domingo, 22 de noviembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Los amigos (1)






Cada tiempo y lugar tiene la amistad que les da su impronta. Esto lo afirmo con pleno conocimiento de causa en esta tierra de mar que me acoge tan entrañablemente llamada Tossa, desde que ayer en la localidad cercana de Lloret de Mar, tan poco acogedora en el estío pero enormemente hospitalaria y tierna en noviembre, en especial durante sus fiestas, pude vivir de cerca. Fue en el Hotel Olimpic, donde otras veces hemos disfrutado de su música y su baile; allí el casal de jubilados celebraba la fiesta anual de sus socios y allí, generosamente, vivimos ayer una tarde memorable que incluía una abundante merienda sazonada con un baile y una música en vivo que duró hasta que la noche estuvo bien cerrada, y que se prolongó en el paseo iluminado de la avenida Marlés y luego por Santa Cristina y en medio de un mercado medieval con olores, colores y sonidos de otros tiempos, hasta la gótica iglesia de Santa Maria de Lloret, rincón verdaderamente precioso donde los haya. Pero lo mejor fue que todo eso se vio señalado con la amistad que tenemos desde hace un tiempo con un grupo de jubilados de Tossa que comparte con nosotros la afición por el baile y la tranquilidad y alegría de vivir, entre los que destacan Alejandro y su mujer Mari, de los que ya contaré cosas en estas memorias. Ahora prefiero empezar este recorrido de la amistad por mis primeros años, como es lógico.

En la infancia, allá en mi tierra natal, tuve mis primeros amigos, como todo el mundo. Durante mis años de estudiante en los Salesianos destacó uno de ascendencia italiana llamado César, con el que jugaba en su casa de la Candelaria con una buena colección de indios y pistoleros de plástico; era delicado y generoso y siempre que volvía a Zamora en alguno de mis intermitentes viajes echaba de menos su sonrisa triste. Otro amigo de la infancia, pero éste relacionado con el mundo del barrio era Manolín que, cada verano, venía desde Oviedo, donde vivía con su padre, a casa de su abuela, que en el barrio daba de cara a las aceñas del río. Su amistad era vivir en una constante aventura. Unas veces le daba por cantar al estilo de Antonio Molina la famosa canción de Soy minero (su padre trabajó siempre en las minas de Asturias), y entonces su cristalina voz hacía las delicias de nuestros oídos, otras veces jugaba como Dios al fútbol en la explanada de la iglesia y marcaba unos goles de campeonato que eran la envidia sana de todos los demás que teníamos la suerte de jugar en su mismo equipo, que era el Barça mío, aquel mítico de Ramallets, Kubala, Basora, Manchón y otros, y otras veces se atrevía el primero a saltar las josas de San Frontis para limpiar los almendros o disputar a los pájaros los higos más maduros y a colarse en las aceñas sin que lo advirtieran los molineros para hacerse con algún que otro pichón que dormía ajeno a lo que le esperaba en la caja de las vigas de los altillos. Un verano dejó de acudir y nunca más volví a verlo. Otro amigo de entonces era Lolo el gallego, cuya amistad se prolongaría a través de los años de adolescencia y juventud, y aún hoy, tan separados uno del otro, seguimos llamándonos por teléfono, felicitándonos por Navidad o viéndonos cada vez que vuelvo a Zamora en algún regreso nostálgico, y entonces pasamos largas horas hablando de aquel tiempo, acentuando así el dolor incurable de la nostalgia. Su padre, que era cantero, le metió el oficio en el alma y cuando murió me pidió que escribiera una poema en su memoria para ponerlo en un libro de piedra que él talló para poner sobre la tumba de su padre. Y el otro Lolo, cuyos padres tenían un bar en el barrio, con el que me iba a dibujar por los alrededores cualquier cosa que se nos pusiera delante o a pescar cangrejos a mano mientras nuestras hermanas pequeñas respectivas los iban metiendo en latas a medida que los íbamos capturando. Eso fue durante la primera adolescencia.

En la que yo llamo segunda adolescencia, la del amor y el gusto por las niñas y la de los estudios en el Instituto, otros amigos fueron los compañeros de mis avatares escolares y amorosos. Junto al mencionado Lolo el gallego, había un santanderino recien llegado con su familia al barrio llamado Alejandro, y Antonio, el hijo de un compañero de trabajo de mi padre que vivía en una finca de la vega del Duero. Alejandro cantaba muy bien tangos a lo Gardel y casi me hacía llorar cuando con voz ronca y triste remedaba el Adiós, muchachos compañeros de mi vida. Era también compañero de estudios, lo mismo que Antonio, sólo que éste también lo fue en mi etapa anterior de los Salesianos. Cuando acabó el bachillerato se fue a estudiar a Madrid, donde encontró trabajo. Con el paso de los años, ya situados los dos, viajó alguna vez por asuntos laborales a Barcelona y en la ciudad condal coincidimos para recordar viejos tiempos. Lolo el gallego, Alejandro, Antonio y yo salíamos los domingos para ver si ligábamos alguna chica en el paseo de Santa Clara, jugábamos a las cartas en el Lisboa o íbamos de chatos y tapas por Los Herreros y otras calles emblemáticas de Zamora. Luego, atravesábamos el Duero por el Puente de Piedra haciendo un balance de nuestros éxitos y fracasos (estos útimos nos los pasábamos por el forro cantando alguna de Gardel o de Farina, al que yo era bastante aficionado.

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