oscuro da nombre a la denominación popular de Capas Pardas. Los cofrades, que además portan un farol de hierro forjado, desfilan dispuestos en forma de cruz latina. El Cristo es llevado sobre unas sencillas andas portadas por doce hermanos a dos hombros, con la iluminación de sólo cuatro faroles rústicos, para realzar el patetismo de la imagen en la oscuridad de la noche. Las matracas anuncian el paso de la procesión. Un bombardino y un cuarteto de viento interpretan piezas fúnebres a lo largo del recorrido, marcado por las calles en torno al Castillo, produciéndose su momento más significativo al pasar bajo la Puerta del Obispo. Y cuando la Cofradía regresa al templo de salida, un coro entona el Miserere Popular Alistano, cuyas dos primeras estrofas son las que siguen:
I
“Ten mi Dios, mi bien, mi amor,
misericordia de mí.
Ya me ves postrado aquí,
con penitente dolor:
ponga fin a tu rigor
una constante concordia,
acábese la discordia,
que causó el yerro común,
y perdóname según
tu grande misericordia.

II
Y según la multitud
de tus dulces y adorables
misericordias amables,
sácame de esclavitud.
Ya me ofrezco a la virtud,
y protesto a tu bondad,
que con letras de verdad,
caracteres de mi fe,
yo tu amor escribiré,
borra tú mi iniquidad.”


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No quiero desaprovechar la ocasión que se me brinda en este apartado para hablar, aunque sea brevemente, de otro momento solemne, como pocos durante las procesiones de la Semana Santa, que tiene lugar durante el desfile de la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, cofradía que se fundó diez años después de mi marcha de Zamora, es decir en 1974, y que no presencié hasta los años 90, en uno de mis felices retornos a la ciudad del alma. La Hermandad, formada por unos cuatrocientos miembros, tiene su sede en la iglesia de San Vicente Mártir, de donde sale y adonde regresa la procesión. El Crucificado, cuya autoría se reparte los nombres insignes de Gaspar Becerra y Ruiz de Zumeta, es una talla en madera policromada que ha sido sometida a varias restauraciones por el pésimo estado de conservación que tenía cuando se descubrió. Lo curioso además es que la imagen es portada por ocho cofrades (hábito monacal blanco con capucha, sandalias y faja y una tea) en unas sencillas andas diseñadas para transportar al Cristo en posición inclinada.
La procesión comienza a las doce de la noche del Lunes Santo, y tras callejear por el casco antiguo hasta llegar a la plaza de Santa Lucía, se produce el momento solemne al que me refería más arriba. Detenido el desfile en la emblemática plaza mencionada, un coro entona el tradicional “Jerusalem, Jesuralem”:
“Jerusalem Jerusalem
Jerusalem Jerusalem,
Convertere convertere
ad dominum deum tuum
tristis est anima mea
usque ad morten
sustinete hic
et vigilate mecum
nunc videbitis turbam
que circundebit me
o vos omnes qui transitis per viam
attendite et videte
si est dolor si est dolor
si est dolor si est dolor
Sicut dolor meus
Jerusalem Jerusalem…”
El coro entona también otras composiciones como, Pater, Sitio o Tenebrae a lo largo del recorrido hasta que se recoge hacia las dos de la madrugada en la misma iglesia de San Vicente donde se entona el Vexila Regis:
“Vexilla regis prodeunt,
fulget crucis mysterium,
quo carne carnis conditor
suspensus est patibulo…”
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Y ya puestos a hablar de otros momentos clave de nuestra Semana Santa, quiero despedir este apartado mencionando el momento y la música que forman un matrimonio especial en el interior de San Juan Bautista poco antes de la salida del templo de la procesión de la cofradía de Jesús Nazareno (vulgo, Congregación) en la madrugada del Viernes Santo. Ese momento y esa música perfectamente ensamblados se producen cuando el paso denominado el Camino del Calvario (popularmente, Cinco de Copas, por la disposición de sus figuras en el paso a semejanza del naipe) obra de Justo Fernández y guión de la procesión, se pone a bailar en el interior del templo de un modo singular que todos los zamoranos conocemos a la perfección, acompañado de la fúnebre Marcha de Thalberg. El paso representa el momento en que Jesús, cargado con la cruz es conducido al calvario escoltado por un centurión romano, que apunta hacia delante con el brazo extendido, un sayón que tira de la cuerda atada al cuello de Jesús, y dos soldados. Quien ha vivido ese momento del baile majestuoso de las cinco figuras del zamorano Justo Fernández y oído esa música que taladra el corazón de los tiempos, no los olvidará en su vida. Después a lo largo del recorrido del desfile formado por miles de cofrades (hábito de percal negro con cola, sin capa y el rostro cubierto con un caperuz sin punta) y por numerosos pasos (entre otros, además del mencionado, La Caída, La Redención, La Crucifixión, La Elevación de la Cruz, La Agonía y la Virgen de la Soledad), seguirá sonando, junto con otras músicas, la marcha fúnebre de Thalberg. Los muchachos aprendimos una letra jocosa para acompañar los sones de lamento de la Marcha, cuya frase más repetida (en realidad es lo único que recuerdo de la canción) era algo así como “Y no tenía jabón pa lavar.” Bromista, puede, pero constituye la providencial muleta para recordar esa música que ya es inmortal para el zamorano que se precie.

sábado, 10 de marzo de 2018

A PROPÓSITO DE LA SEMANA SANTA DE ZAMORA II


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Ahora le toca el turno de aparición a unos personajes emblemáticos de las procesiones de la Semana Santa de Zamora. Me refiero en primer lugar al Barandales, que era la persona que abría las procesiones haciendo sonar un par de campanas que llevaba atadas a las muñecas y al homenaje que le rindió la ciudad de Zamora en 1994, con motivo de celebrarse el cuarto centenario de la aparición de tan entrañable personaje de nuestra Semana Mayor. El homenaje consistió en erigirle en su recuerdo en la Plaza de Santa María la Nueva, situada en los aledaños del Museo de Semana Santa, una escultura del Barandales, en bronce y en plena acción, obra del imaginero zamorano Ricardo Flecha, escultor zamorano, nacido en 1958, que comenzó su actividad como aprendiz en el taller del escultor también zamorano Ramón Abrantes, del que ya hemos tenido ocasión de hablar en este blog.

Antiguamente debido a la prescripción litúrgica, las campanas de las Iglesias de Zamora enmudecían desde la tarde del Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección, de ahí surgió la necesidad de la figura del Barandales. Para que la percusión metálica de sus campanas recordara a los fieles la celebración de los distintos oficios y acontecimientos que se fuesen sucediendo en la pasión zamorana. Así pues, con el sonido característico de esas dos campanas que llevaba pendientes de sus muñecas, este singular “campanillero” abría la marcha de tres cofradías: la Santa Vera Cruz, el Santo Entierro y Nuestra Madre de las Angustias. Doscientos años después las cofradías de la Borriquita, la Tercera Caída, el Vía Crucis, la Virgen de la Esperanza y Luz y Vida, no queriendo ser menos, introdujeron esta figura humana tan emblemática es sus desfiles procesionales con el mismo cometido. Por todo esto, Barandales es una de las figuras más representativas de la Semana Santa de Zamora.
En mi Zamora entre la ausencia y el reencuentro incluí estos versos dedicados a España, la primera persona que hizo de Barandales que conocí de niño:
“Tío Barandales, dales, dales…,
suena en el alma de los chavales,
mientras los pasos pasan perennes
por las callejas viejas, solemnes.
Esas campanas, como latidos,
suenan a tiempos nunca perdidos
en lo más hondo del corazón,
como una eterna, viva canción…
Semana Santa de mi ciudad.
Los pensamientos son de piedad
mientras voltean esas campanas
y ves las gentes tras las ventanas
mirar con ojos tiernos, llorosos,
los latigazos tan dolorosos
que Dios padece en su soledad.
Sigue sonando, tío Barandales,
tío Barandales, dales, dales…
Para que nunca nos olvidemos
de aquellas cosas que bien sabemos
que forman siempre nuestra Verdad.”
 



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Y ya que hablamos de homenajes hechos por medio de esculturas, mencionaremos el grupo escultórico titulado el Merlú, obra del pintor y escultor zamorano Antonio Pedrero. El conjunto, también de bronce, como el de Barndales, está formado por dos encapirotados, uno con corneta y otro con tambor, que, ubicados sobre un pedestal de piedra delante del templo de San Juan Bautista, en la Plaza Mayor, recuerdan a los dos cofrades de carne y hueso que en la madrugada del Viernes Santo recorren las principales calles de la ciudad avisando a los 6.000 hermanos de la Cofradía de Jesús Nazareno de que va a comenzar la procesión que tiene su salida de madrugada del  templo citado.




jueves, 1 de marzo de 2018

A PROPÓSITO DE LA SEMANA SANTA DE ZAMORA I

Ahora que la Semana Santa de mi tierra está a la vuelta de la esquina, quiero traer aquí algunos textos de mis Seducciones zamoranas, libro que estoy a punto de dar a conocer. A la sección GENTE DE LA TIERRA pertenecen los dos que siguen.

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Ramón Abrantes
Mientras que por motivos obvios, como enseguida quedará patente, comienzo este recorrido por el escultor Ramón Abrantes, a mi memoria vienen otros nombres de gentes sencillas e ilustres que tuvieron que ver con mi infancia y adolescencia, desde aquel vagabundo anónimo que todos los veranos aparecía en la arboleda con la manta al hombro, hasta el cantero con nombre y apellidos, al que dediqué unos versos que siguen escritos en un libro de piedra sobre su tumba del cementerio de San Atilano, pasando por el Barandales de las procesiones, el herrero de mi plazuela, el inocente que desfilaba como un cofrade más en la Semana Santa serio y digno, los ciegos cantadores del Mercado de Abastos, el maestro de la escuela de Cabañales que me enseñó a querer el Romancero o el profesor del Instituto que me infundió el gusto por la Literatura, aquel inefable don Ramón Luelmo, que nos enseñó a amar la literatura a varias promociones.
Este otro Ramón, Ramón Abrantes, perteneciente a la escuela de San Ildefonso, había nacido en Corrales del Vino en el invierno de 1930. Su familia fue mucho tiempo vecina de la mía y su madre, la señora Luisa, hacía de comadrona de las mujeres del barrio que se ponían de parto; fue ella precisamente quien ayudó a mi madre a traerme al mundo. Ramón, de formación autodidacta, pronto montó su taller cerca de la iglesia de San Cipriano, al otro lado del Puente de Piedra, y se atrevió a esculpir con materiales muy diversos: madera, bronce, granito, pizarra... Más tarde, consagrado como artista de reconocimiento nacional, trasladó su taller al lugar en el que trabajó hasta su fallecimiento, en  la calle Sacramento, detrás de la iglesia de San Juan Bautista, templo en el que solía guardarse la única obra de Abrantes encaminada a desfilar en Semana Santa, la Virgen de la Amargura (1959), concretamente todos los Lunes Santos en la Hermandad de Jesús en su Tercera Caída, acompañando al Jesús Caído de Quintín de la Torre, que el propio Abrantes restauró en 1961, y la Despedida de Jesús y María de  Pérez Comendador. En su taller se expone la mayor parte de su obra escultórica, aunque existe mucha en colecciones particulares. En uno de mis retornos a Zamora me mostró en el taller de la calle Sacramento, con un orgullo que me emocionó, el primer caballete que tuvo, mientras me decía: “Mira, Esteban. Este caballete me lo hizo tu padre.” Buena parte de sus esculturas presenta la figura de la «mujer-madre» en varias situaciones como eje central de la obra, incluidas las de iconografía católica. Entre sus mejores amigos figuraron el escultor Baltasar Lobo y el poeta Claudio Rodríguez, ambos también paisanos de la tierra (debo añadir que precisamente en uno de mis retornos a la ciudad del Duero, mientras visitaba con un amigo la exposición escultórica del taller de Abrantes, éste me regaló un libro del poeta titulado Claudio Rodríguez para niños).  Ramón murió en Zamora en el verano de 2006, al mes siguiente de otra de mis visitas a su taller, cuando el artita ya estaba muy enfermo. Al poco tiempo de mi vuelta a Barcelona, La Opinión de Zamora tuvo la generosidad de publicarme una carta en recuerdo del escultor.
En mi separata Zamora entre la ausencia y el reencuentro, 1995, recuerdo la primera visita que hice a su taller con estos versos:
“Voy de asombro en asombro porque Abrantes
me enseña el caballete que le hiciera
mi padre en otro tiempo, en la primera
hornada que esculpieron los amantes
diamantes de sus dedos. Los diamantes
postreros me los muestra en primavera
--¡oh tacto cuidadoso y luz certera
de tallas femeninas y brillantes!--.
Voy de asombro en asombro por el Arte
que Abrantes muestra vivo por su casa
en bronce, en barro, en piedra… Y es tan fuerte
a huella que en el alma me reparte,
que, aunque sé que su cuerpo muere y pasa,
lo que posee de dios no tiene muerte.


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Ramón Álvarez

Otro Ramón grande fue Ramón Álvarez, que es el más importante de los imagineros zamoranos. Nació en Coreses, pueblo situado a la orilla del Duero, a pocos kilómetros al norte de la capital, en septiembre de 1825. De familia humilde, no tuvo más formación que la que se podía procurar un artesano, y hasta los treinta años ofició de hojalatero. A edad madura cursó el bachillerato, y tras enseñar dibujo en la Escuela de la Sociedad Económica de Amigos del País, obtuvo por oposición una cátedra de Dibujo lineal, adorno y figura en el Instituto de Segunda Enseñanza de Zamora en 1866. Y cuando la imaginería procesional decae en la capital aparece con fuerza Ramón Álvarez para dar forma y popularidad a su Semana Santa de tal manera que cabe afirmar que las figuras más representativas de los pasos que desfilaban por las calles y plazas de la ciudad salieron de sus manos o de las de los alumnos que se formaron en su taller. Los elementos que más se emplearon en la confección de las imágenes fueron muy sencillos, como la escayola y la tela encolada que, unidos a la madera y debidamente pintados transferían vida y verosimilitud a las figuras. Lo económico de los materiales usados y la genialidad del escultor se unieron para que sus pasos, cuya carga dramática movía a la devoción de los fieles y espectadores, fuesen requeridos por la mayoría de las cofradías semanasanteras. Por ello conviene afirmar que Ramón Álvarez, más que un escultor, fue un excelente imaginero y que su obra es sobre todo expresión plástica local y afirmación de lo vernáculo, así que para comprenderla en su exacto significado y valorarla justamente hay que situarla en el marco espacio-temporal de la Zamora de la segunda mitad del siglo XIX. Y que su genialidad estriba, más que en la sencillez de su concepción artística, en ser forjadora de una piedad y devoción que incluso en la actualidad es capaz de suscitar multitud de emociones.
Entre sus obras destacan La Soledad, El Descendimiento, La Virgen de las Angustias, La Lanzada, La Crucifixión, La Verónica o La Caída, que era el paso preferido de mi padre y del que tanto me habló siempre. Recuerdo con muchísimo cariño lo que me decía del paso en su conjunto y de las figuras que lo componían,  del niño de la cesta de los clavos, del sayón que tira de la soga que pende del cuello de Jesús, del otro esbirro que apoya un pie en su espalda y le amenaza con el puño en alto, del Cirineo que le ayuda a llevar la cruz, de la Virgen María que asiste desconsolada a la desgracia de su Hijo, de la Magdalena que intenta consolarla y del propio Jesús, que mira a ambas mujeres, agradecido y comprensivo del dolor que sufren por él.