domingo, 1 de noviembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Escribir


Las ansias imperiosas de escribir, como de leer, me vienen de niño, de cuando formando a mi alrededor un corro de incondicionales, les leía historias de fantasmas que yo mismo había escrito previamente o les decía, con todo lujo de ambientación de voces y onomatopeyas, las historias que, sobre la marcha me iba inventando. Lo de escribir seriamente me tocó de lleno cuando un verano de mi adolescencia mi hermano mayor me mandó desde Barcelona un libro de Bécquer que leí de un tirón. De esa lectura y de otras que por entonces ya hacía, como novelas del FBI y cualesquiera de misterio, así como de las historietas gráficas que años antes coleccionábamos y leíamos con verdadera voracidad (El Capitán Trueno, El Cachorro, El Jeque Blanco, Las aventuras del FBI, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz y tantos otros cuya enumeración haría este escrito excesivamente largo), de todo esa mezcla de lecturas nació mi afición por plasmar por escrito cuantas aventuras se me ocurrieran. Y ya no lo he dejado nunca. Entre versos y relatos me he pasado media vida: leyéndolos y escribiéndolos. Y no fue hasta mi llegada a Barcelona cuando empecé a pensar en darlos a conocer, bien en publicaciones propias, bien sometiendolos al juicio de los jurados de algunos premios. Entre los primeros, destacan los incluidos en mi primer libro Cangilones de vida (Casals, Barcelona, 1978) o Polvo y pisadas en un camino (Bubok, 2009) y entre los segundos algunos títulos que lograron premios y distinciones, como El jardín secreto de don Quijote (Premio El Chiscón de Cuentos de Madrid de 2005, Cauce vivo (finalista del Premio de Novela Corta Juan Valera, 1982), El tahitiano (ídem del Premio de Cuentos Antilla, Barcelona, 2000) o La balada de dos juglares (finalista del Premio de Novela Gastronómica Sent Soví, Barcelona, 2002), por citar unos pocos. Y ayer recibo un correo en el que se me comunica que he sido finalista en el I Certamen de Cuento Tradicional Mancomunidad Zona Centro con Cosas de críos. Quiero cerrar con un fragmento de este último trabajo.




"De repente, en la corriente del río apareció a nuestra vista algo vivo que cambió el curso de los acontecimientos. Un hermoso pato blanco, de los que la Molinera poseía en el islote cercano a las aceñas, se deslizaba como un dos de tiza animado sobre la línea recta del agua frente a nosotros. El pato de vez en cuando sumergía la cabeza en el agua y giraba graciosamente en esa postura. A la vista estaba que era inmensamente feliz (eso me parece ahora a mí mientras recuerdo el hecho), pero para nuestra mente de niños aquella felicidad espontánea y libre del ave acuática nos arrancó con fuerza del pacífico aburrimiento en que habíamos caído.
Uno preguntó señalando al pato de la Molinera:
--¿Será muy difícil acertarle desde aquí?
Otro contestó inmediatamente:
--Metiendo y sacando la cabeza del agua, claro que sí.
Un tercero añadió:
--Y dando vueltas, mucho más.
El primero dijo:
--Podemos probar.
Y el que no había dicho palabra todavía acabó de animarnos:
--Pues manos a la obra.
Y dicho y hecho. En un instante teníamos armados nuestros tiradores y tensadas las gomas en dirección al río, al lugar donde el pato, ajeno al peligro que lo amenazaba, seguía divirtiéndose con el juego que más le gustaba: nadando, metiendo y sacando la cabeza del agua y girando sobre sí mismo en un dominio absoluto del medio.
Zásss. Riásss. Ssssá.
Los cantos pulidos, convertidos en proyectiles de los tiradores, cruzaban el aire silbando para ir a buscar con avidez el blanco, plumoso y esbelto cuerpo del pato. Y al caer, rompían el agua entre burbujas escandalosas a un lado y a otro del palmípedo sin alcanzarlo. Sin embargo, atemorizado por la constante amenaza, el pobre pato giraba y giraba, ahora angustiado y sin diversión ninguna, buscando con ansia escapar de aquel peligro inesperado. Los guijarros golpeaban el agua cada vez más cerca de él.
Ahora los que nos divertíamos éramos nosotros. El juego que habíamos elegido nos animaba más y más a seguir jugando. Pero de pronto el juego tuvo un desenlace inesperado y, sobre todo, trágico. En ningún momento llegamos a creer que le daríamos al pato con alguno de nuestros proyectiles. Pero ocurrió. Uno de nosotros, nunca quisimos discutir sobre eso una vez que vivimos la tragedia, le debió de acertar en plena cabeza porque de repente el hábil y blanco pato pareció romperse por el cuello y, como si su plumaje fuera el de una marioneta abandonada, se detuvo en seco y, ensangrentado y sin vida, se abatió sobre el agua para acto seguido empezar a ser arrastrado por la corriente abajo como ella quiso hasta desaparecer bajo el primer ojo del Puente de Piedra. Recuerdo ahora, mientras rememoro el hecho, que todos nos quedamos pálidos y como sin sangre en las venas. Profundamente entristecidos por lo ocurrido al pobre pato, recogimos los tiradores, aquellas armas asesinas que habían acabado con una hermosa vida que había sido hasta unos segundos antes señora del agua, y sin cambiar palabra, nos escabullimos, cada uno por su lado, en busca del perdón y del consuelo que pudiéramos encontrar en la paz y soledad de nuestras casas.
Pero la imagen del bello pato, sanguinolenta, muerta, arrastrada por el agua que había sido dominada por él momentos antes, no me abandonó durante los días siguientes. Y según me dijeron mis amigos, algo parecido les había sucedido a ellos también.
Lo paradójico de la vida, que siempre nos acompaña para darnos alguna lección, se nos ofrecería de modo evidente algunas semanas más tarde. Pues buscando cangrejos entre las berrazas del primer ojo del Puente de Piedra, descubrimos enredado entre ellas a aquel pato de nuestra travesura, ahora hediondo, negruzco y cubierto de gusanos. Y sólo nos produjo asco y repugnancia.
Cosas así, ilógicas e injustas, suelen surcar el agua al parecer razonable y legal de la infancia.


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