De Cabeza de Tortilla
15. El caso de la biblioteca (y 3)
Así pues, decidido a volver al día siguiente para culminar el plan, ocultó el dinero y el cuaderno manuscrito tras la hilera de libros donde había encontrado este último y salió a la calle con una sonrisa de oreja a oreja.
En su casa recordó unas palabras del sobrino acerca de la pintura de la princesa y, tras cenar frugalmente, se metió en la cama pensando en los acontecimientos que le esperaban.
Por eso, en cuanto a la mañana siguiente se vio de nuevo entre las cuatro paredes de la casa del romántico, se dirigió a la biblioteca, a la mesa sobre la que permanecía extendido el cartel teatral con Doña Paula, Ginés, Don Jerónimo, Bartolo y los demás, y lo examinó fijamente. De repente cayó en la cuenta de que la obra francesa podía tener traducción española, como es habitual en los casos de Moliére y otros dramaturgos del Clasicismo, y se le iluminaron los ojos al recordar que Leandro Fernández de Moratín había traducido El médico a palos. Con el corazón latiéndole a mil pulsaciones por minuto, acudió al estante del siglo XVIII español; allí había un volumen de Jovellanos, una antología de textos de Cadalso, las Cartas eruditas de Feijoo, un libro de poesías de Meléndez Valdés, una tragedia de García de la Huerta, la Vida de Villarroel, un tomo con algunos sainetes de Ramón de la Cruz, y tres libros del citado Moratín, entre los cuales descubrió un tomo de traducciones de Moliére. Sacó este último del estante y vio en la portada los siguientes títulos: La escuela de los maridos y El médico a palos. --¡El médico a palos!—exclamó alborozado--. ¡Lo sabía!
Ávidamente pasó las hojas del libro y, ¡gran sorpresa!, esta vez el premio fue mucho mayor. Intercalados en el volumen halló hasta diez billetes de cien euros cada uno.
Sólo le faltaba solucionar el problema de la pintura de la princesa y acudió a donde se hallaba el cuadro. Lo miró de arriba abajo y desde todas las perspectivas posibles.
--Princesa... princesa...—empezó a pensar en voz alta--, ¿dónde he visto yo alguna princesa? ¿Y este pavo real que aparece en segundo plano? ¿Qué relación guardan entre sí y con el asunto de los libros, el cuaderno manuscrito y la grabación del magnetófono?
De pronto se dio un golpe en la frente.
--¡Ya está!—exclamó--, la princesa del poema de Rubén Darío. En ese libro debe hallarse el intríngulis de la cuestión.
Y regresó a la biblioteca; allí, en el estante correspondiente descubrió el lomo del libro. Lo sacó de su sitio con verdadera unción, lo abrió como si se tratara de un formulario de magia y ante sus ojos se ofreció un espectáculo increíble. Sacudió el libro y billetes y billetes de cien euros empezaron a caer al suelo como una lluvia azul de bendiciones materiales.
Reunió todo el dinero en la cartera de mano que se había llevado al efecto aquella mañana y, desde el teléfono del vestíbulo de la casa llamó al heredero. Le dijo que, tras hacer los estudios pertinentes de las obras que se reunían en la biblioteca de su difunto tío, había llegado a la conclusión de que su valor ascendía, tirando alto, a doce mil euros y añadió que del posible comprador no debía preocuparse pues ya lo había encontrado y que, finalmente, si no tenía ninguna objeción que hacer sobre todo lo dicho, él mismo se encargaría de efectuar la operación de compra y venta.
El patán del sobrino, al que sólo le interesaba el dinero y disponer de él lo antes posible, aceptó de buen grado la operación y añadió que le aumentaría la tarifa de la tasación de la biblioteca en un buen pico.
Berni, más que satisfecho, acordó encontrarse con el sobrino por la tarde de ese mismo día en el bar de la estación; allí le entregaría la cantidad convenida y luego tomaría el tren de las ocho camino de Salamanca, donde asistiría a un congreso de narrativa tradicional.
Cuando colgó el teléfono pensó que aún disponía de unas horas para dejar zanjado completamente el asunto. Sobre la mesa del escritorio colocó en varias pilas los libros del dinero. Después citó por teléfono en la casa al comprador, un conocido suyo que era profesor de Universidad y gran amante de los libros, y que previamente había examinado la biblioteca del viejo romántico, y esperó su llegada releyendo las joyas literarias que el primer dueño de la casa había copiado en su misterioso cuaderno. Estaba saboreando unos versos cuando sonó el timbre de la puerta. Salió a abrir. Era el profesor.
--Pasa –le dijo--. Al final he conseguido que te rebaje el precio a doce mil euros.
--¡Estupendo!—exclamó el recién llegado--. No sabes cómo te lo agradezco. Si puedo ayudarte en algo, ya sabes...
--Pues sí –interrumpió Berni--. A cambio de esta última rebaja, me gustaría quedarme con esos libros que hay encima del escritorio, si no te importa.
--¿Por qué esos y no otros? –preguntó aquél.
--Por nada especial. Simplemente les he cogido cariño.
El profesor se acercó, leyó algunos títulos y examinó las fechas de sus respectivas ediciones.
--¿Pones algún reparo?—le preguntó Berni.
--No. Puedes quedarte con ellos. Son títulos que ya poseo en otras colecciones mejores y estas ediciones no tienen nada de especial. En cuanto al dinero, traigo un talón conformado por mi banco. Supongo que el dueño no pondrá ningún inconveniente.
--Claro que no—contestó Berni cogiendo el talón.
--¿Cuándo puedo venir para llevarme los libros?
--Mañana mismo. Esta tarde le doy el dinero al dueño y le digo que esté aquí esperándote mañana por la mañana. ¿Algo más?
--No, sólo gracias otra vez por el favor que me has hecho.
Cuando Berni volvió a quedarse a solas, se frotó las manos felicitándose de lo bien que había salido todo. Luego llamó por teléfono a un taxi para que viniera a recogerle y mientras tanto preparó un par de paquetes con sus libros. Al poco tiempo estaba ya en el taxi camino de la estación. Se palpó el costado donde notó el bulto con el dinero y dedicó una mirada llena de ternura a los libros.
En la estación adquirió el billete de tren y facturó los paquetes. Comió en el restaurante como un sátrapa y perdió el tiempo gozosamente en espera de la cita que había concertado con el sobrino del sabio romántico. Al pensar en este último, en el sabio romántico, echó una mirada hacia arriba y musitó:
--Gracias, muchas gracias.
En su casa recordó unas palabras del sobrino acerca de la pintura de la princesa y, tras cenar frugalmente, se metió en la cama pensando en los acontecimientos que le esperaban.
Por eso, en cuanto a la mañana siguiente se vio de nuevo entre las cuatro paredes de la casa del romántico, se dirigió a la biblioteca, a la mesa sobre la que permanecía extendido el cartel teatral con Doña Paula, Ginés, Don Jerónimo, Bartolo y los demás, y lo examinó fijamente. De repente cayó en la cuenta de que la obra francesa podía tener traducción española, como es habitual en los casos de Moliére y otros dramaturgos del Clasicismo, y se le iluminaron los ojos al recordar que Leandro Fernández de Moratín había traducido El médico a palos. Con el corazón latiéndole a mil pulsaciones por minuto, acudió al estante del siglo XVIII español; allí había un volumen de Jovellanos, una antología de textos de Cadalso, las Cartas eruditas de Feijoo, un libro de poesías de Meléndez Valdés, una tragedia de García de la Huerta, la Vida de Villarroel, un tomo con algunos sainetes de Ramón de la Cruz, y tres libros del citado Moratín, entre los cuales descubrió un tomo de traducciones de Moliére. Sacó este último del estante y vio en la portada los siguientes títulos: La escuela de los maridos y El médico a palos. --¡El médico a palos!—exclamó alborozado--. ¡Lo sabía!
Ávidamente pasó las hojas del libro y, ¡gran sorpresa!, esta vez el premio fue mucho mayor. Intercalados en el volumen halló hasta diez billetes de cien euros cada uno.
Sólo le faltaba solucionar el problema de la pintura de la princesa y acudió a donde se hallaba el cuadro. Lo miró de arriba abajo y desde todas las perspectivas posibles.
--Princesa... princesa...—empezó a pensar en voz alta--, ¿dónde he visto yo alguna princesa? ¿Y este pavo real que aparece en segundo plano? ¿Qué relación guardan entre sí y con el asunto de los libros, el cuaderno manuscrito y la grabación del magnetófono?
De pronto se dio un golpe en la frente.
--¡Ya está!—exclamó--, la princesa del poema de Rubén Darío. En ese libro debe hallarse el intríngulis de la cuestión.
Y regresó a la biblioteca; allí, en el estante correspondiente descubrió el lomo del libro. Lo sacó de su sitio con verdadera unción, lo abrió como si se tratara de un formulario de magia y ante sus ojos se ofreció un espectáculo increíble. Sacudió el libro y billetes y billetes de cien euros empezaron a caer al suelo como una lluvia azul de bendiciones materiales.
Reunió todo el dinero en la cartera de mano que se había llevado al efecto aquella mañana y, desde el teléfono del vestíbulo de la casa llamó al heredero. Le dijo que, tras hacer los estudios pertinentes de las obras que se reunían en la biblioteca de su difunto tío, había llegado a la conclusión de que su valor ascendía, tirando alto, a doce mil euros y añadió que del posible comprador no debía preocuparse pues ya lo había encontrado y que, finalmente, si no tenía ninguna objeción que hacer sobre todo lo dicho, él mismo se encargaría de efectuar la operación de compra y venta.
El patán del sobrino, al que sólo le interesaba el dinero y disponer de él lo antes posible, aceptó de buen grado la operación y añadió que le aumentaría la tarifa de la tasación de la biblioteca en un buen pico.
Berni, más que satisfecho, acordó encontrarse con el sobrino por la tarde de ese mismo día en el bar de la estación; allí le entregaría la cantidad convenida y luego tomaría el tren de las ocho camino de Salamanca, donde asistiría a un congreso de narrativa tradicional.
Cuando colgó el teléfono pensó que aún disponía de unas horas para dejar zanjado completamente el asunto. Sobre la mesa del escritorio colocó en varias pilas los libros del dinero. Después citó por teléfono en la casa al comprador, un conocido suyo que era profesor de Universidad y gran amante de los libros, y que previamente había examinado la biblioteca del viejo romántico, y esperó su llegada releyendo las joyas literarias que el primer dueño de la casa había copiado en su misterioso cuaderno. Estaba saboreando unos versos cuando sonó el timbre de la puerta. Salió a abrir. Era el profesor.
--Pasa –le dijo--. Al final he conseguido que te rebaje el precio a doce mil euros.
--¡Estupendo!—exclamó el recién llegado--. No sabes cómo te lo agradezco. Si puedo ayudarte en algo, ya sabes...
--Pues sí –interrumpió Berni--. A cambio de esta última rebaja, me gustaría quedarme con esos libros que hay encima del escritorio, si no te importa.
--¿Por qué esos y no otros? –preguntó aquél.
--Por nada especial. Simplemente les he cogido cariño.
El profesor se acercó, leyó algunos títulos y examinó las fechas de sus respectivas ediciones.
--¿Pones algún reparo?—le preguntó Berni.
--No. Puedes quedarte con ellos. Son títulos que ya poseo en otras colecciones mejores y estas ediciones no tienen nada de especial. En cuanto al dinero, traigo un talón conformado por mi banco. Supongo que el dueño no pondrá ningún inconveniente.
--Claro que no—contestó Berni cogiendo el talón.
--¿Cuándo puedo venir para llevarme los libros?
--Mañana mismo. Esta tarde le doy el dinero al dueño y le digo que esté aquí esperándote mañana por la mañana. ¿Algo más?
--No, sólo gracias otra vez por el favor que me has hecho.
Cuando Berni volvió a quedarse a solas, se frotó las manos felicitándose de lo bien que había salido todo. Luego llamó por teléfono a un taxi para que viniera a recogerle y mientras tanto preparó un par de paquetes con sus libros. Al poco tiempo estaba ya en el taxi camino de la estación. Se palpó el costado donde notó el bulto con el dinero y dedicó una mirada llena de ternura a los libros.
En la estación adquirió el billete de tren y facturó los paquetes. Comió en el restaurante como un sátrapa y perdió el tiempo gozosamente en espera de la cita que había concertado con el sobrino del sabio romántico. Al pensar en este último, en el sabio romántico, echó una mirada hacia arriba y musitó:
--Gracias, muchas gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario