A espaldas del templo de Debod, un pedazo hermoso de Egipto regalado a cambio de una ayuda española, y rodeados de un mar de hojas muertas por este final helado de noviembre, vemos a nuestros pies una espléndida panorámica de Madrid, con el Palacio Real y la Catedral de La Almudena en primer término, regalos constantes para la mirada.
Velan el sol nubes grises y alargadas, como alas gigantescas de ángeles desterrados. La gente, abrigada hasta la cabeza, pasa rauda en todas direcciones. Sentados en un banco, echamos de menos el chocolate con porras que desayunamos nada más salir del Hotel en un bar típico del barrio de las Letras.
En las Trinitarias, torno de clausura y ladrillo abierto a la mañana, se abrazan los recuerdos de Cervantes, cuyos restos yacen aquí revueltos con los de otros escritores, y el de sor Marcela, hija ilegítima de Lope de Vega, que aquí estuvo de monja. Nombres y hechos que pasan encendidos rozándonos el alma.
No hemos podido ver el nido último del gran Fénix de los Ingenios porque no habíamos concertado la visita. Lo hacemos para venir mañana, domingo, a las diez y media. Hemos podido ver, de refilón, los baúles de época y la estela de mármol dedicada al poeta en el vestíbulo, y el pequeño jardín, envuelto en grises luces.
Ateridos de frío, salimos por la calle del León, mentidero teatral de aquellos tiempos, a la de Atocha, y por ésta a la Plaza Mayor, donde la Navidad despliega sus casetas de ilusiones, ajena a la seriedad del rey Felipe que, subido a lomos del caballo de los siglos, se ha olvidado de guirnaldas y nacimientos.
Entramos en calor en el coqueto Mercado de San Miguel donde las tapas se sirven a euro y volvemos al frío de La Almudena, donde lloran los Santos. Menos mal que el Palacio Real rompe el cielo gris con sus columnas mágicas y la Plaza de Oriente lo enciende con el juego de sus estatuas desnudas.
Los jardines de Sabatini, a los pies del Palacio Real, representan ante nuestros ojos una galería blanca de dioses y héroes su mitología rodeada del agua de la vida de las fuentes y del fresco vegetal que en laberintos de sueño y cipreses luchadores logran superar la muerte anual de las hojas, que tapizan los paseos de tierra.
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