miércoles, 24 de septiembre de 2008

ANTONIO MATEA, EL POETA DEL BARRO

10.

“Pero decir amigo y serlo es más difícil.”

Ese mismo año, imitando tu libro de sonetos, acabé de confeccionar una colección con el nombre común de Vuelve el río a su montaña. Eran sonetos que, como ya he adelantado, se hacían ecos de emociones vividas en la ciudad natal durante la infancia y los primeros años sesenta. Eran miradas nostálgicas al barrio y a las huertas, a juegos y aventuras, al mundo de la escuela y de la iglesia, al influjo de las manos y presencia de los padres, la casa y sus dependencias… Ya sabes, Antonio, que ese cuaderno lo mandé al Boscán y consiguió llamar la atención del jurado, aunque no ganó el premio y se conformó con ser sólo finalista. El secretario, a la hora del fallo del galardón, en la sede del Instituto Catalán de Cooperación Iberoamericana, me dijo que en la línea que había escogido yo para hacer poesía no veía que pudiera lograr un día el Boscán pues ya esa vertiente había sido suficientemente premiada hasta ese momento. Le agradecí las palabras sinceramente y me quedé con cara de póquer porque no sabía escribir de otra manera, ni en cuanto a los temas ni en cuanto a la expresión. Quizás por ello, respeté algunos de esos sonetos y construí con ellos la primera parte del que sería mi primer libro publicado en Rondas, editorial en la que tú ya habías dado a conocer poemarios como La mosca o los Sonetos en gris mayor. Ese libro primero mío en Rondas se tituló Agua vivida, y la primera parte formada por esos sonetos la titulé, precisamente en homenaje a aquel cuaderno del Boscán, Vuelve el río a su montaña. En Semana Santa de ese año me llevé a casa los ejemplares del libro y uno de ellos te lo dediqué a ti. No necesito decir que lo leíste con la atención y generosidad acostumbradas y en la primera tertulia tras las vacaciones me entregaste un poema que se refería a Agua vivida. Siempre hacías lo mismo. En vez de exponer verbalmente tu parecer sobre el libro, preferías hacerlo de la mejor manera que sabías, escribiendo un poema que hiciera alguna referencia al libro en cuestión. Leo un libro se titula el mencionado poema y discurres por él como si estuvieras diciendo en voz alta lo que piensas:
“A veces la mano de un amigo
nos entrega un hijo,
nos entrega un libro,
su hijo más ilusionado,
el lirio de su personalidad,
una ilusión que hierve,
que chorrea en las venas
el ansia de su melancolía.
Cuando este amigo
nos da Agua vivida,
nos entrega recuerdos,
niños y jóvenes que él ha sido sucesivamente
y nos entrega el hueco de su patria,
de su Zamora…”
No podía decirse mejor. Tenías una destreza inhabitual de acertar con la emoción y la idea contenidas en los libros. Y te lo voy a decir ahora. Ahora que es ya tarde te digo que tenías verdadera madera de crítico acertado, y así lo demostrarías con el paso del tiempo cuando tu pluma fue dejando la poesía para frecuentar la prosa lenta y acerada del periodismo, de los artículos y gacetillas en los cuales te movías con evidente soltura.















11.

“Pero poeta es –nadie lo advierte—
el ángel solamente de los sueños,
la luz que te despierta dorándote los párpados.”


Y hablando de críticas y opiniones acertadas, me viene a la memoria el suceso ocurrido en la Casa Regional de Albacete y Murcia por aquel entonces, ¿recuerdas? Juan Pastor, maestro y poeta, que no maestro de poetas, como tú decías, llevaba la sección cultural y literaria de la Casa. Alguna vez al año íbamos a comer el rancho casero que servían en el restaurante del Centro las dos familias, la tuya y la mía, y pasábamos buenos ratos en aquel caserón de la calle Puertaferrisa, en pleno corazón del Barrio Gótico barcelonés. Luego se instituyó un premio de poesía y Pastor recurrió a nosotros dos y a Vicente Rincón para que hiciéramos de jurado. Al principio fue muy bien la cosa. Leíamos los poemas presentados y nos sentábamos a deliberar en el bar de la sede mientras tomábamos unos pinchitos y unas cervezas. Con Vicente era fácil llegar a un acuerdo. Una vez que tú y yo le habíamos echado el ojo a un poema decente, era fácil convencer a Rincón de la valía de los versos en cuestión. Redactábamos el acta y se la entregábamos a Pastor satisfechos de haber acertado con el poema mejor. Luego había una fiesta para entregar el premio, a lo largo de la cual se saboreaban platos de la tierra compartiendo mesa y cubierto con un invitado especial, que unas veces era un personaje de la política (el caso más importante fue el de Jordi Pujol en su primera etapa) y otras un representante del mundo del espectáculo o la canción (Luis Aguilé fue uno de ellos). Después el invitado ilustre dirigía a los circunstantes una charla breve sobre la importancia que tienen las letras en general y la poesía en particular en el mundo social que nos toca vivir. Y para rematar la fiesta se fallaba el premio. El veredicto del jurado lo leía Pastor y enseguida Vicente o yo ( tú enseguida te desmarcaste diciendo que si te costaba leer tus poemas mucho más difícil te resultaba leer los de los demás: eso te honraba, Antonio) leíamos el poema ganador ante el personaje ilustre que presidía el acto, junto con los máximos representantes de la Casa Regional, entre los cuales se sentaba también Juan Pastor. En una ocasión, ¿recuerdas?, le dimos el premio a José Carreta, que había presentado un bello poema de amor titulado A la fuga del beso bajo el seudónimo Calixto. Recuerdo que en aquella ocasión fue Vicente quien nos descubrió el portento que se escondía en los versos de Carreta. Con su voz grave de templado rapsoda nos leía algunos versos para que sintiéramos su fuerza:
“Lluvia y sangre es tu vientre; lluvia y seda abrazadas.
Tú eres árbol y rama, vendaval y silencio
donde van los deseos a esconder su desquite.
¡Que un labio descarnado te vista de pulseras!
¡Bien lleno de caricias un sueño te imagine!
Ponle un nido de rosas
a cada golpe seco que dé en tu sepultura
la azada de la risa…”
Tú te quedabas embobado de la lectura de Rincón. Yo me quedaba embobado de la fuerza de los versos de Carreta, de esas exclamaciones cuajadas de metáforas finas, elegantes, como otras que yo había leído, que Carreta había leído, que tú y que Vicente habíais leído en los clásicos del barroco o en los clásicos actuales, que para el caso es lo mismo, es una misma agua, un mismo río de tradición lírica.
Siempre lo pasábamos bien hablando de la poesía arrimada a la vida, como entonces de aquel beso del poema de Carreta al que el poeta, en su fuga, le deseaba buen viaje, pensando que era como la incertidumbre larga y triste de un beso prisionero en la cárcel abierta de las horas.
Pero un año las cosas cambiaron en el concurso y fue que, por circunstancias ajenas a nosotros, sólo se presentaron nueve poemas y los nueve bastante flojitos.
--Esto no puede ser-- dijo Pastor--. Algo hay que hacer para que la gente no se entere de que el concurso ha dejado de tener la aceptación que tenía.
Y solución salomónica. Nos reunió a los tres miembros del jurado y nos dijo que lo mejor era escoger el poema menos malo y mencionar como finalistas los nueve poemas concursantes. Y se quedó tan pancho. Pero nosotros no. El primero en tomar la palabra fue Vicente que, con su razonamiento coherente y ecuánime, dijo:
--Yo propongo declarar desierto el premio este año. En el acta aducimos que la poca calidad de los poemas presentados así lo requiere.
Pastor puso el grito en el cielo diciendo que eso perjudicaría el prestigio del premio. Entonces tú interviniste diciendo:
--Todo lo contrario, en vez de perjudicarlo, al declararlo desierto por la escasa valía de los versos concurrentes, lo que realmente estamos indicando es que el prestigio del premio de poesía de la Casa de Murcia y Albacete busca siempre la calidad suficiente. Piensa que tendríamos que leer un poema malo como ganador. ¿Qué diría la gente que lo escucha? ¿Qué pensaría de la calidad de los poemas restantes, esos que nos propones declarar finalistas?
--Que diga lo que quiera. ¿Creéis que a gente sabe diferenciar un poema bueno de otro malo?
No sé si te acordarás de que al oírle decir eso, yo me reí. Y tras soltarle lo que pensaba de su afán por llevarse bien con los gerifaltes de la Casa atropellando los más elementales principios, añadí que no contara conmigo para llevar a cabo esa componenda.
Enseguida os pusisteis de mi lado. Y tanto insistimos los tres que aquel año se declaró desierto el premio, pero nunca más volvimos a ser los jurados del premio de poesía de la Casa de Murcia y Albacete.
Vicente, tú y yo volvimos a ser jurados de otro premio de poesía, el de Goya, que patrocinaba la Casa de Aragón. Nos escogió el amigo Juan Antonio Usero, mañico excepcional que había quedado finalista unos años atrás del prestigioso premio Planeta, ¿recuerdas? Tras fallar el premio de poesía Goya, posamos con el ganador, un poeta de Aragón, cuyo nombre no recuerdo ahora, que andaba algo enfermo, pero que había dejado volcar su pasión lírica en unos versos muy humanos. Posamos, digo, en el lujoso Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona, junto con el que entonces era alcalde de la ciudad condal el socialista Narcís Serra y que con el tiempo llegaría a ser Ministro de Defensa en un gobierno de Felipe González. Tú estás en la fotografía al lado de la rapsoda y poetisa, Sofía Sala, otra mañica de excepción, que con su marido Aurelio asistía algún sábado a las tertulias de Jurado. Miras atento a la cámara como si quisieras quedar siempre ligado al mundo del éxito literario y cultural. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Y qué poder resucitador el de las fotografías!
Y hablando de fotografías, aquí delante tengo unas cuantas que para mí tienen una importancia especial. Son las que eternizan la presentación de mi libro Agua vivida. En ellas, os estoy viendo a los viejos amigos de entonces, poetas la mayoría de vosotros, junto con mis familiares más allegados. En una está la poetisa Sofía Sala, en la mesa presidencial junto con Jurado Morales: él, presentador y ella lectora de algunos poemas del libro. En otra, Diez Borges, canario de pro, crítico inteligente y poeta y sobre todo amabilísimo reseñador de mis libros en los periódicos de las islas; está en actitud de comentar o preguntar algo porque mantiene la mano alzada y la boca entreabierta. En otra aparecen poetas de la tertulia que he vuelto a ver en contadas ocasiones, cada vez más distanciadas, como Crespo, Barrios, Pastor, Isabel Abad, Vicente Ricón. Finalmente, en otro foto apareces tú, Antonio, escuchando atentamente mientras con una mano te tocas la cabeza. ¿En qué estabas pensando? ¡Ay si las fotografías, además de retener las figuras de los amigos en el tiempo, pudieran decirnos algo más de sus ideas, sus palabras! Pero de nada sirve lamentarse. Sólo la memoria atenta y el aprecio pueden hacer algún que otro milagro, como traernos a colación alguna anécdota entrañable o palabras y gestos de algún momento plenamente vivido. Pero nada más. Aquellos tiempos yo hoy tiempos evaporados.

















12.

“Como el tiempo, que siempre se evapora,
te quedas ante el tiempo sin un árbol,
cercado entre castillos de cemento.”


Aquellos son tiempos evaporados. Así titulaste uno de tus últimos libros de edición personal, Tiempos evaporados. Aunque no se referían a los premios de poesía vividos en Barcelona. Más bien tenía que ver ese título con las transformaciones paisajísticas, humanas, sociales y políticas de nuestro pueblo Cerdañola. Después de muchos años de convivencia, has aprendido a conocerme bien. Por eso en la dedicatoria dices que soy más que bueno condescendiente con lo que ideas en el libro presente y esperas de mí que te apoye en las quejas y denuncias que dejas caer en tus versos de dentro. Quizás más que yo te hubiera ayudado tu amigo del alma Carreta. Tal vez por ello el verdadero confidente de la pesadumbre que te embarga y con la que impregnas los poemas de sus páginas, sea tu mejor amigo. Estoy seguro de ello. No en balde el librito va dedicado a él con estas palabras: “A José Carreta, que me dejó tirado como una colilla, muriéndose.” O sea, Antonio, querido amigo, que Carreta estaba contigo en la empresa de detectar y denunciar los defectos de Cerdañola. No me lo niegues. Y me parece muy bien. Siempre hubo entre vosotros una simpática y fructífera complicidad, y no sólo en lo concerniente a los problemas de Cerdañola, que como hijos adoptivos del pueblo, no podíais pasar por alto. Yo tampoco lo hago, no vayas a creer. Pero ahora estoy hablando de vosotros dos. También erais cómplices en los asuntos relacionados con la poesía. Sin embargo, eso lo vamos a posponer de momento.
El contenido de Tiempos evaporados toca varios temas referidos, como he dicho, a la transformación (para mal) que ha experimentado la población mencionada, a sus árboles, el trazado de sus calles, sus costumbres, su floklore, las autoridades políticas… De ahí que salga a relucir tu idea de progreso y el amor que sentiste siempre por tu ciudad, expresado con esta pregunta:
“¿Qué ciudad queremos a la postre
que sea Cerdañola?
¿Un popular e ignorante pueblo
dado a la fiesta y al cerveceo,
o propiciarlo para que adquiera
el estudioso y preocupado espíritu de las bibliotecas
que huye de la ignorancia y el jolgorio?”
Aquí, no me lo puedes negar, querido Antonio, está presente aquel mentor tuyo de tu mismo nombre que se apellidó Machado. Como el tópico “cualquier tiempo pasado fue mejor”, de otro de nuestros grandes, Jorge Manrique, en los siguientes versos:
“Cuando llegamos a Cerdañola
su inicial era inexistente
y sus edificaciones de más de una planta
también.
Pero había una farmacia
y un guardia municipal
y un señor que repartía las cartas de Correos
y dos médicos
y un Secretario del Ayuntamiento
que hacía y deshacía,
supongo que era lo justo.
Verdaderamente Sardañola
era un pueblo tranquilo y feliz.”
Pero también hay poemas que contribuyen a conocerte mejor a ti porque a la primera ocasión que tienes te retratas sin ningún miramiento, como haces en el poema que abre el libro, Trapos sucios, y así proclamas a los cuatro vientos:
“Hay familias que acostumbran
esconder los trapos sucios
y entonces se les pudren
y huelen peor.
Mi costumbre es contraria
y supongo que más saludable.
Es la de señalar lo mal hecho,
sobre todo cuando me entero de ello,
y entonces algo se mejora.
Pero caigo en desgracia
algunas veces
por el hecho de ser un bocazas
incorregible…”
Sí, Antonio, pese a que es Cerdañola el sujeto de tu atención lírica, reclama aquí un hueco poderoso tu humanidad, dividida entre esta población catalana donde has vivido casi cincuenta años y tu natal Albacete. Así lo veo de modo transparente en el poema con que cierras el libro:
“Y,
como el tiempo, que siempre se evapora,
te quedas ante el tiempo sin un árbol,
cercado entre castillos de cemento
como Cerdañola o como España,
o como Albacete,
mientras viajo,
apurando el tiempo,
al encuentro ineludible de la muerte.
Pero los árboles y las raíces que yo planté
están aquí,
en la calle Canarias de Cerdanyola…”
Si hubiera estado aquí Carreta, seguro que se habría aliado contigo en esta guerra pacífica de denunciar los defectos de Cerdañola y reclamar los bienes de antaño, y habría dicho contigo que “Cerdañola fue siempre un lugar de árboles” y un “patio amigable y vecinal”. Y que “sólo perdura lo que bien se hizo y lo que siendo de todos vuelve a ser de todos, según los evangelios, y las raíces, y las costumbres de los que no soñaron con engañar a nadie.”

domingo, 14 de septiembre de 2008

Antonio Matea, el poeta del barro

7.

“Como alondras huyendo de la desesperanza.”

Hoy es un lunes lluvioso y triste y acabo de llegar del Instituto cansado y algo nervioso. No quiero pensar en lo que me espera para acabar el curso. Sólo hacerlo aumenta mi ritmo cardiaco. Los últimos exámenes del Trimestre, las pruebas de Suficiencia, los créditos de síntesis, las notas, las juntas de valuación, los claustros de final de curso, las listas de libros de textos y las de lecturas para el próximo curso, las desideratas…, todo eso suele sacarme de quicio de tal modo que me gustaría echarme a dormir y despertar en San Juan, cuando todo ha pasado y sólo es un recuerdo. Por eso prefiero refugiarme en el cartapacio de los recuerdos que tienen que ver con la literatura y la poesía y aquellos años en que de algún modo tus dos vidas, tu vida de latido, familia y andamio, y tu otra vida de creación poética, estaban relacionadas con las mías. Y nada más abrirlo, me encuentro unos versos tuyos que elogian Cangilones de vida, libro mío que yo te había dedicado, correspondiendo así a lo que tú habías hecho conmigo con tus Sonetos en gris mayor. Me demuestras en ellos que leíste con dedicación mi librito.
“…vas sembrando sin prisas,
a golpes de diez años,
palabras que son signos, sortilegios y cábalas,
historias de la vida y de la muerte
y surge,
brillante como un alba,
la intangible y desnuda poesía.
Por entre un vaporoso
trasfondo de nostalgia
Zamora que te llama y te chorrea
te mueve hacia una meta
como la sangre misma de tu cuerpo
que es sangre compañera
enamorada y dócil como pocas.”
Sí, amigo Matea. Tú me leías. Y ahora de nuevo siento un peso en el corazón. ¿Remordimiento de nuevo? Yo también te leía cada vez que me entregabas con aquel fervor tan tuyo otro libro salido de tu alfar de poeta. Te leía. Pero no con el fervor que tú te merecías. Ahora me doy cuenta. Pero no te preocupes. Que pienso entrar muchas otras veces por las habitaciones de tus poemarios, los campos de tus novelas, los jardines de tus cartas y tus artículos. Pienso bajar al sótano donde duermen los silencios de tus páginas y despertarlos a la voz del agradecimiento. La prosa de La noche de Leandro Petrul me llevará hasta la de Formulario, y de ésta a la de tus Preguntas. Tal vez leyéndote con fervor encuentre algunas respuestas que ando buscando desde mucho antes de que empezaras a irte. Por ejemplo, siempre me asombró la meticulosidad con que preparabas hasta lo más insignificante, ya fuera el cosido de tus páginas recién impresas (siempre de dieciséis en dieciséis, decías), ya fuera el calendario de tus esporádicos viajes a Albacete. En pequeñas tiras de papel apuntabas el día, la hora, el recado… Cuando hicimos el homenaje al pobre Vicente, me pasaste unos curiosos apuntes sobre la intervención que tú querías hacer a propósito, como pidiéndome venia, y tú no tenías que pedir permiso a nadie, Antonio. Y menos a mí. ¿Quién era yo? Sólo me habían encargado los compañeros, Visi, Milagros, Membrive, que me cuidara de hacer una introducción sobre la semblanza de un hombre bueno que había tenido la suerte de ser poeta y el infortunio de irse a las sombras antes de tiempo. Tú podías, exactamente igual que ellos, preparar los poemas de Rincón que quisieras y pronunciar las frases que desearas sobre su poesía y su vida para decirlas durante el homenaje. Pero tu personalidad así te lo exigía. Ahora lo veo con suma claridad.













8.

“Llegaban las palabras tercamente a mi labio,
aún no nacidas,
aún no condecoradas
por el aplauso ingenuo de los oídos.”

Tras aquel primer sábado de la tertulia quedé encantado ante tantas voces ponderadas como las que teníais los contertulios y la generosidad con que acogíais a los recién incorporados. En especial, tú, Antonio, que a la vuelta en el metro me contabas sin parar cosas y cosas de poesía, cómo escribías, sobre qué temas… y también me confesabas lo que opinabas de otros contertulios, como el propio Jurado Morales, Vicente Rincón, José Carreta o Juan Pastor, entre muchos otros. Y, sobre todo, me fuiste entregando como quien regala algo de uno mismo, libro tras libro. Hijos de la imaginación que habían nacido años atrás y que tú los confiabas a personas que apenas conocías, como yo, un recién llegado a la tertulia. Y eso me hacía sentirme muy orgulloso. Primero fue un cuadernito carmín titulado Lírica de color, homenaje a Juan Ramón Jiménez, que habías escrito con todo el fervor del mundo en Albacete en la primavera de 1961. Después La mosca, en cuya dedicatoria vi que ya había alcanzado por tu proverbial generosidad y entrega el título de buen amigo y mejor poeta. Hay en este último poemario una composición que te retrata magistralmente. Se titula “Como el viento” y quiero citar de él unos versos para apoyar lo que digo:
“He andado, despacio,
la paz de los caminos
y he sentido de cerca el silbo de las balas.
Me he manchado las manos
trabajando la tierra
y he pisado el mosaico de grandes personajes…
Las chabolas del hambre;
los palacios del lujo…
En todos los senderos he posado mi mano…
Comulgo, como y bebo…
Me marcho y, como el aire,
en todas partes sigo
y en ninguna me quedo…”
Ahora estoy leyendo bien tus libros, como debí hacer siempre. No con prisas
y con un lápiz en la mano como para acechar algún fallo. Y veo en ellos muchas ganas de vivir y de sembrar bondad en todas partes. Tu figura camina por el sendero de la poesía mientras es alimentada por sombras y por pájaros, al cobijo de otros poetas como Lorca, Juan Ramón, Alberti y Antonio Machado. Y sobre todo por la luz que siempre viene del cielo, como decía mi paisano Claudio Rodríguez, y viste de humanidad y esencia a las cosas que nos acompañan. Eso veo ahora en tus libros, mientras los repaso como quien hace un examen de conciencia. ¡Te debo tanto! ¿Por qué tendremos que ver siempre las cosas como si fuera agua pasada, cuando ya no podemos arreglarlas? Debí hablar más contigo. Y, sobre todo, serte sincero. Como tú lo eras conmigo. Debimos sentarnos más y charlar con el corazón en la mano. Sobre todo, yo, que siempre que podía intentaba no escucharte hasta el final. Es verdad que siempre padeciste incontinencia verbal, pero no hacías mal a nadie. Ahora te lo confieso. Muchas veces que te parecía atento a lo que me decías, en realidad deseaba que no hablaras tanto, que hablaras más despacio o incluso que pensaras un poco lo que estabas diciendo. Yo me consolaba a veces cuando decías que tu gran pecado era hablar y que era de los pocos que aguantaban tu verborrea.












9.

“Se mezclan en el convoy de la memoria
verbos, palabras, rostros, personajes…
que, sin lograr la luz, se desvanecen. “


A veces discutíamos sobre cómo leer nuestros propios poemas. Yo te decía con la mejor de mis intenciones que tenías que leer más despacio tus versos, y con mucho cariño, como si estuvieras acariciándolos, como si fueran de vidrio y tuvieras miedo de romperlos. Tú me contestabas que lo importante era que los oyentes entendieran el significado básico del poema y el mensaje que el poeta quiere verter en él. Y yo volvía a la carga empeñado en hacerte entender que el poema es un todo que se basa en cada uno de los versos que lo componen y que tan importante es el conjunto como sus elementos; que el fondo es inseparable de la forma, como el aroma de la flor o el calor del fuego, y por ello es conveniente por no decir necesario que el poeta cuando lee sus versos debe hacerlo con calma y claridad para que el oyente antes de llegar a la cima del poema ascienda por la ladera de los versos observando las piedras, las flores y las sorpresas de la ascensión. Y es que, Antonio, esto sí tienes que dejarme que te lo diga: escribir versos lo hacías como los propios ángeles, pero leerlos…era ya otra cosa. Lo bueno es que me decías siempre que la próxima vez leerías tus versos más despacio y yo me convencía de ello, pero en cuanto ponías tus ojos sobre el papel empezabas a atropellar las palabras y eras como el viento que empuja las olas unas sobre otras hasta confundirlas todas: al final pocos se habían enterado del arte y el sentimiento que tenían muchos de tus versos, y era una pena. Yo, que la mayoría de veces estaba sentado junto a ti en la mesa de recitadores, intentaba en vano hacerte un gesto con la mano para que fueras más tranquilo. Y lo mismo le ocurría a tu gran amigo Carreta. Erais tan poetas que creíais que todo el mundo lo era y que bastaba con poneros ante las cuartillas con los poemas para que los oyentes captaran el sentido completo de vuestras composiciones. Una vez nos tocó recitar en la Casa de Aragón de la calle Goya de Barcelona. Habíamos distribuido el tiempo de modo que tuviéramos la posibilidad los tres de leer con parsimonia los poemas que habíamos preparado para el acto. Acuérdate de que al final nos sobró un tiempo precioso. Podíais haber leído con más calma y así la gente salir de la sala con una idea más justa de vuestra valía poética. Menos mal que nuestro presentador aprovechó para invitar a la gente a formular preguntas sobre nuestros respectivos modos de concebir la lírica en medio de los tiempos actuales, tan impregnados de materialismo, prisa y desidia. Y el tiempo del recital más o menos se cumplió. Eso era ya a principios de 1979, cuando mi carrera literaria estaba comenzando y la tuya había madurado de manera considerable. Aunque Jurado hiciese bromas sobre nuestras verdaderas capacidades líricas. De Juan Pastor decía, ¿recuerdas?, que empleaba tics lingüísticos muy manidos y que se refugiaba en el verso libre porque era incapaz de domar la métrica. Claro que el mismo Jurado hacía exactamente lo contrario: sólo navegaba en albuferas de escasa profundidad con barcos llenos de endecasílabos y sonetos, evitando salir al mar abierto con velas tejidas de versos blancos. Por otra parte, Pastor hoy dirige una colección poética que es conocida nacionalmente y en la que algunos de nuestros compañeros de tertulia, como Visi o Esther, han visto publicada alguna cosa suya. De mí decía que tenía maneras pero que me faltaba mucho camino que recorrer. Eso no hacía falta que lo dijera. Ya sabía exactamente mis posibilidades pues por aquel entonces sólo había publicado Cangilones y Agua vivida. Y en cuanto a ti, decía que si corrigieras más y pulieras tus versos, podrías llegar lejos. Eso también te lo decía yo y aún lo sigo pensando, ahora que releo y releo tu caudalosa obra.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Antonio Matea, el poeta del barro

4.

“Porque nunca coinciden los proyectos
con la suma total del resultado.”


Esta noche pasada he dormido mal pensando en todo lo que está ocurriendo. Y hoy, jueves 15, he dado las clases en el Instituto como sin ganas, deseando que llegara la hora de salir para acudir a tu entierro.
En la plaza de la iglesia hay gente reunida esperando a que aparezca el féretro con tus restos. Miquel aparece enseguida y se reúne con nosotros. Suenan lentas y graves las campanas de la torre. Después llega Isidro, el escritor de Cerdañola y compañero tuyo en Aiscondel durante algunos años. Le volvemos a explicar a éste lo ocurrido en la última noche de tu vida, pero no acabamos porque el coche fúnebre aparece por la calle San Ramón y aparca junto a las gradas de la entrada del templo. Vienen contigo Celestina y tus hijos. Nerviosismo. Llantos semiocultos. Ojos enrojecidos por las lágrimas. La gente se arremolina alrededor del féretro, justo en el umbral de la iglesia esperando a que el cura venga a rezarte las primeras oraciones antes de que los empleados de la funeraria te conduzcan al pie del altar. Otras veces estabas tú entre nosotros, de espectador entristecido. Como cuando enterramos a Carreta, tu mejor amigo, ya hace unos cuantos años en esta misma iglesia. Ahora eres tú el protagonista, el centro de todas nuestras tristezas. Y tras tu ataúd caminamos por el pasillo central, entre los bancos, para ocupar un sitio lo más cerca posible del altar, de la fría madera de la caja que contiene tus restos.
Mientras esperamos a que el cura continúe con los oficios, dos empleados reparten el recordatorio. Una paloma vuela en la portada (como tu alma, Antonio, aunque tú dijeras una y mil veces que no crees en nada de eso) y dentro unas referencias bíblicas hablan de la vida, de la muerte y de lo que a los católicos espera al otro lado del gran misterio.
Y todo en castellano. Otro triunfo tuyo. Aquí es difícil que nuestra lengua materna se deje oír en actos tan importantes como éste.
El oficio religioso transcurre con una seriedad total mientras tu nombre brota de vez en cuando de labios del sacerdote alabando tu sencillez y otras cualidades humanas que quizás ha recabado de tus familiares más cercanos.
A la salida, veo que los políticos del pueblo han acudido a tus exequias para decirte adiós. ¿No te lo crees? Pues sí, aquí han estado el alcalde antiguo y el alcalde nuevo y algunos miembros de la oposición. Aquí se dan la mano todos ante ti. Eres una persona importante. Puedes estar orgulloso.
Después la despedida. El coche te lleva a donde tú querías, al cementerio de San Martín, donde está enterrada tu madre.
Mientras te alejas para siempre metido en tu ataúd en el coche fúnebre, pienso en que ahora podrás alguna noche insospechada de luna de poetas reunirte con tu amigo Carreta, también enterrado en San Martín, y hablar con él de endecasílabos o de sonetos sobre don Quijote, la libertad o el silencio.
Silencio.











5.

“¿Qué hemos de perder con ello cuando sabemos
que ya desde el principio los poetas, desde que
advertimos serlo, lo tenemos todo perdido?”


Luego llego a casa e, instintivamente, miro en el buzón. ¿A que no sabes que encuentro en su interior? Ni te lo imaginas, Antonio. Nada más ni nada menos que el número del ISBN del poemario que tengo preparado desde hace tiempo para que vea la luz este año. El ISBN que llevo esperando desde hace casi tres meses. ¿Recuerdas que el lunes, en la conversación que mantuvimos de pie, junto a la verja de hierro de tu casa, sacamos a relucir lo del ISBN? A ti te acababa de llegar el tuyo (y ahora, yo me pregunto: ¿qué pasa con el libro, Antonio? Ahora se quedará mudo y paralítico para siempre, con el puente tendido delante de él y sin poder usarlo). Subo al altillo y me pongo al portátil para escribir estas emociones y no sé cómo me martillean en la memoria las palabras medio en coña que te dije, ¿te acuerdas? “Al menos no me jodas muriéndote antes de haberme guillotinado mis libros”. Porque, hay que joderse, Antonio, con esta puta vida. Hace días tú te habías ofrecido, con esa generosidad tan poco habitual entre la gente de hoy en día, a guillotinarme los libros. Y ahora… Aunque eso no importa, es la broma de la vida sobre la muerte que hacemos inconscientemente lo que más me jode en estos momentos. Porque lo de guillotinar los cuadernos, en cualquier casa de encuadernación me lo pueden hacer por poco dinero.
Mis ojos vuelan de la pantalla a la estantería que tengo delante de mí y descubro tus libros, Antonio, los libros que uno por uno has ido dedicándome tan generosa y modestamente desde hace más de treinta años.
Y de pronto me vienen a la memoria tantos recuerdos que no sé por dónde empezar a dar cuenta de ellos.
Te conocí, Antonio, hace treinta años de una manera fortuita. Yo acababa de publicar mi primer libro y había visto en un medio de comunicación escrita que existía en Barcelona una tertulia que, entre sus actividades, comentaba libros de poetas noveles; así que se me ocurrió mandar el mío a la sede de esa tertulia. Al cabo de unas semanas recibí una carta firmada por uno de sus miembros en representación de los demás. Se me decía que les había gustado el libro y que tendrían mucho gusto en conocerme personalmente para hablar largo y tendido de mi libro. Me sentí cohibido ante tanta amabilidad y, armado de valor, un sábado (la tertulia tenía lugar los sábados por la tarde) cogí el metro en la Plaza Ibiza camino de la tertulia. Durante el trayecto del metro iba pensando en qué diría ante los poetas de la tertulia cuando me preguntaran cosas sobre el libro. Cangilones de vida era un conjunto de escritos en prosa y en verso. Los escritos en prosa eran pequeños artículos y cuentos sobre asuntos ocurridos en mi ciudad natal, ya sabes, Zamora, y en mi ciudad de adopción, Barcelona, y en los alrededores de Montserrat, donde tuve durante un tiempo una casita. También había una narración, cuyo título, Cangilones, daba en parte el título total del libro y que trataba de magia y unas piedras que había que devolver para conjurar ciertos peligros que acosaban a los protagonistas. Nada de importancia. En cuanto a los escritos en verso tampoco eran gran cosa; eran simplemente una pequeña muestra de poemas escritos en Zamora y durante los años que llevaba viviendo en la ciudad condal, unos veintitantos, en los cuales figuraban los más diversos temas, desde la nostalgia por la ciudad perdida hasta las ilusiones vividas a la llegada a Barcelona, los años universitarios, el amor o la muerte de mis padres. En todo eso iba pensando en el viaje en metro. Y cuando enfilé la calle de la tertulia todo se me vino abajo por los nervios que me entraron. Busqué el número y llamé al timbre. Una voz me contestó arriba y cuando dije quién era la puerta de la calle se me abrió. En el ascensor empecé a sudar y el corazón amenazaba salírseme por la boca. Había una persona en la puerta. Un hombre canoso y de rostro curtido me sonreía mientras me invitaba a pasar. Eras tú, Antonio. Me presenté y tú dijiste tu nombre que enseguida olvidé. Después echaste a andar delante de mí y me condujiste al fondo de un pasillo donde estaba la habitación de la tertulia. Lo primero que me permitieron ver mis nervios fue una mesa de cristal alrededor de la cual se sentaban unas ocho o diez personas. En las paredes había estanterías atestadas de libros y sobre una de ellas dominaba serio el busto de don Benito Pérez Galdós. Fue apenas un relámpago de respiro, porque enseguida empezaron las presentaciones mientras tú ocupabas la silla que te esperaba vacía en un rincón.








6.

“¿Acaso alguien merece
el mínimo detalle de ser nombre,
signos en las chimeneas de la memoria?”


Continúo escribiendo esta carta en Tossa de Mar, adonde no pudiste subir nunca, lo mismo que yo bajar a tu natal Albacete para ver el piso que te habías comprado allí cercano a las explanadas del Ferrocarril (y es que si no se hacen las cosas cuando salen a colación, luego quedan colgadas en el tiempo y se llenan de polvo y olvido hasta que la muerte las volatiliza del todo). Sí lo hiciste a Mas d’en Gall y allí, junto a los aires de Montserrat, pasamos un día inolvidable hablando con mi suegro (también hoy desaparecido) de obras de albañilería y versos, de vida y trabajo, de emigración y política, de hijos y familia… Como te decía, escribo en Tossa y en nuestro paseo hacia la Mar Menuda, a la vista del mar Nasi y yo hablamos de ti, de lo rápido que se ha resuelto todo para ti, cuando no hace una semana hablábamos con Celestina y contigo a la puerta de vuestra casa y nos decías que el médico que te llevaba te había asegurado que no ibas a morir de tu enfermedad y que ibas a dar todavía mucha guerra. En otro momento he entrado en Internet y he leído cosas sobre ti y tu obra y algunas palabras de Bonal, ese amigo del que tanto me hablabas últimamente, que había sabido entenderte. Ahora que no ya no estás, me pregunto con la mano puesta en el corazón si yo llegué a entenderte totalmente y a apreciarte como te merecías. ¿Es remordimiento? Quizás. Pero la verdad es que te echaré de menos más tarde o más temprano, en algún acto cultural de nuestro pueblo o al leer algún artículo en la revista municipal y, sobre todo, cuando planeemos las lecturas poéticas del Grupo Cultural que ambos fundamos hace ya casi tres décadas en compañía de tu inseparable amigo y poeta José Carreta.
Y vuelvo a aquel sábado en que te conocí en la tertulia de Jurado Morales. Cuando éste me presentó a los allí reunidos, me quedé por fin con tu nombre, Matea, y con el de otras personas como la del propio Carreta, Ester, la mujer que había escrito la carta en nombre de todos los asistentes a la tertulia, o Vicente Rincón. Todos alabasteis mi libro y Jurado Morales me pidió que leyera algo de él. Escogí un poema sobre la muerte de mi madre y lo leí muy nervioso, tanto que lo estropeé. Aquella primera impresión debió de ser muy mala porque nunca más volví a recordarlo hasta ahora. Cuando acabó cogimos el metro dirección Fabra y Puig Carreta, tú y yo. Durante el trayecto, hasta Sagrera, que era la estación en que yo me bajaba, me enteré de muchas cosas, entre ellas, de vuestra amistad, de que tú solías escribir en el reverso de recibos y de cualquier papel impreso que cayera en tus manos, que eras de Albacete y que llevabas muchos años viviendo en Cerdañola del Vallés, muy cerca del Colegio donde yo trabajaba entonces. Carreta callaba todo el rato mientras tú contabas cosas sin parar, como si no dispusieras de tiempo para explicar lo que querías. Al final, antes de que yo me bajara para hacer trasbordo en Sagrera, me entregaste un libro tuyo que dedicaste allí mismo. Era, lo recuerdo muy bien, Sonetos en gris mayor, con el que habías conseguido el premio de poesía de la Diputación de Albacete y que había visto la luz en Rondas, editorial de la que era director literario el propio Jurado Morales.
De Sagrera a Plaza Ibiza fui leyendo tu libro mientras en mi oído seguía sonando tu voz, una voz nueva llena de ánimo para el camino siempre solitario y difícil de la poesía. Allí estaba la dedicatoria que no dejaba lugar a dudas: “Para el nuevo poeta amigo Esteban Conde con el deseo de un largo viaje. Con un abrazo A. Matea” Y a continuación, una ciudad y una fecha para nuestra cotidiana y común historia: “Barcelona, 17 -6 – 78” Ya te dije, treinta años. Treinta años de luchas y pequeños triunfos y grandes derrotas, que en la vida son más abundantes éstas que aquéllos. El libro, aunque editado en 1977, se había gestado veinte años antes por lo menos porque el premio te lo dieron en 1957. En la nota de la solapa Jurado Morales aclaraba que al mazo de sonetos que habían merecido el galardón mencionado habías añadido alrededor de una veintena, de entre los cuales siento una admiración enorme por la última composición del libro, que titulas modestamente “Excusando un soneto” y dedicas a uno de los grandes vates de la posguerra, José García Nieto, hoy también contigo en el cielo (aunque tú no creas) de los poetas (añades que se lo diste en mano la noche de Reyes de 1959). Es un soneto que me parece muy correcto e ingenioso y ajustado a las leyes más estrictas de la preceptiva al uso. Lo siento, amigo, pero no tengo más remedio que ponerlo aquí:
“En un tiempo mejor y en son de reto,
Un soneto medí, cual tú ya hicieras;
Pero eran tan escasas mis fronteras,
Que al llegar a rimar no era soneto.
Te nombraba mi abuelo y luego Nieto,
Por desbancar del orden las esferas,
Y con el loco ardor de mis quimeras,
Mancillaba tu ausencia y tu respeto.
Hoy me llego de nuevo a la palestra
Para hablarte de nuestras aficiones
Con un tono de amigos, tal vez vano,
Y te brindo mi musa, ya más diestra,
Con el solo interés de que perdones
La insultante ignorancia de mi mano.”
Me reafirmo en lo que he dicho. Y para apoyarme, el libro trae otras voces más importantes y entendidas que la mía, como la del propio Jurado Morales, que dice que tu poesía “es un espejo en el cual podemos ver su imagen, tal como es él mismo, un poeta que sabe expresarse con la difícil sencillez, un logro que no está al alcance de todos”. O la de Pemán: “Me dicen que Antonio Matea es autodidacto. Pero ¿y Albacete? ¿Es poco Bachillerato La Mancha? ¿Es poco doctorado el trabajo diario de un pueblo sólido y sencillo? ¿Es poca incitación el dolor de haber nacido poeta?” O la de Don Tono, que dice de tu condición de poeta que es “una tremenda prueba de vocación, de férrea voluntad, que no parece acorde con el abandono y el olvido de algo que no produce dinero.”
Hasta llegar a mi barrio me metí en tus sonetos y vi una cosa que no había mencionado nadie y es que tras tus versos hay un hombre bueno que lee en silencio a los clásicos y extrae sus mejores lecciones de humanidad, contención y sorpresa, como la abeja que libando de flor en flor fabrica una miel que sabe a vida, a sudor y a trabajo, a familia y a ternura. Sonetos en gris mayor tiene ecos de muchos poetas, como digo, en especial los clásicos del Siglo de Oro y otros más modernos, como Espronceda, Rubén Darío, Miguel Hernández o Juan Ramón Jiménez, entre otros. Recuerdo vagamente (cuando vuelva el domingo a Cerdañola, revisaré detenidamente el poemario) que el libro contenía sonetos de tono amable que hablaban de felicidad, del mar o de la muerte, sonetos pesimistas con quejas a Dios o confesiones desesperadas (“Tengo tanto veneno en la garganta / que evito el escupir y hasta el aliento / retengo por temor a que el momento / se llene del rencor que mi ira canta.”) y hasta místicos y, en el polo opuesto, rabiosamente eróticos. Perdona que te diga, amigo mío, que lo de que no creías en la trascendencia conviene que lo repasemos. Estoy convencido de que eras profundamente religioso y pasabas por la vida siguiendo los dictados de Manrique, es decir, considerando y viviendo conforme a ello que esta vida es el camino para el otro sin pesar, que conviene tener buen tino para andar esta jornada sin errar. Sí, Antonio. Tú eras a tu manera muy religioso. Y en eso te parecías a Unamuno.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Antonio Matea, el poeta del barro

1.


“Para vivir no se precisa mucho:
únicamente que te dejen vivir.”


Hoy, miércoles 14 de mayo de 2008, me encuentro de golpe con la noticia de que te has ido para siempre, y sólo hace dos días en la puerta de tu casa hablábamos de vida, de esperanzas e ilusiones, del número del ISBN que acababan de mandarte de Madrid para tu próximo libro (a mí no me habían mandado todavía el mío y ya hacía unos meses que lo había solicitado), de los libros que preparas con el cariño con el que has preparado tus más de cuarenta títulos, artesanalmente, como a veces deben prepararse los hijos de la mente y la literatura. No he comido pensando en que tú, frío ya y ausente de todo signo de vida, esperas sobre una cama a que los empleados del Ayuntamiento vengan a recoger tus restos para llevarlos al tanatorio. Y a primeras horas de la tarde me he pasado por tu casa para consolar a Celestina, tu mujer, y a tus tres hijos. Antonio, no he querido pasar por el cuarto para verte. Prefiero recordarte vivo, sonriendo y hablando, como cuando el lunes pasado me decías que estabas bien, esperando a comenzar las sesiones de radioterapia para combatir el cáncer de próstata que desde un tiempo viene jodiéndote la paciencia y la serenidad. Prefiero recordarte de pie, junto a la verja de hierro de tu casa, hablándome del nuevo libro que pensabas dar a conocer muy pronto, de otros enfermos y otras enfermedades. Hasta te permitías bromear sobre la muerte, de la que decías que podía esperar todavía un tiempo. Me repetías que estabas bien, salvo lo de tu pierna izquierda, que se dormía. Y ahora veo por la ventana del comedor de tu casa que un coche de transporte oficial aparca junto a la puerta. Tus hijos, que esperaban desde hacía horas a que vinieran los del tanatorio municipal a recoger tu cuerpo, comentan que son ellos. Se me escapan las lágrimas. Entran en casa con una camilla de acero inoxidable y, tras saludar solemnes y con cara de circunstancias (digo yo que deben de estar acostumbrados) se dirigen al cuarto donde tú les aguardas. Nos miramos Celestina y yo y no puedo contener nuevas lágrimas al verla tan cansada y desvalida. Al cabo de unos minutos te sacan atado a ella cubierto con una sábana blanca. Tus hijos sollozan y tu mujer se deshace en lágrimas mientras retuerce sus manos. Se ha puesto en una de ellas el anillo que tú llevabas. El vecino, que ha acompañado en todo momento a tu familia desde que anoche, a la una de la madrugada, tu cuerpo dijera basta de repente y se desplomara sobre las baldosas del lavabo, comenta que los empleados acaban de desinfectar el cuarto y hasta mañana nadie puede entrar en él. Veo cómo arranca el vehículo camino del tanatorio. Tengo muy presentes aún tus palabras junto a la verja de la casa. Son del lunes, de hace dos días. Comentabas entre bromas que las inyecciones que te estaban poniendo (con hormonas femeninas) te iban a convertir a ese paso en una mujer, que acabarían saliéndote tetas y que ya el de abajo ni funcionaba. Que el doctor, ante tus quejas, te había dicho unos días atrás que no te preocuparas, que si querías darte una satisfacción, te lo arreglaría (quizás con alguna sustancia parecida al viagra). Nos reíamos de buena gana, Antonio. Hace sólo dos días. Y ahora te llevan al tanatorio para prepararte de cara a los quieran verte antes de que desaparezcas para siempre. Y como ya no hacemos nada aquí en la que fue tu casa, nos despedimos de Celestina y de tus hijos hasta dentro de un rato, cuando pasemos por el tanatorio.










2.


“Todo en vano; me llevas boca abajo
en este decrecer de vida, al grito
de morirme muriendo, mientras muero.”


Aún no puedo creerme que hayas desaparecido así, sin más, como quien se volatiliza en el aire. Llegamos al tanatorio y lo primero que llama mi atención es el libro de las condolencias con tu nombre. Escojo un cuadro y escribo unas líneas, las primeras que se me ocurren. Algo así como: “Antonio, un verso de eternidad y un abrazo de tiempo.” No sabía muy bien que quería decirte. Sólo que nunca te olvidaré, que es lo que puso, sin tanto barroquismo, Nasi, mi mujer. Había pensado no verte de muerto, pero cuando hemos llegado al tanatorio, tras saludar de nuevo a tus familiares, una fuerza extraña me ha empujado al habitáculo contiguo a la sala de vela donde estaba la urna con tu cadáver. No te he reconocido en el envoltorio mineral que te mantuvo vivo hasta hace un par de días. Tu cara, seria, cerúlea, casi transparente, rígida, ya no es la tuya. Ni las dos manos amarillentas que te han cruzado los empleados de la muerte sobre el pecho. Lo que quiero decir es que tú ya no eres ese cuerpo rígido y frío que viste uno de tus mejores trajes, aquel gris con corbata que llevabas durante uno de nuestros actos poéticos en la Sala Enrique Granados de nuestro pueblo.
Luego ha llegado Miquel, otro miembro del grupo, otro amigo en cuya cara se pinta el mismo asombro que experimenté yo cuando supe lo de tu muerte. Volvimos a repetirle lo que sabíamos acerca de tu repentina muerte porque nos lo había explicado uno de tus hijos. Que la noche anterior habías cenado como siempre y que luego os habíais sentado Celestina y tú en el sofá para ver la tele un rato. Y que de pronto te levantaste para ir a lavabo. A los pocos segundos tu mujer oyó un golpe procedente de allí y te llamó varias veces, sin que le respondieras. Acudió al lavabo y entonces te descubrió tendido en el suelo. Te llamó unas cuantas veces más mientras intentaba reanimarte. Al comprobar que no lo conseguía, llamó a los vecinos para que vinieran a ayudarla. Luego los nervios, la llamada a la policía, a la ambulancia. Pero de nada sirvieron las prisas y las angustias. Ya habías fallecido. Un fallo respiratorio fulminante te había arrancado de la vida.
Enseguida hablamos Miquel y yo de prepararte los de Viernes Culturales alguna cosa para después del verano, un modesto homenaje poético o algo parecido. Y enseguida nos metemos en una conversación sobre la vida y la muerte, sobre lo que hoy somos y lo que tal vez mañana no seamos, sobre el trabajo, la jubilación, las personas del Ayuntamiento y otras entidades municipales a quienes Miquel ha puesto un correo electrónico notificándoles tu defunción y la hora en que mañana tendrá lugar el oficio para tu sepelio en la iglesia de San Martín del pueblo. Yo le digo que en cuanto llegue a casa también llamaré a alguien de Barcelona, de la tertulia de Jurado a la que tú y yo pertenecimos durante mucho tiempo, para que lo sepa y pueda venir mañana a tu funeral.
Al llegar a casa cumplo lo prometido y llamo a Milagros, ya sabes, nuestra compañera de tertulia durante tantos años en Barcelona, en aquel piso del Conde Borrell donde tenía sentados sus reales José Jurado Morales, el poeta de Linares, que tanto nos ayudó en nuestros particulares caminos por la poesía y que, a su muerte, ¿te acuerdas?, también nosotros le montamos un pequeño homenaje en el Círculo Artístico de Barcelona. Y no sabes cómo ha reaccionado Milagros al saber que te habías muerto. También ella anda pachucha y su marido José Ramón acaba de librarse de la muerte. Y es que a cierta edad, como yo les he dicho a una y a otro por teléfono, somos como viejos coches a los que todo son averías. Milagros ha quedado en llamar a otras personas que te conocen y te quieren, como Amparo, para decírselo y para ver si puede alguien venir mañana a tus exequias.











3.


“Porque nunca coinciden los proyectos
con la suma total del resultado.”


Esta noche pasada he dormido mal pensando en todo lo que está ocurriendo. Y hoy, jueves 15, he dado las clases en el Instituto como sin ganas, deseando que llegara la hora de salir para acudir a tu entierro.
En la plaza de la iglesia hay gente reunida esperando a que aparezca el féretro con tus restos. Miquel aparece enseguida y se reúne con nosotros. Suenan lentas y graves las campanas de la torre. Después llega Isidro, el escritor de Cerdañola y compañero tuyo en Aiscondel durante algunos años. Le volvemos a explicar a éste lo ocurrido en la última noche de tu vida, pero no acabamos porque el coche fúnebre aparece por la calle San Ramón y aparca junto a las gradas de la entrada del templo. Vienen contigo Celestina y tus hijos. Nerviosismo. Llantos semiocultos. Ojos enrojecidos por las lágrimas. La gente se arremolina alrededor del féretro, justo en el umbral de la iglesia esperando a que el cura venga a rezarte las primeras oraciones antes de que los empleados de la funeraria te conduzcan al pie del altar. Otras veces estabas tú entre nosotros, de espectador entristecido. Como cuando enterramos a Carreta, tu mejor amigo, ya hace unos cuantos años en esta misma iglesia. Ahora eres tú el protagonista, el centro de todas nuestras tristezas. Y tras tu ataúd caminamos por el pasillo central, entre los bancos, para ocupar un sitio lo más cerca posible del altar, de la fría madera de la caja que contiene tus restos.
Mientras esperamos a que el cura continúe con los oficios, dos empleados reparten el recordatorio. Una paloma vuela en la portada (como tu alma, Antonio, aunque tú dijeras una y mil veces que no crees en nada de eso) y dentro unas referencias bíblicas hablan de la vida, de la muerte y de lo que a los católicos espera al otro lado del gran misterio.
Y todo en castellano. Otro triunfo tuyo. Aquí es difícil que nuestra lengua materna se deje oír en actos tan importantes como éste.
El oficio religioso transcurre con una seriedad total mientras tu nombre brota de vez en cuando de labios del sacerdote alabando tu sencillez y otras cualidades humanas que quizás ha recabado de tus familiares más cercanos.
A la salida, veo que los políticos del pueblo han acudido a tus exequias para decirte adiós. ¿No te lo crees? Pues sí, aquí han estado el alcalde antiguo y el alcalde nuevo y algunos miembros de la oposición. Aquí se dan la mano todos ante ti. Eres una persona importante. Puedes estar orgulloso.
Después la despedida. El coche te lleva a donde tú querías, al cementerio de San Martín, donde está enterrada tu madre.
Mientras te alejas para siempre metido en tu ataúd en el coche fúnebre, pienso en que ahora podrás alguna noche insospechada de luna de poetas reunirte con tu amigo Carreta, también enterrado en San Martín, y hablar con él de endecasílabos o de sonetos sobre don Quijote, la libertad o el silencio.
Silencio.