Ayer, domingo 30 de agosto, volvimos a participar en el CONCURSO DE PINTURA RAPIDA de Tossa de Mar. Fue una jornada agotadora sin dejar de lado el calor que hizo, que fue un considerable impedimento para que nuestro trabajo no resultara tan reconfortador como otras veces. Dejando bien claro que nuestra presencia en el Concurso fue como siempre de puro entretenimiento y no buscando reconocimiento alguno, se dio el caso de que el premio principal fue a parar a un pintor cuya obra no se ajustaba a las bases del certamen, ante lo que otros artistas optaron por retirar sus pinturas y venderlas a quien quisiera en el local donde estaban expuestas o en las inmediaciones del mismo. Una pena y una fea imagen para el Concurso, que ya lleva 59 años formando parte de la historia de la pintura catalana y española. Nosotros, sin embargo, nos quedamos con el divertimento experimentado durante las horas que pasamos ideando y pintando un trozo de la vida de Tossa de Mar.
lunes, 31 de agosto de 2015
FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN
Ayer, domingo 30 de agosto, volvimos a participar en el CONCURSO DE PINTURA RAPIDA de Tossa de Mar. Fue una jornada agotadora sin dejar de lado el calor que hizo, que fue un considerable impedimento para que nuestro trabajo no resultara tan reconfortador como otras veces. Dejando bien claro que nuestra presencia en el Concurso fue como siempre de puro entretenimiento y no buscando reconocimiento alguno, se dio el caso de que el premio principal fue a parar a un pintor cuya obra no se ajustaba a las bases del certamen, ante lo que otros artistas optaron por retirar sus pinturas y venderlas a quien quisiera en el local donde estaban expuestas o en las inmediaciones del mismo. Una pena y una fea imagen para el Concurso, que ya lleva 59 años formando parte de la historia de la pintura catalana y española. Nosotros, sin embargo, nos quedamos con el divertimento experimentado durante las horas que pasamos ideando y pintando un trozo de la vida de Tossa de Mar.
jueves, 27 de agosto de 2015
FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN
LEER UN POEMA
No es lo mismo escribir que leer, y no me refiero a que una actividad supere a la otra en dificultad. Porque las dos entrañan ascensiones arriesgadas mientras duran su proceso. Por ejemplo, si nos ponemos a escribir un poema, nos exponemos a no llegar a sitio alguno y todo quede en un borrador que acaba la mayor parte de las veces en la papelera. Pero si lo que vamos a hacer es leer un poema, aunque sea nuestro, nos arriesgamos del mismo modo a no acertar en proyectar los sentimientos con igual intensidad y hasta exactitud que experimentamos la primera vez cuando provocaron el acto inexorable de escribir. Solamente recordar una sola vez alguna oportunidad que en el reciente pasado tuve que leer en voz alta ante otras personas, conocidas o no, me pone muy nervioso. Por eso prefiero quedarme con el silencio e inmovilidad de una foto como la que encabeza esta entrada. Disfruto mucho recordando la complicidad que nace entre el lector y los oyentes en momentos tan milagrosos e irrepetibles como el de una lectura de poemas.
domingo, 23 de agosto de 2015
EL CRUCERO (IV)
Capítulo IV
El hombre del autobús 35
Sábado, 16 de mayo
Menuda noche acabamos de pasar. Se ve que ha habido temporal y mala mar y el camarote no ha dejado de bailar ni el viento de aullar enloquecido en los respiraderos del lavabo. Como una cuna gigante mecida por olas descomunales, el Fantasía iba de lado a lado, y aún ahora, ya de día (son más de las ocho de la mañana), sigue el mismo baile. Todo se mueve a nuestro alrededor; sólo está quieto el horizonte. A través de los cristales del balcón vemos como las altas olas, coronadas de rabiosos espumarajos, llegan sin parar hasta el barco y estallan contra el casco, casi a la altura de los botes salvavidas. En el cielo hay nubes asustadas. Por fin, medio despierto y medio borracho, me meto en la ducha a ver si así me despejo algo. Se me ocurren unos versos que, luego escritos, me parecen que se acercan algo a la impresión que recibo:
El hombre del autobús 35
Sábado, 16 de mayo
Menuda noche acabamos de pasar. Se ve que ha habido temporal y mala mar y el camarote no ha dejado de bailar ni el viento de aullar enloquecido en los respiraderos del lavabo. Como una cuna gigante mecida por olas descomunales, el Fantasía iba de lado a lado, y aún ahora, ya de día (son más de las ocho de la mañana), sigue el mismo baile. Todo se mueve a nuestro alrededor; sólo está quieto el horizonte. A través de los cristales del balcón vemos como las altas olas, coronadas de rabiosos espumarajos, llegan sin parar hasta el barco y estallan contra el casco, casi a la altura de los botes salvavidas. En el cielo hay nubes asustadas. Por fin, medio despierto y medio borracho, me meto en la ducha a ver si así me despejo algo. Se me ocurren unos versos que, luego escritos, me parecen que se acercan algo a la impresión que recibo:
“Ahí fuera estás solo, mar,
bajo el cielo también solo.
Aquí dentro estamos solos:
todo, una inmensa soledad.”
En el buffet L’Africana y Zanzibar, puente 14,
desayunamos junto a un amplio ventanal, a través del cual contemplamos el
solitario mar, todavía algo movido. La gente va de aquí para allá como borracha
todavía de la pasada noche, cargada de platos con comida y recipientes para el
café con leche y zumos; suenan conversaciones y risas por todas partes, pero
también llantos de niños pequeños. El bullicio empieza de buena mañana.
Acabamos de desayunar y decidimos bajar a la Recepción para hacernos con un
plano del Fantasía, como si la fantasía se pudiera abarcar en un simple plano,
y con las actividades del día distribuidas por puentes. Antes, veo en la última
cubierta volar el pelo de mi mujer porque el viento sigue haciendo de las
suyas, aunque en esta ocasión acentúa su belleza.
A todo esto Marsella está a la vista y desde el balcón
de nuestra cabina vemos cómo el barco se acerca a la ciudad francesa y se
divisan perfectamente los arcos de la costa sobre los que se asienta la estrada
que llega a Marsella. Un velero cruza por delante de nuestros ojos sobre un mar
más tranquilo. Pienso unos versos:
“Por fin la costa.
Me siento más seguro
si tengo a la vista tierra,
como cuando tengo en mi mano
la mano de quien más quiero
y no quiero que me deje.”
Y cuando el Fantasía ha atracado en el muelle de la
Estazione Maritima y deja de temblar tras haber detenido los motores, bajamos a
nuestra primera aventura en tierra. Ya he consultado mi información sobre
Marsella y creo que lo mejor que tiene de ver es el barrio de la Joliette y el
cercano Puerto Viejo, sin olvidar el Museo de Bellas Artes de Marsella, en el
que se encuentra el bello lienzo de Caravaggio, La Magdalena, del que me había hablado mi hijo mayor antes de
iniciar el crucero. Así que decidimos tomar el autobús 35 que nos llevará
directamente a la zona. El camino hasta el bus está marcado con una línea verde
y detrás de nosotros vienen más pasajeros. Pero como la línea de la esperanza
es demasiado larga, sólo nos siguen hasta la parada del autobús dos o tres
parejas y un hombre solo, de parecida edad a la mía, pero más alto y grueso que
yo que va dando muestras de cansancio. Más tarde me enteraré de que es el
hombre que me viene siguiendo desde el mismo momento del embarque en Barcelona.
El autobús 35, con el motor en marcha, espera a que
toda la gente que va al barrio de la Joliette llegue a él, así que estamos más
de un cuarto de hora esperando, sentados, eso sí, a diferencia de la gente que
ha subido después de nosotros, incluido el hombre gordo y alto que suda como un
endemoniado y que se queda cerca de la entrada agarrado a una barra de hierro
del vehículo. De vez en cuando, durante el trayecto, nuestras miradas se
cruzan, pero eso ocurre a menudo entre los pasajeros de un medio de transporte urbano y nada sospecho. Entramos en Marsella por la
Rue des Docks, una avenida concurrida de coches y a los pocos minutos el 35 se
detiene. Corre la voz entre los pasajeros de que es la parada. Efectivamente,
todos debemos bajar aquí. Alguna mujer
se encara con el conductor, pero éste ni se inmuta; debe de estar acostumbrado a este tipo de recriminaciones.
Una vez apeados, vemos por todas partes letreros alusivos al barrio de la Joliette,
y, nada más cruzar una esquina, divisamos a la derecha la hermosa silueta de la
catedral de Santa María la Mayor, con sus torres y sus cúpulas singulares de
arte romano-bizantino, y hacia ella nos dirigimos sin pensarlo un segundo. En
realidad, según la información que tengo, consta de dos iglesias, la más
antigua de las cuales, de estilo románico, fue reconstruida entre los siglos XI
y XII. La otra iglesia fue levantada en el siglo XIX en estilo bizantino con
elegantes piedras y mármoles italianos, que le confieren ese aspecto de cebra
religiosa.
Hace mucho calor y estamos deseando llegar a la explanada sobre que
se asientan, y por una escalinata que se nos pone en medio, llegamos a ella.
Desde la explanada, la vista de las dos iglesias unidas es espléndida. Nos
hacemos fotos en los que salen como fondo el magnífico conjunto y nos colamos
en su fresco interior. El suelo está cubierto de limpios mosaicos, la mayoría
de ellos con formas geométricas o vegetales, y se abren a los lados de la nave
principal curiosas capillas. Por una especie de girola damos la vuelta al altar
mayor. Cuando, finalmente, salimos, llevamos en la mirada las dos Piedades que
hemos visto en su interior. El sol cae a plomo a estas horas del
mediodía y, mientras por otras escalinatas descendemos al Puerto Viejo, columbramos
subida a la colina más alta, frente al mar, la basílica menor de Nuestra Señora
de la Guardia. En el Puerto Viejo se avienen perfectamente los edificios
modernísimos como el Mucem (Museo de las Civilizaciones), con los más antiguos,
como los fuertes de San Juan y San Nicolás. Al lado hay una dársena de agua
verde surcada por veleros y barcos turísticos, y junto al muro calado del
Mucem, un pequeño muelle huérfanos de barcos donde varios chavales aprovechan la circunstancia para jugar a zambullirse en el
agua. El calor aprieta y no llega a ser sofocante porque el viento sopla sin
parar.
Tras el largo paseo, y hacer una visita bastante
rápida al Museo de Bellas Arte, instalado en el ala izquierda del Palacio
Longchamp, volvemos al autobús 35. Casualmente (luego supe que no era así),
subió con nosotros el hombre alto y gordo que no había logrado deshacerse del
sudor. Se sentó al fondo del bus y nosotros lo hicimos frente a la puerta de
salida. El estómago me daba vueltas y, al llegar al gigantesco hotel flotante,
lo primero que hicimos fue subir al buffet Zanzibar, piso 14, y meternos entre
pecho y espalda unos cuantos platos de verdura, carne y fruta. Y como convenía ayudar
a hacer la digestión, cogimos de nuevo el ascensor para bajar al
Fantasía Bar, donde nos dimos el gusto de tomar café y yo de añadir al
mío una Grappa affinatta que puso digno broche de oro al irrepetible
momento.
Las cinco de la tarde. Hora de siesta y no de toros,
como en el poema de Lorca. Me meto en la cama y no hago más que apoyar la
cabeza en la cómoda almohada cuando (algo me olía yo) suena la megafonía del
Fantasía (sin ninguna concesión a la ilusión o la quimera que el nombre
significa y al relax mágico que la suele acompañar) convocando a los pasajeros
que han embarcado hoy en Marsella y a los que embarcamos ayer en Barcelona, y
que ayer no respondimos a la llamada por necesidades gastronómicas, para que
acudamos tras tres pitidos cortos y uno largo a la planta 7, L’ Insolito Lounge,
con nuestros chalecos salvavidas para escuchar las instrucciones sobre cómo usarlo
en caso de emergencia. Con el gesto torcido me tiro de la cama sin haber
saboreado el gusto de la siesta, y tras recoger del alto del armario los rojos
chalecos salvavidas, salimos al pasillo. Allí nos espera una tripulante con el
chaleco ya puesto que nos invita a seguirla hasta la cubierta. Nos ayuda a
ponernos el nuestro y continuamos el camino por las escaleras de la cubierta
exterior, mientras más pasajeros se nos van uniendo. En cuanto llegamos a la
sala de encuentro, ya bastante concurrida de pasajeros y de miembros de la
tripulación que de pie se repartían por la sala, nos sentamos en espera a que un
oficial, con un micrófono en la mano, empezara
a darnos las pertinentes instrucciones.
Casi una hora… ¿perdida? Tal vez sí, tal vez no.
Porque las reglas internacionales suelen ser muy severas y rigurosas y de
estricto cumplimiento en este tipo de simulacros, y hay que transigir.
Y ahora, las seis y media de la tarde, rota ya la
siesta e imposible de recuperar, me dedico a apuntar estas breves notas y a
leer el Magazine Tour del MSC que recogí en la planta 7 tras echarme al coleto
la digestiva Grappa. Y la primera en la frente: Pura y dura publicidad de la
naviera italiana: “Haga de cada momento en tierra una experiencia inolvidable
con las excursiones MSC. ¿Por qué escoger una excursión MSC?” Etcétera.
Nosotros, por nuestra parte, con nuestra filosofía de patear las ciudades para
conocerlas mejor, pocas pensamos hacer con MSC. Y no estoy criticando.
Simplemente expongo otra manera de viajar, equivocada o no, la nuestra.
Justo a las 7 de la tarde, hora prevista, el Fantasía
zarpa de Marsella rumbo a Génova, la segunda escala de nuestro crucero. Desde
el balcón del camarote veo cómo el transatlántico deja poco a poco la dársena
donde ha permanecido atracado desde las doce del mediodía, mientras una parca
bandada de gaviotas vuelan un rato a su costado como despidiéndole. Dentro de
un rato, en mar abierto, ya no habrá rastros de gaviotas por ninguna parte. Y
la soledad de nuevo hará su aparición. Cada vez más pequeña en la lejanía,
Marsella se va quedando al oeste, donde aún el sol sigue reinando. Ya sólo
distingo desde el balcón, subida en su colina, la esbelta silueta de la iglesia
de Nuestra Señora de la Guardia, verdadera guardiana de la costa marsellesa.
Finalmente, el barco piloto que ha venido acompañando durante unos minutos al
Fantasía, da la vuelta. Es hora de arreglarnos para bajar a alguna sala de la
planta 7, sin duda nuestra favorita, a escuchar música de saxofón o piano y a
tomar alguno de los exóticos cócteles que se toman ahí, en espera de la hora
del espectáculo en el Teatro L’Avanguardia, antes de ir a cenar en Il Cerchio
D’Oro, en la mesa que tenemos reservada y adjudicada para ocupar en el segundo
turno, el de las 9, el más adecuado a nuestras costumbres gastronómicas. Vida
de felices jubilados. ¡Bendita sea la vida vivida así!
En el Teatro vemos un espectáculo dedicado a recordar
los temas más conocidos de Michel Jackson, ¡y de qué modo nos los ha recordado!
Hasta el bailarín que imita al mágico hombre negro que eligió la apariencia de
hombre blanco para cantar como los ángeles y bailar como el más endiablado de
los demonios, nos ha dejado estupefactos; así que casi nos rompemos las manos de los aplausos que le dedicamos. Sus
deslizamientos sobre el piso del escenario, giros increíbles de cabeza, tronco
y extremidades, sus ricos y variados trajes, todo constituía una perfecta
imitación del autor de Thriller.
Además la coreografía perfectamente sincronizada con sus acompañantes, los
efectos especiales de luz y sonido, proyecciones cinematográficas de momentos
de la vida de Michel Jackson y la admirable caracterización de los personajes
formaban la idónea sinfonía del resultado final, absolutamente magistral.
Y después la cena en Il Cerchio D’Oro. Todo un
misterio. ¿Con quiénes compartiríamos la mesa reservada? Pensábamos que sería
con españoles. Y así fue, pero no esperábamos que hiciéramos tan pronto buenas migas. Tres
parejas más de comensales, una de Aragón, otra de Madrid y la tercera de Santa
Cruz de Tenerife. Tras las presentaciones, las primeras afinidades y desde
luego las primeras alegrías (de momento, nos resultó mucho más agradable que la
cena de la noche anterior, en la que parecíamos dos caracoles pegados a un
espejo en medio de aquellas charlas amigables de las tres parejas que hablaban
francés y reían sin parar). Pero aún era precipitado empezar a compartir
también el rato de baile en L’Insolito Lounge de la planta 7, adonde pensábamos
acudir. Nos despedimos hasta la próxima y hacia la discoteca nos fuimos. La
pista de baile estaba a rebosar y lo mismo los asientos circulares de la sala,
pero aún así encontramos una mesa y dos asientos en un lateral. Bebimos alguna
cosa (yo un whisky con hielo para empezar y mi mujer un Dirty Banana que le
encantó) y bailamos unas cuantas piezas musicales tocadas por la orquesta de
turno, hasta que, cansados de la jornada en tierra francesa y las emociones del
día a bordo, subimos al camarote, a descansar.
Metidos en la cama, vimos por la cadena de Tve
Internacional lo que quedaba de la película Tirant
Lo Blanc. Y mientras Carmesina, tras la muerte de su amado, pasa también a
ser ceniza y olvido, nuestros ojos se van cerrando de sueño y de cansancio.
Apago la tele y las luces de la cabina. Y medio dormido ya, oigo a mi mujer preguntarme si me he fijado en el hombre gordo y alto que sudando se había ido con
nosotros en el autobús 35 a
Marsella y sudando había vuelto con nosotros en el mismo autobús a la Terminal
donde estaba atracado el Fantasía. Le digo que sí, pero que eso no significa
nada, que es pura casualidad. Con la voz casi desfallecida por el sueño, mi
mujer me contesta que sí, que es casualidad, pero que durante la cena ocupaba
una silla en la mesa de al lado y no dejaba de mirarme. Casualidad de
casualidades. Y en un último aliento antes de dormirme definitivamente, le
digo:
“A lo mejor quiere ligar conmigo.” No oí su leve risa,
camuflada también en la nube del primer sueño.
viernes, 14 de agosto de 2015
EL CRUCERO (III)
Aproximadamente,
un año después.
Noche del 15 al 16 de mayo.
Pasan ya cuarenta y cinco minutos de la medianoche y
la fiesta continúa en L’Insolito Lounge del Fantasía. Todo me
parece eso: una fantasía, después de que a media tarde del viernes 15
llegáramos a la Terminal, donde embarcamos, hechos dos flanes ante la aventura
de nuestro primer crucero por el Mediterráneo occidental. Mientras escribo
estas rápidas notas en nuestro camarote
del Puente Radioso, siento bajo mis pies la vibración de todo el barco,
este complejo turístico de 16 plantas flotante, con sus piazzas y sus vias, su casino
y su teatro, biblioteca, buffet, restaurante, cafeterías, salas de baile,
piscinas…, este gigantesco hotel que se desplaza majestuosamente sobre el mar
frente a la costa lejana encendida y va dejando atrás inmensas estelas de
espuma. No puedo olvidar el trajín del primer momento, antes de subir a bordo:
controles de seguridad, la entrega de la cruise card, que nos servirá durante
todo el viaje de identificación para cuantos trámites efectuemos, la fotografía
de identificación, decenas de recomendaciones para vivir a bordo, desembarque y
embarque en las escalas… y luego la pasarela que conduce al interior del barco,
y el camino a los ascensores, y el deck nain (sigo practicando idiomas), donde
al fin llegamos a nuestra cabina después de recorrer el camino de Santiago en
cambios de rumbo, esquinas y pasillos alfombrados. Nuestro camarote es
deslumbrante y nada tiene que envidiar a la habitación de un hotel de cuatro
estrellas. Espejos, cuadros con temas marinos, mesa escritorio y mueble para la
televisión, mesa de centro, un gran sofá y la enorme cama como un campo de fútbol
con un cabezal verde almohadillado que llega casi al techo. Respiramos antes de
admirar también el coqueto cuarto de baño provisto de todo lo necesario para el
aseo. Y, finalmente, el balcón, a través del cual, nada más descorrer la
cortina, descubrimos a nuestro persistente acompañante, el misterioso y
solitario mar. ¿Qué más se puede pedir? Y, hablando de ello con mi mujer, suenan unos golpes a la puerta del
camarote. Es nuestro camarero particular, un simpático hondureño que se llama
Noé; sí, como el personaje de la Biblia, el cual nos pone al corriente en pocos
minutos de los lugares más importantes del Fantasía y de la manera más rápida y
fácil de llegar a todos y cada uno de ellos. A una de nuestras preguntas nos responde que se
encargará personalmente de meter nuestras maletas cuando lleguen. Luego se
despide. Nosotros, en espera de que lleguen nuestras maletas, nos dedicamos a
explorar el barco y nos olvidamos enseguida del aviso que dan por los altavoces
de bajar con el chaleco salvavidas al Teatro L’Avanguardia donde nos darán
instrucciones sobre cómo utilizarlos en caso de…, decía que nosotros nos olvidamos
del aviso cuando dimos con el restaurante Il Cerchio D’Oro, que es el lugar
donde tenemos nuestra mesa reservada para cenar todas las noches en compañía de
otras tres parejas españolas. Y como ya sentíamos las mariposas del apetito revoloteando
en el estómago, nos colamos en el lujoso comedor para cenar. Como es la primera noche, los camareros nos
conducen hasta una mesa ocupada en parte ya por tres parejas de
extranjeros. Cambiamos de vez en cuando con ellas alguna palabra en francés,
que es el idioma que emplean, para decir que oui, que es la premier fois que
cogemos un crucero, y alguna cosa más sobre el espectáculo que presentan hoy en
el Teatro. El resto del tiempo hablamos entre nosotros dos sobre los platos que nos sirven, apetitosos y sugerentes, a la vez que tomamos la decisión de acudir al Teatro cuando acabemos de cenar.
A todo esto, el barco
sigue vibrando bajo nuestros pies, aún sin zarpar, pues la salida de Barcelona
no tendrá lugar hasta las 23 horas.
En cuanto acabamos de cenar, subimos al deck seven y
lo atravesamos casi completamente pasando por hermosos rincones, cada uno con
su nombre (La Cantina Toscana, Il Cappuccino, Manhattan Bar, Il
Transatlántico…) hasta llegar a los asientos altos del Teatro (a los bajos se
llega por el piso 6). El espectáculo se titula Pirate y está a punto de
comenzar en su segunda sesión (la primera empezó a las 19’30). Tomamos posesión de unas
cómodas butacas y antes de aparecer el presentador para anunciar el espectáculo
y descorrerse el gran telón del escenario, nos da tiempo de examinar el
espléndido y amplio espacio del teatro, situado en la proa del Fantasía, con el
techo simulando olas y los palcos en semicírculo perfectamente cuidados. La
iluminación es igualmente soberbia.
Seguimos subidos en una nube (y eso que viajamos en un barco) y nos recreamos con el
momento que estamos viviendo.
El Teatro se ha llenado totalmente en el momento en que las luces se apagan y
el presentador, iluminado por un círculo de luz blanca que brota de la máquina
que manipula un empleado, presenta el espectáculo en todos los idiomas
importantes del mundo (los franceses que compartieron la mesa con nosotros
hablaban que en el Fantasía viajan pasajeros y tripulantes pertenecientes a
alrededor de cincuenta lenguas diferentes, si bien el presentador sólo empleó
las cinco más importantes de Europa, incluido el español).
Absorto ante toda
aquella maravilla que a nuestro alrededor se desplegaba a cada segundo, aún no
había caído en la cuenta de que un pasajero aproximadamente de mi edad seguía mis movimientos
desde Il Cerchio D’Oro; el narrador, que quisiera ser omnisciente, en este caso se encontraba in albis y desconocía completamente qué intenciones movían a ese pasajero desconocido. Así que,
pendiente del espectáculo y de mi mujer que como yo no cabía de gozo en el
cuerpo, me divertí muchísimo contemplando las idas y venidas de los piratas que
en el escenario cantaban, bailaban, tocaban músicas diversas, realizaban acrobacias
de circo y contorsiones y gimnasias en el suelo, así como juegos malabares y
también de magia (el mago en cuestión hizo aparecer y desaparecer a una mujer en una
caja negra valiéndose de amplias telas del mismo color). Un espectáculo para el
universo allí reunido.
Encantados con
lo presenciado en el escenario, volvimos al camarote para comprobar si Noé había
metido ya las maletas, y, por suerte, comprobamos que así era. Además había dejado sobre el campo de fútbol de
nuestra cama el Daily program, con
las actividades del día 16 de mayo escritas en español. Les echamos una ojeada
rápida y con más rapidez aún nos pusimos a deshacer las maletas y a colocar en
los armarios (abundantes perchas y cajones nos facilitaron la labor) las prendas
de vestir y otros enseres que hemos traído al Crucero). Cuando acabamos, elegimos en el deck
seven, L’Insolito Lounge, que es donde está la discoteca, y bajamos a él en
ascensor. No estaba muy llena porque muchos de los pasajeros que viajaban ya en
el Fantasía se habían ido a visitar Barcelona. Así que a nuestras anchas
escogimos un rincón y nos sentamos esperando a que una camarera viniera a
servirnos antes de lanzarnos a la pista de baile, sin caer en la cuenta de que
el viajero que me seguía desde nuestro embarque se encontraba allí también. Luego de pedir unos cócteles sin alcohol por
ser el primer día (ya habrá tiempo de probar algunos subidos más de tono, que
no de sabor), salimos a la pista. Allí al son que marca la orquesta bailamos
unas cuantas piezas lentas y algún rock antes de volver a nuestros cómodos
asientos. Para entonces ya habían vuelto a bordo los pasajeros que habían
bajado a visitar Barcelona y en la discoteca ya no cabía una persona más. Y en unos segundos
oímos el ruido estremecedor de los motores del transatlántico al ponerse en
marcha y preparar la partida. Y enseguida empezó a moverse casi imperceptiblemente
el gigante señor del mar de más de
trescientos metros de eslora, casi cuarenta de manga y más de sesenta metros de
alto, construido en 2008 y bautizado acertadamente Fantasía por la despampanante
actriz italiana Sofía Loren, el gigante hotel flotante que nos llevaba hacia la costa de Francia, a
Marsella concretamente, primera escala de nuestra navegación y a la que tiene
previsto llegar mañana 16 de mayo a mediodía.
Y aquí alrededor de la una y media de la madrugada, ya
de vuelta al camarote (por hoy ya está bien de emociones), acabo de redactar
estos apuntes de ver y sentir.
martes, 11 de agosto de 2015
FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN
UN PAISAJE INVENTADO
Nunca pude imaginarme que este cuadro quedara como ha quedado. Claro que en esto de crear lo que importa no es el contenido sino la forma, la manera de representarlo. La ocurrencia de incluir la iglesia de Santiago del Burgo, que se halla en el centro de la ciudad del alma, escuchando las pisadas y las conversaciones de los paseantes que suben y bajan por delante de ella, en medio de la inmensa soledad de un paisaje de montaña y lago, me lleva a pensar que a veces las cosas son, no como las vemos a diario en su sitio de origen, sino como queremos verlas, acompañadas del amor de nuestras miradas. Y ahora, al ver este cuadro luciendo en una de las paredes de mi casa, comprendo que Santiago del Burgo bien pudo nacer en medio del campo, como lo hizo el otro Santiago, el de los Caballeros, donde dice la leyenda que fue armado caballero el joven Cid Campeador. Yo puedo decir que he sido armado caballero de las cosas inventadas del mundo de la pintura en este Santiago del Burgo que mira desde sus ventanas de medio punto.
viernes, 7 de agosto de 2015
EL CINE INTEMPORAL
Una jornada particular, de Ettore Scola, 1978, protagonizada en sus principales papeles por Sophia Loren y Marcello Mastroianni, se trata de un film lleno de emociones en el que lo que más importa es ver cómo hasta la soledad más marginada o humillada encuentra en medio de su curso sin esperanza un breve paréntesis, que no llega a un día pero que es suficiente, de vida plena, de amor, de liberación en una palabra. La primera soledad es la de Antonietta (Sophia Loren), ama de casa, madre de seis hijos y esposa de un fascista fanático, machista a ultranza por más señas, que se siente explotada por la vida doméstica y ahogada por la rutina conlleva. La segunda soledad es la de Gabriele (Marcello Mastroianni), un locutor de radio que ha sido despedido de su trabajo por ser homosexual, con lo que se siente marginado y discriminado injustamente de la sociedad. ¿Y cuál es la historia que relaciona a ambas soledades haciéndolas vivir una jornada de intensa felicidad? Brevemente expuesta, sería más o menos así. La jornada del 6 de mayo de 1938 toda Roma se vuelca en acudir al desfile militar que el duce Mussolini ha preparado para honrar la visita que le ha hecho Hitler. Y mientras, como digo, todos los romanos, incluida la familia de Antonietta, salen de sus casas para vitorear a los dos máximos dirigentes del Fascismo, y el edificio donde viven los dos protagonistas se queda vacío, salvo ellos dos y la portera, a Antonietta se le escapa Rosamunda, un pájaro parloteador que repite sin cesar su nombre, que va a parar a los ventanales de enfrente, justo donde vive Gabriele. Y para recuperar a su pájaro, la mujer acude a la vivienda del hombre. Y ahí empieza una relación que ambos parecían estar buscando desde siempre para liberar sus respectivas frustraciones por medio de confidencias y confesiones, unas hechas en casa del locutor de radio, y otras en la del ama de casa. En diálogos y escenarios sumamente cuidados asistimos a la evolución de los sentimientos amorosos que unen a los dos solitarios, a quienes no les importa absolutamente nada, ni siquiera el qué dirán de la gente, de la portera por ejemplo que informa a Antonietta de la situación personal en que se encuentra Gabriele y su razón. Apoyándose mutuamente, dejarán que se cumpla lo que el destino ha elegido para ellos, en una jornada particular, y no por la visita de Hitler a Roma precisamente, que podría ser así históricamente considerada, sino la del amor y la inmensa felicidad que viven los dos solitarios, los dos marginados, aunque sepan que cuando acabe toda la parafernalia del desfile (de hecho sirve de verdadero fondo sonoro de la película la voz del locutor de la radio que está radiando los pormenores del desfile), se reencontrarán con sus respectivas vidas, Antonietta volviendo a las labores del hogar, completamente serviles y sin reconocimiento alguno por parte de su marido el fascista fanático, y Gabriele recogiendo sus últimas cosas antes de que dos policías secreta lo acompañen hasta el barco para ser confinado en un campo de concentración, suerte que ya corrió su amigo Marco, con el que le vemos hablar por teléfono en un momento clave del film. Sin embargo, conviene dejar bien claro que la historia está narrada sin estridencias, sin fáciles sentimentalismos, lo que convierte a Una jornada particular en una película simbólica y representativa del mejor cine italiano de todos los tiempos, modelo de buen hacer, tanto en la dirección como en la interpretación, que se combinan de la mejor forma posible.
lunes, 3 de agosto de 2015
EL CRUCERO (II)
Capítulo II
El propósito
El propósito
Y a partir de
ese momento se refugió en una sola idea. No había otra conversación en casa con
su mujer que no saliera a relucir la aventura de realizar un crucero por el
Mediterráneo occidental. A su esposa la idea no le parecía descabellada; ni
mucho menos, porque en más de una ocasión el tema de los cruceros había sido
tratado en el círculo de amigas del Café Lisboa, y alguna de ellas conocía a
gente que había viajado alguna vez en un barco italiano y decía maravillas de
lo vivido a bordo; así que ella había empezado también a desear en lo más
profundo de su corazón realizar algún día uno de esos viajes por mar. Pero no
lograba entender por qué de la noche a la mañana a su marido le había entrado
en la cabeza la idea de hacerlo. Por supuesto Bautista Santos ocultó a su mujer
el verdadero motivo de su propósito y, en cambio, siempre acababa la
conversación con las mismas frases:
“Mujer, tanto
tú como yo nos merecemos un viaje de esa clase. Hemos trabajado sin descanso
toda la vida y, gracias a Dios, nos hemos hecho con algunos ahorrillos. Y ahora
que ambos estamos jubilados, es el momento de invertir parte de ellos en un
crucero.”
Y así un día y
otro día, especialmente a partir de la fecha en que asistió a la presentación
del cuadro de Caravaggio en la
Catedral , Bautista sacaba a colación el tema del viaje por el
Mediterráneo occidental. Hasta que una tarde, su mujer, tras asistir al
acostumbrado círculo de amigas del Café Lisboa, y completamente convencida de
la posibilidad de embarcarse un día con su marido, le dijo:
“Pero
Bautista, no sé si sabes que ese crucero tiene su salida del puerto de
Barcelona. Y nosotros estamos a casi mil kilómetros de distancia. ¿Cómo lo
hacemos?”
Y como era esa
la pregunta que el profesor de arte jubilado esperaba con tanto afán que su
mujer le hiciera finalmente, le contestó sin titubear:
“¿Que cómo lo
hacemos? Nada más fácil, mujer. Yéndonos a vivir a Barcelona.”
“Pero
Bautista…”
“Nada de
peros. Tampoco digo que lo hagamos hoy mismo o mañana o la semana próxima. Pero
si tú estás animada a hacer ese crucero, podemos empezar a consultar por
Internet cómo están los precios del alquiler de los pisos en Barcelona.”
“Pues me
imagino, querido, que por las nubes.”
“Habrá de
todo, como en todas partes. Además podemos vender el nuestro. Sacaremos un buen
pellizco por él. Está muy bien situado, se encuentra en muy buen estado y sus
dimensiones son las más adecuadas para una familia de pocos miembros, dos,
tres, como mucho, que es la media que existe hoy en día en toda España…”
“Bueno, ya
hablaremos, Bautista. Pero con calma. Estas cosas hay que hacerlas con mucha
calma. No quiero que te tomes este
asunto demasiado apasionadamente. No me gustaría que tu… que la enfermedad que
tienes sufriera alguna crisis, que…”
“Me medico, me
medico. No dejo de tomar un solo día la dosis que me prescribió el doctor. Y me
encuentro bien. Alguna noche me despierto sobresaltado, pero pronto se me pasa.
Por eso no te preocupes.”
Y así quedó la
cosa. Pero al día siguiente, Bautista, más excitado que de costumbre, volvió de
la biblioteca donde consultaba Internet con un listado de pisos de Barcelona
cuyo alquiler estaba dentro de las posibilidades pecuniarias del matrimonio. Y
al siguiente, con un folleto que había imprimido de Google con el itinerario
del crucero del Mediterráneo occidental y las fechas de salida para el año
siguiente.
“Pero,
querido, si todavía falta un año. ¿Por qué no nos dedicamos antes a consultar
el asunto del piso? Y luego, una vez en Barcelona, ya veremos qué hacemos.”
El profesor de
arte jubilado pareció conformarse con las palabras de su mujer, y pasó el resto
del año más o menos tranquilo, sin dejar, eso sí, de repasar las notas que
tenía y de confeccionar otras nuevas sobre su pintor favorito, que no era otro
que Caravaggio. Pero al empezar el año, cuando a su mujer le tranquilizaba cada
vez más verle inmerso en su lectura y escritura habituales sin las inquietudes
y sobresaltos de rigor, una tarde fea y fría de enero, salió de su cuarto
descompuesto esgrimiendo en una mano una nota que acababa de actualizar sobre
la obra de Caravaggio y exclamando:
“¡Hay que ir a
ese crucero! ¡Lo sabía! ¡La obra corre peligro!”
La mujer
intentó calmarle, pero fue inútil. Bautista seguía en lo suyo, y con los ojos
abiertos desmesuradamente, señalaba con el índice de una mano la hoja que
sostenía la otra.
“Aquí lo dice:
Caravaggio, violento y pendenciero, vivió una vida casi insoportable por la
crítica de su obra, rechazada a menudo por el clero, y murió, irónicamente,
febril y obsesionado con un navío que creía que había partido con sus
producciones, que guardaba en un almacén cercano. Tengo que ir, querida.”
“¿Pero adónde,
Bautista?”, le preguntó su mujer, angustiada, temiendo que hubiera dejado de
tomar la medicación y de nuevo tuviera aquellos ataques alucinatorios en los
que le parecía oír voces de gente de pintura que llevaba muerta siglos. “¿Dónde
quieres que vayamos?”
“¡A Barcelona,
a coger ese crucero que hace escala en La Valeta !”
La mujer, que
no quería llevarle la contraria para no provocarle otra crisis, asintió en
silencio y luego añadió resignada:
“Pero antes,
querido, tenemos que buscar un piso en Barcelona.”
Eso ocurría en
enero. Y a mediados de febrero, ya la pareja vivía en un piso alquilado de la
calle del Olmo de la ciudad condal, muy cerca del puerto. Al poco tiempo
hicieron algo de amistad con otra pareja que conocieron en el barrio, durante
uno de los frecuentes paseos que Bautista y su mujer realizaban por los muelles
vecinos hasta la Barceloneta. Enseguida tomaron la costumbre de tomar el vermut
los cuatro en una terraza de cara al mar. Las dos mujeres se llevaban muy bien
y hablaban de todo, mientras que los dos hombres apenas cambiaban dos palabras
para hablar del tiempo.
“¿Por qué no
habláis más?” le preguntaba al principio su mujer.
Y él le
contestaba:
“No tiene
conversación. Si al menos leyera más, pero es que no sabe nada de arte ni de
museos ni de nada.”
Y ella
insistía:
“Háblale tú.”
“No sé de qué
hablar con él. Sólo me habla de las partidas de petanca que jugaba con otro
jubilado del barrio. Pero al morirse, ya no tiene con quien jugar.”
“¿Por qué no
te compras un juego de bolas y juegas con él?”
“¡Sí, sólo me
faltaba eso! ¡Jugar a la petanca!”
“Pues te
entretendrías un poco más y descansarías de tanta lectura y escritura…”
“No insistas
más, por favor.”
Y ella no
volvió a sacar el tema. Siguieron tomando juntos los cuatro el vermut algunos
sábados en la terraza del bar de la Barceloneta, mientras que las mujeres se
veían a menudo para ir de compras por los alrededores de la Plaza de Cataluña.
Y así siguieron hasta que el día de Sant Jordi, mientras paseaban las dos
mujeres entre los puestos de libros de la Rambla, a la amiga se le ocurrió
hablarle de un crucero que pensaban realizar su marido y ella por el Mediterráneo
occidental. La esposa del profesor se echó a temblar, mientras un sudor frío
cubría su frente.
“¿Qué te
pasa?”, le preguntó su amiga al verla en ese estado.
“Nada. Ya te
lo contaré en un sitio más tranquilo.”
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