martes, 28 de abril de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (IV)



Yo siempre he sido una persona soñadora e imaginativa. O eso me han llamado a menudo quienes me conocen.
  ¿Qué significa ser una persona soñadora? El diccionario afirma que “soñador” es aquel “que sueña mucho”, y, figuradamente, “que discurre fantásticamente sin tener en cuenta la realidad”. Enmendando la parte que dice “sin tener en cuenta la realidad”, soy una persona soñadora a mi manera porque siempre parto de las cosas que me rodean. Si veía, por ejemplo, en el desván de mi infancia, uno de mis lugares emblemáticos, entre las sombras filtrarse por un rendija del tejado un hilo de luz, enseguida creía que era polvo de oro donde nadaban seres fantásticos que flotando sin caer nunca querían comunicarme varios estados del alma, sosiego, equilibrio, eternidad. Y pensaba que si miraba con intensidad aquel prodigio iluminado, el tiempo no pasaba para mí. Mi sueño casi siempre acababa cuando llegaba hasta mí  a través  de las paredes y estancias de la casa la voz de mi madre llamándome para comer o para hacer algún recado en el barrio.
Volviendo al principio, ¿es lo mismo ser soñador que imaginativo? Yo creo que “imaginativo” es el adjetivo hermano de correrías poéticas del adjetivo “soñador”. Si éste califica al que piensa fantásticamente sin tener en cuenta la realidad, “imaginativo” es el “que continuamente imagina o piensa”. Fíjese es el adverbio “continuamente”, que alude a un estado no transitorio o pasajero, sino perenne y constante, y en el verbo del que deriva, “imaginar”, que significa “representar idealmente una cosa, inventarla, crearla en la imaginación.” Así pues, los dos adjetivos, “soñador” e “imaginativo”, combinados adecuadamente, significarían: el que inventa otra realidad, ideal, imaginada, como se quiera decir, pero  diferente de la que nos rodea en los actos cotidianos, que van desde asearnos nada más levantarnos por la mañana hasta cualquier otro que se indique, lavarse los dientes, comer, mirar, leer o escribir, por ejemplo. Y escribir poesía puede ser un modo de inventar otra realidad.
            
La primera vez que oí hablar de poesía como algo que se estudiaba en los libros fue en los Salesianos, donde estudié desde los nueve hasta los doce años. En las clases de Lengua eran muy frecuentes las sesiones en que aprendíamos de memoria algunos poemas que los hermanos de la Orden nos proponían para en sesiones siguientes recitarlas ante nuestros compañeros. Fue el hermano Isaac, creo que así se llamaba el salesiano que, oriundo de Xauen, me motivó lo suficiente para hacer mis pequeñas investigaciones sobre poetas nacionales  e hispanoamericanos. La primera poesía que aprendí de memoria y que recuerdo aún en su mayor parte fue El Nazareno, de Gabriel y Galán. ¿Recuerdan?
             “Cuando pasa el Nazareno
             de la túnica morada,
             con la frente ensangrentada,
             la mirada de Dios bueno
             y la soga al cuello echada,
             el pecado me tortura,
             las entrañas se me anegan
             en torrentes de amargura
             y las lágrimas me ciegan
             y me hiere la ternura.
             Yo he nacido en esos llanos
             de la estepa castellana
             donde había unos cristianos
             que se amaban como hermanos
             en república cristiana.” Etcétera.
            
            

 Lo que más me gustaba de este poema era la emoción que respiraba todo él y la música que latían en sus versos. Desde un principio consideré el hecho de que sin emoción ni música era imposible que se escribiera buena poesía. Además había otra razón para que la composición de Gabriel y Galán me gustara tanto, y era que el tema de la misma, la de las procesiones de Semana Santa con el Nazareno como protagonista, lo viví de pequeño en la Semana Santa de mi ciudad natal, tan rica en imágenes sagradas que desfilaban por las viejas calles en medio de un silencio profundo y una devoción a flor de piel que la gente, apostada en las aceras, veía pasar con lágrimas en los ojos los pasos de Jesús cargando con una pesada cruz o muerto en ella y los de la Virgen sufriendo el dolor de ver escarnecido y crucificado a su Hijo.
 Con el tiempo escribí versos sobre las vivencias de mi Semana Santa zamorana, tanto las experimentadas durante mi infancia y adolescencia como las vividas en mis repetidos retornos a la ciudad cuando fijé mi residencia en Barcelona. Ya llegará el momento de referirme a ellas y copiar, si es necesario, algunas muestras. Ahora quiero centrarme en las motivaciones que me llevaron a pensar en la poesía como vehículo de invención de otra realidad partiendo de la que a mi alrededor alentaba y vivía.
Además de soñador e imaginativo, yo siempre fui un niño solitario, aunque no evitaba verme con unos cuantos amigos para jugar o hacer travesuras. Lo del desván ya queda dicho y a este sitio mágico, aislado, ajeno al mundo real, ya volveré en más de una ocasión. Ahora le toca a otro lugar por el que yo sentía verdadera atracción y a él, cuando llegaba el verano, solía encaminarme solo. Me refiero al soto de San Frontis, también frecuentado en compañía cuando se trataba de cazar pájaros o bañarnos en el río. El soto de San Frontis era, como dice la palabra, un “sitio que en las riberas o vegas está poblado de árboles y arbustos”. Junto al barrio del mismo nombre, hacia él me encaminaba, como he dicho, en los primeros días del verano. Bajaba por la cuesta del viejo convento de San Francisco hasta la orilla del río, y por una senda estrecha que allí había caminaba hasta los primeros árboles de la arboleda. La mañana recién inaugurada, el silencio que me envolvía sólo roto por el ruido del agua y el canto de los pájaros, las sombras, el reflejo de la ciudad en el espejo del río, arriba la vista de la muralla y la Catedral, y abajo las aceñas de Olivares y los ruinosos tajamares del antiguo puente romano atravesados en medio del Duero eran sensaciones que, aunque repetidas, me estremecían el alma cada mañana. Yo solo en medio de aquel paisaje sereno y callado, azul y verde, era un especie de Dios bueno que acariciaba con la mirada lo que iba creando en el paseo. Meterme en aquella arboleda donde las sombras, a intervalos iluminadas por franjas soleadas, la brisa y los pájaros eran los únicos moradores, sin contarme yo, constituía para mí un placer indescriptible.
             Más tarde comprendí por qué me gustaban tanto aquellos versos de Garcilaso de la Vega que aprendí en el Instituto:
             “Corrientes aguas, puras, cristalinas;
             árboles que os estáis mirando en ellas;
             verde prado de fresca sombra lleno;
             aves que aqui sembráis vuestras querellas;
             yedra que por los árboles caminas
             torciendo el paso por su verde seno,
             yo me vi tan ajeno
             del grave mal que siento,
             que de puro contento
             con vuestra soledad me recreaba,
             donde con dulce sueño reposaba,
             o con el pensamiento discurría
             por donde no hallaba
             sino memorias llenas de alegría.” Etcétera.
            
Seguía mi camino por la vereda que conocía perfectamente hasta una tapia que acababa en el río. Allí empezaba una de las josas que jamás visitábamos en grupo, una josa abandonada que la naturaleza había invadido totalmente. Entraba por un hueco que había en la tapia semioculto por el grueso tronco de un negrillo y allí empezaba mi aventura, una aventura que repetí incansablemente durante un tiempo. La hierba me llegaba más arriba de la cintura y las sombras eran más grandes que en ningún otro sitio. Los álamos de la orilla del río aparecían cubiertos de yedra y el silencio se extendía por todas partes junto con un olor penetrante a humedad. Me desnudaba en la orilla, en un pequeño cuadrado de arena, desde el que podía contemplar la parte trasera del Castillo, sobre las murallas, y los dos volúmenes de la Catedral, el esbelto cimborrio y la torre cuadrada de San Salvador, y me deslizaba hasta el agua fría, casi helada, del Duero. Allí nadaba un rato mientras mis pensamientos me convertían en otra persona. Castañeteándome los dientes de frío salía del agua y me tendía en la arena, al sol, y allí permanecía hasta que volvía a ser yo. Entonces me vestía y desandaba el camino hasta mi barrio. Lo bueno de aquella aventura es que, a diferencia de otras que me gustaba compartir con los amigos, nunca se la conté a nadie. Hasta que algunos años más tarde, ya residiendo en Barcelona, aquellos íntimos momentos vinieron con tanta fuerza a mi memoria, que me vi obligado a contarlos por escrito.
           “Era un refugio de la infancia,
             era un lugar donde el alma
             sobrevolaba los árboles,
             el silencio de las yedras,
             la esmeralda de los juncos,
             el misterio de las aguas,
             el dorado de la arena…”

Una muestra de uno de mis rasgos distintivos: el de ser solitario, el de buscar voluntariamente la soledad.

 Mucho le debo también, para que mi afición por la poesía creciese en aquellos años de adolescencia, a un regalo que mi hermano mayor me hizo un verano desde Barcelona, donde estaba trabajando desde hacía un tiempo y preparaba el salto del resto de la familia a la ciudad condal junto con el resto de hermanos que también vivían allí. Me refiero a un libro de Bécquer enfundado en un estuche de cartón. Eran las famosas Rimas y Leyendas del poeta sevillano junto con las Cartas desde mi celda, las Cartas literarias a una mujer y algunos artículos de costumbres. Prácticamente devoré el libro aquel verano en las horas de más calor en mi antiguo refugio del desván.
 Mi primera sorpresa ocurrió nada más abrir el libro y encontrarme con su impresionante Introducción sinfónica.
             “Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.”

Entendí en esas líneas que la poesía que se piensa, esas emociones y esas ideas que aún no existen, esperan pacientemente a que la palabra artística les dé forma escrita. ¡Los extravagantes hijos de su fantasía! Estremecedora manera de llamarlos.
“Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la medianoche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por dónde salir a la luz, de las tinieblas en que viven.”

Mejor no se puede expresar la primera fase del proceso creador, aquella en la que las ideas y las emociones, aún indefinidas y confusas, buscan en la mente del poeta la manera de abandonar esa oscuridad en que viven para encontrar la luz de las palabras, de los versos que los vistan adecuadamente. Pero enseguida se presenta la gran dificultad a la que debe enfrentarse el poeta para encontrar esa perfecta adecuación entre la materia de la poesía y su forma definitiva. Bécquer describe así esa dificultad:
“Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra tímida y perezosa se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo.”

Esa dificultad es la misma que todos cuantos escribimos poesía debemos intentar salvar.
En ese libro de Bécquer aprendí muchísimo. Leyendo una y otra vez sus Rimas llegué a encontrar filones de afirmaciones que venían a confirmar lo que yo había aprendido acerca de ciertos aspectos que tenían que ver con la poesía. Uno de ellos era, ¿cómo no?, el concepto de “inspiración”. En la Rima III es unas veces:
             “Sacudimiento extraño
             que agita las ideas
             como huracán que empuja
             las olas en tropel.”
            
            Otras:
             “Murmullo que en el alma
             se eleva y va creciendo
             como volcán que sordo
             anuncia que va a arder.”
            
            Otras:
             “Ideas sin palabras,
             palabras sin sentido,
             cadencias que no tienen
             ni ritmo ni compás.”
            
            Y siempre:
             “Locura que el espíritu
             exalta y desfallece,
             embriaguez divina
             del genio creador.”
              Es decir, la inspiración sería una conmoción sin causa justificada que experimenta el poeta en el momento de ponerse a escribir cuando en su cabeza aparecen ideas y palabras sin conexión lógica acompañadas de cierta música desprovista aún del ritmo que adoptará cuando el poema esté acabado. Y claro está, una suerte de locura inocente que hace entusiasmarse unas veces al espíritu creador y otras lo desmoraliza en un estado de embriaguez que no es de este mundo. Al llegar a este punto, entiendo el significado del título que puso Claudio Rodríguez a su primer libro: Don de la ebriedad (la ebriedad divina que posee el poeta en el momento de la creación).
             A aquel verano lo llamé el verano de Bécquer. Y aunque seguía saliendo con los amigos, olvidaba enseguida lo vivido con ellos, y así alguna conquista femenina, los bailes de las verbenas en los pueblos vecinos o las vueltas a las aventuras de niños en las huertas o en el río, con los sempiternos partidos de fútbol en la yerbera o la captura de algún palomino en las aceñas, nada lograba suplir las emociones que me deparaba la lectura de las páginas de Bécquer.
          
Disfrutaba con las Cartas que el poeta mandaba desde el monasterio de Veruela, adonde había ido en busca de tranquilidad y aire puro para aliviarse una antigua dolencia pulmonar, a sus colegas de El Contemporáneo, periódico del que era director. En ellas les contaba sus vivencias en el monasterio y sus correrías por los pueblos vecinos en busca de leyendas y curiosidades. En una de ellas, creo que es la Tercera, existe un pasaje con el que me identifico plenamente. Se refiere a la evocación que hace el poeta de las inquietudes que tenía cuando era un adolescente allí en Sevilla, junto al Guadalquivir.
             “Cuando yo tenía catorce o quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de una ánfora de cristal, coronada de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí. Donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar, y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación.” Etcétera.

Pero también disfrutaba con sus hermosas Leyendas, insufladas de honda y misteriosa poesía, y que a mí me parecían y aún me siguen pareciendo filones de prosa poética, cuando no verdaderos poemas en prosa, algunos pasajes de ellas. Me estremecía leyendo Los ojos verdes, viendo cómo Fernando de Argensola encontraba gustoso la muerte en el fondo de la Fuente de los Álamos atraído inexorablemente por la mujer diabólica que moraba en sus aguas. Me entraba una pena inconsolable cuando terminaba de leer las últimas palabras de El rayo de luna, relato bellísimo que cuenta la decepción del joven caballero Manrique, poeta para más señas y amante de la soledad y la naturaleza, que una noche de verano cree ver en una arboleda de Soria el vestido blanco de una mujer, quizá la mujer con la que ha soñado siempre, y cuando empieza a hacerse ilusiones con la bella dama, descubre que no es más que un rayo de luna que se ha filtrado a través de las copas de los árboles hasta el suelo.
        Yo iba de un lado a otro del libro subrayando frases o aprendiéndomelas de memoria, frases que tuvieran que ver con la poesía. En la primera de las Cartas literarias a una mujer tenía subrayados estos tres pequeños parrafitos, que considero importantes para el caso.
         “Sobre la poesía no ha dicho nada casi ningún poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.”
           “El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos  se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han hecho su análisis.”
           “La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?”
           
         He aquí la diferencia insalvable entre la materia y el espíritu y un detalle que nos acerca a entender un poco mejor la poesía. La forma empleada en la poesía se puede analizar y explicar, pero no la idea, la emoción que da vida a esa forma. El peligro está en considerar, como muchos críticos hacen, que la forma, la expresión, las palabras, el idioma son los que dan la vida a la idea; podrán darle vestido, adorno, pero nunca vida propia. “Los fenómenos del alma, el secreto de la vida”, eso es, creo yo, lo que importa en la poesía. En la misma carta hay una especie de justificación de por qué se escribe poesía: “La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe.” El poeta escribe poesía porque necesita revelar lo que reside en su alma. Es una explicación. Para mí Bécquer entonces era mi único referente y cuanto dijera acerca de su modo de crear poesía constituía una Biblia para mí.
En la segunda carta literaria aparece, al respecto, el siguiente pasaje:
“Cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión luminosa y magnífica.”

Impresiones, sensaciones… Ese es el origen. En cuanto al poder sobrenatural del espíritu creador, volvemos a encontrarnos con la tan traída y llevada teoría romántica de la inspiración. El caso es que Bécquer era mi ídolo entonces y creía a pies juntillas lo que decía en aquel libro, que fue una especie de Biblia de poetas para mí, como ya he dicho. Por eso tampoco he olvidado un solo renglón de su artículo sobre La soledad, bellísimo libro de poesía de su amigo Augusto Ferrán. Tras leerlo, el autor de las Rimas redacta una página memorable sobre preceptiva literaria; en concreto, sobre las dos clases que existen para él:
“Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
“Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.
         “La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.
         “La segunda carece de medida absoluta, adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona; puede llamarse la poesía de los poetas.
         “La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.
         “La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso.
         “Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
         “Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.
          “La una es el fruto de la unión del arte y la fantasía.
          “La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión.”
            
         

Sin embargo, en lo que yo perdía más tiempo era leyendo, y releyendo, docenas de veces, las Rimas. Llegó un momento en que me sabía de memoria prácticamente todas y las recitaba en voz alta a la orilla del río o en el desván de la casa. Luego empecé a recitarles algunas a mis mejores amigos, a aquéllos que sentían el mismo amor que yo por la naturaleza, por el río, los gusanos de seda, los vencejos, las aceñas, las ruinas de los tajamares del puente romano volcados en mitad del agua, los reflejos de la catedral, el ruido del viento en las copas más altas de los álamos y el ruido, casi un secreteo de voces, del agua en las piedras de las azudas…Una de las más solicitadas era aquélla en la que Bécquer expresa su desesperación extrema:
             “Mi vida es un erial,
             flor que toco se deshoja;
             que en mi camino fatal
             alguien va sembrando el mal
             para que yo lo recoja.”
            
             Otra era de amor:
             “Por una mirada, un mundo;
             por una sonrisa, un cielo;
             por un beso…, yo no sé
             qué te diera por un beso.”       
            
         Casi todas eran así, breves y concentradas. Aunque había alguna extensa que también me pedían. Como la que trata de la muerte de una niña, cuyo estribillo,  “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”, suena de vez en cuando a modo de solemnes campanadas de luto. A mí me encantaba recitarla:
             “Cerraron sus ojos
             que aún tenía abiertos,
             taparon su cara
             con un blanco lienzo,
             y unos sollozando,
             otros en silencio,
             de la triste alcoba
             todos se salieron.

             La luz que un vaso
             ardía en el suelo
             al muro arrojaba
             la sombra del lecho,
             y entre aquella sombra
             veíase a intérvalos
             dibujarse rígida
             la forma del cuerpo.
         
             Despertaba el día,
             y a su albor primero
             con sus mil ruidos
             despertaba el pueblo.
             Ante aquel contraste
             de vida y misterio,
             de luz y tinieblas,
             medité un momento:
             ¡Dios mío, qué solos
             se quedan los muertos!” Etcétera.

lunes, 20 de abril de 2020

EL AÑO DE DELIBES (IV)



 EL CAMINO (1950)  (y II)

En el capítulo IX, como en otros, vuelve a escena la noche de los recuerdos de Daniel y “la pequeña historia del valle se reconstruía ante su mirada interna, ante los ojos de su alma, y lo silbidos distantes de los trenes, los soñolientos mugidos de las vacas, los gritos lúgubres de los sapos bajo las piedras, los aromas húmedos y difusos de la tierra avivaban su nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad.” 
Como el de la noche en que los tres amigos “saltaron la tapia de la finca del Indiano para robarle las manzanas.” Gerardo, el Indiano, era el hijo menor de la carnicera cuando se fue del pueblo a las Américas y al volver al terruño “los gusanos ya se habían comido el solomillo, el hígado y los riñones de su madre, la carnicera”; de la carnicería se había ocupado César, el hijo mayor, “vendiendo hígados, solomillos y riñones de vaca a los vecinos para luego, al cabo de los años, hacer lo mismo que la señora Micaela y donar su hígado, su solomillo y sus riñones a los gusanos de la tierra”, mientras que el otro hermano, Damián, poseía “unas obradas de pradera y unos lacios y barbudos maizales. Con eso vivía y con los cuatro cuartos que le procuraba la docena de gallinas que criaba en el corral de su casa.” Y volviendo a Gerardo, el Indiano, y a la noche en que los tres amigos saltaron la tapia de su finca para robarle unas cuantas manzanas, creyendo que en la finca no había nadie, el caso fue que, cuando más distraídos estaban en el robo de la fruta (el Moñigo, había subido al manzano elegido y empezado a zarandearlo con fuerza haciendo que los frutos maduros cayeran a tierra para que el Mochuelo y el Tiñoso los recogieran), hizo su aparición la Mica, la hija del Indiano para decirles: “Con que sois vosotros los que robáis las manzanas, ¿eh?” Sorprendidos por la aparición, “embutida en un espectral traje blanco”, Daniel y Germán soltaron las manzanas. Pero la Mica, sin castigos de ningún tipo, con voz tranquilizadora les dejó que cada uno se quedara con un par de manzanas y los despidió haciéndoles prometerle que la próxima vez que quisieran manzanas se las pediría a ella y no saltarían la tapia como si fueran ladrones.


Entre los hechos de la pequeña historia de los vecinos del pueblo, destacan los referidos a la vida sexual de los mayores, uno de los más importantes es la boda de Quino, el Manco, con la Mariuca, enferma de tuberculosis, y el suicidio de la Josefa, que estaba enamorada de Quino y no pudo soportar que su hombre la dejara para casarse con una mujer “que estaba tísica”. El caso es que la Mariuca quedó embarazada y la gestación no fue normal, y aunque aguantó el parto, “murió y dio a luz a lo cinco meses justos de suicidarse la Josefa”. Cuando la Guindilla mayor se enteró de la desgracia, la achacó a “un castigo de Dios por haber comido el cocido antes de las doce” (como todo el mundo sabe, haber comido el cocido antes de las doce es sinónimo de haber tenido relaciones sexuales antes de contraer matrimonio), a lo que el ama de don Antonino le replicó que la muerte de la Mariuca no podía ser castigo de Dios porque su hermana “Irene, la Guindilla menor, había comido no sólo el cocido, sino la sopa también antes de las doce, y nada le había ocurrido.” 


La cuestión es que la hija de Quino y la Mariuca salió adelante. “La niña se crió con leche de cabra y el mismo Quino le preparó los biberones hasta que cumplió el año.” Las vecinas la querían mucho y alguna la ayudaba en la alimentación cuando surgía la circunstancia. Una de ellas era la madre de Daniel, que al verla despertaba su instinto maternal, y “si la veía pindongueando por las inmediaciones de la quesería, la llamaba y la sentaba a la mesa” para darle un poco de requesón con azúcar. Las atenciones que la madre a Daniel dedicaba a la Mariuca-uca, como la llamaban muchos en el pueblo porque era un reflejo físico de su madre (Daniel prefería Uca-uca), no le molestaban tanto como “la incesante mirada de Mariuca-uca en su cara, su afán por interceptar todas las contingencias y eventualidades de su vida.”
De vez en cuando, sin embargo, también influía en la vida del pueblo y especialmente en la del propio Daniel, alguna persona que vivía fuera del lugar, como es el caso del tío Aurelio, hermano de su madre, que se fue a vivir a Extremadura por asuntos de salud y que en una carta le decía a la familia que enviaba para Daniel “un Gran Duque que había atrapado vivo en un olivar.”  El niño creyó que su tío le enviaba “facturado, una especie de don Antonio, el marqués, con el pecho cubierto de insignias, medallas y condecoraciones.”  Y cuando su padre le dijo que el Gran Duque es un mochuelo gigante, cebo muy bueno para matar milanos y le prometió llevarlo con él de caza cuando llegara, se puso muy contento recordando las ocasiones en que veía a su padre limpiar y engrasar la escopeta antes de salir de caza, y a la vuelta venir cargado con un par de liebres y media docena de perdices y acompañado de Tula, la perrita cocker, la cual, al verlo, “le ponía las manos en el pecho y, con la lengua, llenaba su rostro de incesantes y húmedos halagos.” Y luego en casa, Daniel “sacaba al corral una lata vieja con los restos de la comida y una herrada de agua y asistía, enternecido, al festín del animalito.” En cambio, el Gran Duque, necesitaba comer muchísimo para estar en forma. “Diariamente comía más de dos kilos de recortes de carne, y la madre de de Daniel, el Mochuelo, apuntó tímidamente una noche que el Gran Duque gastana en comer más que la vaca y que la vaca daba leche y el Gran Duque no daba nada.” Algún tiempo después, cuando ya el Gran Duque había demostrado su valía en la caza del milano y el quesero, consternado por haber herido a su hijo en un lance de la muerte del mismo, “el quesero marchó a la ciudad con el milano muerto y regresó por la tarde. Sin cambiarse de ropa agarró al Gran Duque, lo encerró en la jaula y se fue a La Cullera, una aldea próxima. Por la noche, después de la cena, puso cinco billetes de cien sobre la mesa. “Oye”, dijo a su mujer. “Ahí tienes el rendimiento del Gran Duque. No era huésped de lujo como verás. Cuatrocientas me ha dado el cura de La Cullera por él y cien en la ciudad la Junta contra Animales Dañinos por tumbar el milano.”


A la Mica la volvió a ver Daniel, después de que la sombra de la bella joven la acompañara “en todos sus quehaceres y devaneos”, un día de agosto en que el muchacho se encaminaba a la iglesia para asistir a la  misa y el coche de la Mica se detuvo a su altura para decirle: “Es tarde y hace calor, ¿Quieres subir?” Daniel asintió y durante el trayecto la Mica le preguntó, tras hablar de cosas de su familia: “¿querrás subirme un par de quesos de nata luego, a la tarde?”  El chico volvió a asentir y, el resto del día hasta el momento de ponerse el traje nuevo, peinarse con cuidado y lavarse las rodillas para cumplir el encargo de los quesos, estuvo muy nervioso. Y cuando apareció la Mica en aquella vivienda llena de lujo delante de él, “perdió el poco aplomo almacenado durante el camino. La Mica, mientras observaba y pagaba los quesos, le hizo muchas preguntas. Desde luego era una muchacha sencilla y simpática y no se acordaba en absoluto del desagradable episodio de las manzanas.” Fue entonces cuando Daniel se dio cuenta de que le gustaba la idea de ir a la ciudad. “Estudiaría denodadamente y quizá ganase luego mucho dinero. Entonces la Mica y él estarían ya en un mismo plano social…” Y el niño soñaba con casarse con ella y tal vez la Uca-uca, “al saberlo se tiraría desnuda al río desde el puente, como la Josefa el día de la boda de Quino.” Y, ya de vuelta a casa, no dejaba de pensar que el día de mañana sería un caballero. “Dejaría entonces de decir motes y palabras feas y de agredirse con sus amigos con boñigas resecas y hasta olería a perfumes caros en lugar de a requesón. La Mica, en tal caso, cesaría de tratarle como a un rapaz maleducado y pueblerino.”


Pero volviendo a las aventuras de los tres, que no “hacían otra cosa que procurar pasar el tiempo de la mejor manera posible”, como cuando decidieron jugar con el gato de la Guindilla mayor, que resultó ser una leve trastada de niños, ni grave ni pecaminosa, porque de ser así “¿se hubiera reído don José, el cura, con las ganas que se rió cuando se lo contaron? Seguramente, no. Además, ¡qué diablo!, el bicho se lo buscaba por salir al escaparate a tomar el sol, Claro que esta costumbre, por otra parte, representaba para Daniel, el Mochuelo, y sus amigos, una estimable ventaja económica. Si deseaban un real de galletas tostadas, en la tienda de las Guindillas, la mayor decía: --¿De las de la caja o de las que ha tocado el gato? –De las que ha tocado el gato—respondían ellos, invariablemente. Las que ‘había tocado el gato’ eran las muestras del escaparate y, de éstas, la Guindilla mayor daba cuatro por un real, y dos, por el mismo precio, de la caja.” Pero a los niños no les importaba nada que las hubiera tocado el gato, porque al fin y al cabo eran mejor cuatro galletas que dos. El caso es que aquella mañana la lupa de Germán les sirvió para analizar sus cicatrices, que se agrandaban monstruosamente, y también los ojos, las lenguas y las orejas; también lograron encender, “concentrando con ella los rayos de sol, dos defectuosos pitillos de follaje de patata”. Y por último, camino de sus casas, “vieron el gato de las Guindillas enroscado sobre el plato de las galletas, en un extremo de la vitrina”, y sin saber cómo nació en ellos “la ocurrencia de interponer la lupa entre el sol y la negra panza del animal”. Tras un breve proceso, de repente brotó del pelo del minino una tenue hebra de humo, “y el gato de la Guindillas dio, simultáneamente, un acrobático salto acompañado de rabiosos maullidos.” A los maullidos del animal acudió la tendera a la par que veía salir corriendo a los tres amigos, a quienes amenazó a gritos que se iban a acordar de lo que acababan de hacer. En efecto, en la escuela don Moisés, el maestro, a cuyos oídos había llegado la hazaña de sus alumnos, los castigó dándoles doce regletazos en cada mano y obligándoles a sostener todo el día con el brazo en alto el pesado y voluminoso libro de la Historia Sagrada.


Y hablando de don Moisés, el maestro, “decía a menudo que él necesitaba una mujer más que un cocido”, aunque llevaba repitiendo eso diez años y seguía sin mujer. Y un día al Moñigo se le ocurrió la idea de hacer casar a su hermana Sara, que era quien se encargaba de su educación haciéndolo a golpes y encerrándolo en el pajar de casa, con el maestro, y se la expuso al Mochuelo, que en seguida estuvo de acuerdo, si bien encontraba alguna pega para que don Moisés se fijara en Sara. El Tiñoso colaboró preguntándole al Moñigo si su hermana era escrupulosa. Éste no tardó en responderle: “Qué va; si le cae una mosca en la leche se ríe y dice: ‘Prepárate que vas de viaje’, y se la bebe con la leche como si nada.” Y los tres se pusieron a pensar un plan que no fallara. Al cabo de un rato Daniel propuso escribir una carta al maestro como si fuera la propia Sara. “Tu hermana sale todas las tardes a la puerta de casa para ver pasar la gente. Le diremos que le espera a él y cuando él vaya y la vea creerá que le está esperando de verdad.” Como Roque le pusiera peros sobre la falsedad de la nota, Daniel añadió: “Le diremos que queme la carta antes de ir a verla y que jamás le hable de esa carta si no quiere que se muera de vergüenza y que no le vuelva a mirar a la cara.” Finalmente, el Moñigo quedó confiado con las explicaciones del Mochuelo y éste redactó así el escrito: “Don Moisés, si usted necesita una mujer, yo necesito un hombre. Le espero a las siete en la puerta de mi casa. No me hable jamás de esta carta y quémela. De otro modo me moriría de vergüenza y no volvería a mirarle a usted a la cara. Tropiécese conmigo como por casualidad. Sara.” Una vez que el Tiñoso hubo metido la carta por debajo de la puerta de la casa del maestro, los tres amigos se reunieron a las siete menos cuarto en el pajar de Roque y se dispusieron a observar el esperado encuentro a través del ventanuco que daba a la calle. Todo salió como esperaban y don Moisés y Sara se hicieron novios. El carácter de la muchacha se dulcificó su carácter y dejó de castigar a su hermano con el encierro en el pajar. Aun así, al año y medio del noviazgo entre el maestro y ella, el día de Nochebuena, con muy buen humor, “le preguntó al Moñigo mientras daba vuelta al pollo que se asaba en el horno: “Dime, Roque, ¿escribiste tú una carta al maestro diciéndole que yo le quería?” Y como Roque se lo negara jurándolo incluso, “ella se llevó un dedo que se había quemado a la boca y cuando lo sacó dijo: “Ya decía yo. Sería lo único bueno que hubieras hecho en tu vida. Anda. Aparta de ahí, zascandil.”



Otro personaje entrañable de El camino es don José, el cura, “que era un gran santo”, como decían todas las gentes del valle, que el día de la Virgen durante la misa subió al púlpito para pronunciar el sermón sobre el camino que nos señala Dios y que todos tememos que recorrer en nuestra vida. De repente aseguró que el camino del Señor no estaba en las parejas de jóvenes que se escondían en las espesuras al anochecer, ni en las tabernas donde otros van a buscarlo, ni en el trabajo en el campo los días festivos. También habló de “cosas inextricables y confusas para Daniel. Algo así como que un mendigo podía ser más feliz sin saber cada día si tendría algo que llevarse a la boca, que un rico en un suntuoso palacio lleno de mármoles y criados.” En otra ocasión mucho más triste don José, el cura, intervino en la vida de Daniel, el Mochuelo, y fue el día en que, estando juntos los tres amigos en el campo, Daniel discutió con Germán sobre el canto de un pájaro. Daniel decía que el pájaro que cantaba era un jilguero y Germán que un rendajo, y en esto que aparece una culebra de agua en el río y atrae toda su atención porque sabían que “aquella culebra que ganaba la orilla a coletazos espasmódicos era un tonto de agua. El tonto llevaba un pececito atravesado en la boca. Los tres se pusieron en pie y apilaron unas piedras.” Y entonces ocurrió la tragedia. Germán quiso aproximarse con un pedrusco en la mano para acertarle mejor al tonto del agua. “Fue una mala pisada o un resbalón en el légamo que recubría las piedras, o un fallo de su pierna coja. El caso es que (…) cayó aparatosamente contra las rocas, recibió un golpe en la cabeza, y de allí se deslizó, como un fardo sin vida, hasta la Poza.” De nada sirvieron las primeras curas que le hizo la Guindilla mayor, porque el médico, ya el niño tumbado en su cama, comprobó que estaba muy grave y pidió que llamaran una ambulancia. Y mientras llegaba la ambulancia, el niño murió. Todo el pueblo se conmocionó y apoyó a la familia de Germán. Por su parte, Daniel, que no se separaba de la casa del muerto consternado por la tristeza, vio cómo la madre de su amigo le abrazaba “porque él era el mejor amigo de su hijo. Y el Mochuelo se puso más triste todavía, penando que cuatro semanas después él se iría a la ciudad a empezar a progresar.” Luego llegó el cura y le administró la extremaunción. Al día siguiente, tras pasar la noche en vela junto al muerto, Daniel se fue a su casa a desayunar. “No tenía hambre, pero juzgaba una medida prudente llenar el estómago ante las emociones que se avecinaban.” Todo a su alrededor parecía detenido. “Y hasta en las vacas que pastaban en los prados se acentuaba el aire cansino y soñoliento que en ellas era habitual.” Daniel, después de desayunar regresó al pueblo y en el camino descubrió un tordo que picoteaba un cerezo junto a la carretera y pensando en su amigo Germán, armó su tirador, disparó contra el pájaro y lo mató. Con el tordo en el bolsillo, reanudó la marcha. Y ya en casa del muerto se coló hasta la habitación donde estaba el féretro con el niño dentro y con disimulo depositó el tordo junto al cadáver de su amigo, pensando que éste, “que era tan aficionado a los pájaros, le agradecería sin duda desde el otro mundo este detalle.” Al verlo, todo el mundo creyó que se trataba de algo sobrenatural, y el padre del niño lo explicó a su modo diciendo: “Él quería mucho a los pájaros; los pájaros han venido a morir con él.” Y acto seguido dijo en voz alta que se trataba de un milagro. Al oírlo los presentes gritaron: “¡Un milagro!” Y mientras algunos iban a buscar a don José, el cura, que era un gran santo, para comunicarles la nueva, Daniel, el Mochuelo, tragaba saliva y pensaba “que tal como se habían puesto la cosas, lo mejor era callar.” Luego llegó don José y todos le preguntaban si era un milagro o no lo de que hubiera un tordo muerto junto a una mano yerta de Germán. Y mientras buscaba una respuesta, el cura recorrió con la mirada los rostros de los allí concurridos y “se detuvo un instante en la carita asustada del Mochuelo” antes de decir: “En realidad es muy posible, hijos míos, que alguien, por broma o con buena intención, haya depositado el tordo en el ataúd y no se atreva a declararlo ahora por temor a vuestras iras.” Daniel no esperó más y salió corriendo a la calle. Allí lo encontró el cura tiempo después y, cerciorándose de que estaban solos, “sonrió al niño, le propinó unos golpecitos paternales en el cogote y le dijo en un susurro: ‘Buena la has hecho, hijo; buena la has hecho’. Luego le dio a besar su mano y se alejó, apoyándose en la cachaba, a pasitos muy lentos.”


Siento ir acabando la relectura de este libro que es un canto a la infancia y a la Arcadia perdida (“Se canta lo que se pierde”, decía don Antonio Machado), y con ella le digo hasta luego a Daniel, el Mochuelo, que en el cementerio donde va a ser enterrado Germán, el Tiñoso, que mantiene cogida una mano de la Uca-uca, piensa que ya no volverá a oír la voz de su amigo y admite que sus huesos se convertirán en cenizas junto con los del tordo que él dejó en su ataúd. Compensa su tristeza con la moneda que toca en su bolsillo, con la que cuando acabe el entierro se comprará un “adoquín. Claro que a lo mejor no estaba bien visto que se endulzase así después de enterrar a un buen amigo. Habría de esperar al día siguiente.” Pero  Daniel no se compra el adoquín de limón cuando compara “el sabor de su presunta golosina con el letargo definitivo del Tiñoso y se decía que no tenía ningún derecho a disfrutar un adoquín de limón mientras su amigo se pudría en un agujero.” Sino que, cuando los asistentes al entierro empiezan a lanzar monedas a la arpillera que se había extendido al lado del féretro, se desembarazó de la mano de la Uca-uca y, acercándose a la arpillara, arrojó su moneda que, al juntarse con las otras produjo “un alegre tintineo. Con la voz apagada de don José, el cura, que era un gran santo, le llegó la sonrisa presentida del Tiñoso, desde lo hondo de su caja blanca y barnizada.” 

Y llegó el día de la partida y el momento de dejar los recuerdos para afrontar la realidad. Por la mañana, Daniel oyó desde la cama que alguien le llamaba. Era la Uca-uca que, con una cantarilla en la mano, le dijo que no podía ir a la estación a decirle adiós porque se iba a La Cullera a por leche. “Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.” Daniel le dijo adiós con la voz entrecortada y la Uca-uca le preguntó si se iba a acordar de ella. Segundos después el chico “se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin.”

lunes, 13 de abril de 2020

EL AÑO DE DELIBES (III)


EL CAMINO (1950) 


1

El camino es una novela de infancia, que retrata la vida de un pueblo desde el punto de vista de Daniel, el hijo del quesero, el cual, la noche del día anterior al que dejará el pueblo para ir a la ciudad a estudiar el bachillerato para hacerse un hombre de provecho, ya empieza a echar de menos el conjunto de aventuras vividas en compañía de sus dos mejores amigos, Roque, el hijo del herrero, y Germán, el hijo del zapatero, al lado de la vida de sus respectivos progenitores y de otros vecinos cuya presencia e intervención significaron mucho para ellos, como doña Lola, la tendera, Quino el Manco, La Mica, la hija del Indiano, don Moisés, el maestro, o don José, el cura del pueblo, que en uno de sus sermones habló a sus feligreses de que “todos tenemos un camino marcado en la vida (…) que debemos seguir siempre (con clara alusión al título de la novela).”
Volviendo a Daniel, la noche antes de la partida prefería quedarse en el pueblo y vivir modestamente conformándose “con tener una pareja de vacas, una pequeña quesería y el insignificante huerto de la trasera de su casa, No pedía más. Los días laborables fabricaría quesos como su padre, y los domingos se entretendría con la escopeta, o se iría a pescar truchas o echar una partida al corro de bolos.” Desde su cama oía las conversaciones de sus padres sobre su futuro, el padre recostado en un banco y su madre recogiendo los restos de la cena, y con el murmullo de sus voces “ascendía del piso bajo el agrio olor de la cuajada y las esterillas sucias. Le placía aquel olor a leche fermentada, punzante y casi humano.” Aquella noche dio mucho de sí para los recuerdos de Daniel, incluidos los que se referían a sus primeros pasos por la vida rodeado de olores propios de la casa de un quesero. “Su padre emanaba un penetrante olor, era como un gigantesco queso, blando, blanco, pesadote. (…) Se gozaba en aquel olor que impregnaba a su padre y que le inundaba a él cuando en las noches de invierno, frente a la chimenea, acariciándole, le contaba la historia de su nombre.” (La historia del profeta Daniel que, encerrado en una jaula con diez leones, no sufrió ningún daño por parte de las fieras.)
“También su madre”, continúa escribiendo Delibes, “hedía a boruga (o requesón que, después de coagulada la leche, sin separar el suero, se bate con azúcar y se toma como refresco”) y a cuajada (“producto lácteo, de textura cremosa, elaborado con leche coagulada por acción del cuajo, que es un fermento que existe en el estómago de algunas crías de animales mamíferos”). Todo en su casa olía a cuajada y a requesón. Ellos mismos eran un puro y decantado olor.” Olor que precisamente a su mejor amigo Roque “no le gustaba, porque olía lo mismo que a pies.” Tanto Roque, como Daniel eran más conocidos por sus apodos el Moñigo, en el caso de Roque, y el Mochuelo, en el de Daniel. A propósito de ello, “su padre luchó un poco por conservar su antiguo nombre y hasta un día se peleó con la mujeruca que traía el fresco (pescado) en el mixto.” Pero en balde, porque casi todo el mundo en el pueblo tenía su mote o cualidad característica, como veremos. Sin ir más lejos, doña Lola, la tendera, recibía el apodo de la Guindilla, que, además de tener un carácter picante como la especia del mismo nombre, era una cotilla que criticaba a las personas ligeramente, como al padre de Daniel, el Mochuelo, del que dudaba “si fabricaba el queso con las manos limpias o con las uñas sucias”. El narrador, que tanto puede ser omnisciente o representante de Daniel, toma partido en la cuestión diciendo: “Si esto le repugnaba, que no comiera queso y asunto concluido”.

Después de Roque, el Moñigo, el mejor amigo de Daniel era Germán, el Tiñoso, hijo de Andrés, el zapatero, el hombre que de perfil no se le ve, apodado así por las calvas de su cabeza debidas a una enfermedad contagiada por los pájaros que su padre a docenas albergaba en jaulas en su casa. Nadie en el pueblo entendía de pájaros como él y “además, por los pájaros, era capaz de pasarse una semana entera sin comer ni beber.”
Germán, sin embargo, para Roque “poseía un valor superior al de un simple experto pajarero (…), significaba un cebo insuperable para buscar camorra” porque Roque “precisaba de camorras como el pan de cada día.” La estrategia del Moñigo constaba de varias momentos: una vez la posible pelea con otros chicos a la vista, le decía al oído a Germán: “Acércate y quédate mirándolos, como si fueras a quitarles las avellanas que comen.” El Tiñoso se acercaba al grupo y se quedaba mirándolos como un pasmado; entonces el jefecillo rival le amenazaba con abofetearlo si no dejaba de mirar. Pero Germán “hacía como si no oyera, lo dos ojos como dos faros, centrados en el paquete de avellanas, inmóvil y sin pronunciar palabra”. Hasta que le caía el sopapo. Momento que aprovechaba Roque para vengar a su amigo dando mamporros a diestro y siniestro. Siempre acababan los tres amigos “sentados en el campo del grupo adversario y comiéndose sus avellanas.” Otras veces los tres inseparables se divertían tirando a los pájaros con los tirachinas, especialmente los domingos por la tarde y el verano, y “para Daniel, el Mochuelo, no existía plato selecto comparable a los tordos con arroz.” Pero era el río el entretenimiento más intenso y completo para ellos. Había un lugar en que “el río se deslizaba entre rocas y guijos de poco tamaño, a escasa profundidad. En esta zona pescaban cangrejos a mano, levantando con cuidado las piedras y apresando fuertemente a los animalitos por la parte más ancha del caparazón.” Y también pescaban muchos pececillos que, a la larga, acabaron despreciándolos por su excesivo número y su fácil captura.

Aquella larga noche, vigilia de su partida a la ciudad para hacerse un hombre de provecho, Daniel recordó el momento en que su madre le explicó que las vacas lecheras llevan la leche en la barriga y la echan por la ubre. Y el niño, que “no había visto leche más que en las perolas y los cántaros”, se quedó maravillado. Tiempo después su padre compró una vaca y le vio ordeñarla, lo mismo que al boticario sus veinte vacas. Y Daniel se reía mucho luego “al solo pensamiento de que hubiera podido imaginar alguna vez que las vacas sin cántaras no dieran leche.”
Y también asuntos delicados referidos a otros vecinos del pueblo, como a las Guindillas, las tenderas, que habían sido tres hermanas de las que quedaban vivas dos de ellas, doña Lola, la mayor, e Irene, la menor, que, según el Moñigo, “tenía el vientre seco” y que un día huyó de casa para entregarse a una aventura amorosa que al fin fracasó; eso levantó las murmuraciones del pueblo, y algunas mujeres se acercaron curiosas a la tienda en busca de más murmuraciones, aunque doña Lola, la Guindilla mayor supo cómo tratarlas; una de esas mujeres, tan cotilla como la propia Guindilla, fue Catalina, una de las hermanas Lepóridas o las Cacas (las llamaban Lepóridas porque tenían “el labio superior plegado como los conejos y su naricita se fruncía y se distendía incesantemente como si incesantemente olisquease”, Cacas porque sus nombres verdaderos eran “Catalina, Carmen, Camila, Caridad y Casilda y el padre había sido tartamudo”); pues bien, Catalina se presentó en la tienda por una peseta de sal y, al oír pisadas en la planta superior, le preguntó a doña Lola si tenía forasteros; la respuesta de la Guindilla mayor fue negativa y como viese que la cliente insistía preguntando irónicamente si no eran ladrones, la cortó entregándole la sal que había pedido y la invitó a irse. Tras la Lepórida, se presentaron en la tienda más mujeres que nunca a comprar también sal con la misma intención que la primera, como la mujer del zapatero, la criada del boticario, el ama de don Antonino y otras veinte mujeres más, “todas iban a comprar sal y todas oían pisadas arriba o se inquietaban, al ver luz en los balcones, por la carrera del contador.”

En el capítulo IX, como en otros, vuelve a escena la noche de los recuerdos de Daniel y “la pequeña historia del valle se reconstruía ante su mirada interna, ante los ojos de su alma, y los silbidos distantes de los trenes, los soñolientos mugidos de las vacas, los gritos lúgubres de los sapos bajo las piedras, los aromas húmedos y difusos de la tierra avivaban su nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad.”