martes, 3 de noviembre de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS


Aún no nos hemos repuesto de la triste noticia del adiós de José Luis López Vázquez, cuando nos llega otra, ésta referida a la muerte del centenario novelista Francisco Ayala ( Granada, 1906). Publicó su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, en 1923 y desde entonces no ha dejado de dar a conocer los frutos de su prolífica pluma. Fue colaborador de la Gaceta literaria y la Revista de Occidente. Al finalizar la Guerra Civil, se trasladó a América, donde empezó una nueva etapa en su producción literaria con Los usurpadores y La cabeza del cordero (ambas de 1949). De vuelta a España, se instaló definitivamente en Madrid en 1976. Fue elegido miembro de la Real Academia Española en 1983 y recibió varios premios importantes entre los cuales destacan el Nacional de las Letras Españolas en 1988, el Cervantes en 1991 y el Príncipe de Asturias de las Letras en 1998. Entre sus novelas modernas más importantes destacan Muertes de perro y El fondo del vaso y entre sus libros de relatos, El jardín de las delicias o El rapto. También escribió un libro de memorias titulado Recuerdos y olvidos. Curiosamente tengo delante un libro que Espasa Calpe publicó en 1993 que se titula Ayala sin olvidos, de Enriqueta Antolín, periodista palentina, la cual, por medio de charlas informales con el autor, escribe una obra muy singular que nos acerca a un Ayala nostálgico que rememora cosas de la España republicana, de su familia, de sus amigos y conocidos, entre los cuales aparecen personajes tan dispares como Azaña, José Antonio Primo de Rivera, Gabriela Mistral o Federico García Lorca... Un libro que es a la vez biografía, entrevista y novela. Como homenaje al escritor granadino, copio un fragmento del prólogo que el propio Ayala escribe para el libro:

"Tal vez el más penoso entre tantos inconvenientes como la longevidad tiene, sea el de que, por momentos, va convirtiendo al hombre en la imagen fija, irrevocable ya, de sí mismo. Hay un dicgo que suele repetirse: el de que cada cual es hijo de sus obras, resultado final de cuanto ha actuado y cumplido a lo largo de su vida; y claro está que cuando, como es mi caso, se trata de un escritor, esas obras capaces de engendrar su definitiva realidad humana serán, específicamente, sus obras literarias, los frutos de su ingenio. Es en ellas donde, a la manera de filigrana, puede descubrirse la clave --más o menos disimulada, más o menos secreta--de su auténtico ser."

No hay comentarios:

Publicar un comentario