lunes, 9 de noviembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Bailar






Ayer bajamos a Barcelona a bailar por la tarde noche a un sitio emblemático para nosotros porque, de novios, íbamos allí a mover el esqueleto los domingos. Me refiero al Centro Eulaliense (vulgo, Casinet), situado en el ensanche que la calle Amílcar efectúa en la Plaza de Santa Eulalia. Habíamos quedado con unas parejas de amigos de Tossa de nuestra edad y que, curiosamente, también de jóvenes alguna vez habían estado en el Casinet. La tarde estaba desapacible y soplaba un viento frío, pero la ilusión de volver a vivir como en aquellos tiempos unas horas de música en vivo y baile no nos amedrentó lo más mínimo. Llegamos los primeros y sacamos las entradas con derecho a consumición. Y lo primero que descubrimos fue que la sala de baile no era la misma de nuestra juventud: un edificio de pisos modernos ocupaba el solar del Casinet, sólo que los bajos del inmueble se habían destinado para acoger las dependencias del Centro, y entre ellas, la pista de baile y el bar. Pero el ambiente allí dentro era muy agradable y jovial. La pista, muy amplia e iluminada con luces de baile, y las mesas de alrededor empezaban a ser ocupadas por gente de nuestra edad que, al parecer, no habían perdido la ilusión de bailar, pese al tiempo, que todo intenta mudar. Mientras esperábamos a que las voces de los vocalistas (un hombre y una mujer también de edad semejante a la nuestra) y la música empezaran a sonar, y a que nuestros amigos llegaran, recordé esta afición a traducir en movimientos de todo el cuerpo la música bailable y un montón de fiestas y salas de baile.
Mi afición al baile me viene de mi tierra natal, de las verbenas de barrio y de los bailes de las fiestas de los pueblos vecinos, donde los de la capital tenían mucho predicamento entre las chicas del lugar: Villaralbo, Corrales, Moraleja..., sin olvidar los bailes que montábamos los compañeros de curso del Instituto en el bosque de Valorio con música de radio y merienda y bebida incluidas cuando llegaba la primavera y con ella las romerías, la de la Hiniesta, el Cristo de Morales, la Concha o el Tránsito. Pero fue Barcelona y el conocimiento de la que sería mi mujer con el paso de los años los que fortalecieron mi afición por el baile. Fue una suerte inmensa que a los dos nos gustara bailar porque muchas parejas, me consta, no son todo lo felices que quisieran por culpa de que a uno de los dos no les guste el baile. La cuestión es que la cosa ya empezó bien entre nosotros porque fue, precisamente, en un guateque de amigos donde nos conocimos, y a partir de entonces un domingo sí y otro no, pasábamos la tarde bailando. El baile que más frecuentábamos era el Fomento Martinense, situado muy cerca de la Plaza de Maragall, y desde allí, una vez acabado el baile, subíamos paseo arriba hasta su casa, que estaba cerca de la Plaza de Ibiza. Otras veces probábamos fortuna en el Centro del Guinardó o, incluso, bajábamos a Barcelona, al Novedades, como en aquel tiempo en que un amigo de Zamora vino a la ciudad condal a un congreso y me encargué de que no se aburriera solo. Bailar, bailar. La música, unida al ejercicio físico, es algo que sólo pueden saberlo quienes practican ambos. Y ayer, cuarenta años más tarde de conocer el Casinet o Centro Eulaliense, mientras compartíamos pista y sensaciones con nuestros amigos de Tossa, volvimos a comprobarlo. En esos más de cuarenta años el baile ha significado siempre para mí un momento de encuentro, de charla, de alegría, de salud física y de emociones bellas compartidas con gentes sencillas como nosotros y ha hecho posible muchas veces que cierta amistad nazca y perdure.

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