miércoles, 4 de noviembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO


Las ranas (3)
Estos días primeros de noviembre tengo muchas horas conmigo a mi nieto; el pobre anda malito y no ha podido ir a la Guardería. Así que, como puedo, lo entretengo en la buhardilla con parte de mi colección de ranas. Y digo mal: no lo entretengo, nos entretenemos mutuamente, porque mientras el pequeño juega con las ranas, a las que está cogiendo cariño, yo recuerdo las docenas de historias que están relacionadas con ellas.

Está la del jardín, de piedra blanca y con un canalito interior, por donde durante un tiempo iba el tubito de riego que proporcionaba riego alas campánulas del arriate central; la adquirimos en una tienda de jardinería y cerámica de Tossa, cuando estrenamos el primer piso en el pueblo marinero, ahora hará doce años. Está la rana de esponja roja y verde de ojos negros movedizos, mucho más antigua, que me trae a la memoria nuestra primera estancia en París a finales de los setenta, cuando nuestros hijos eran muy pequeños todavía y nosotros, dos personas enamoradas del amor y de la vida. Está la rana de piedra y la de piedra volcánica, negra como la noche, que me trajo mi hijo mayor tras efectuar uno de sus viajes a Italia. Y la rana mechero de cerámica y ojos de cuarzo que me regalaron mis hijos por un cumpleaños- Y las historias se enredan como cerezas mientras mi nieto acaricia rana tras rana.

Hay una, sin embargo, que no debe de caerle muy bien, porque en cuanto la rescato de la sombra del estante de la vitrina y la hago voltear con sus resortes laterales ante los ojos asombrados del niño, éste aparta la mirada y da un cómico bufido; y la rana en cuestión no es fea ni desagradable, al contrario, tiene una cabecita risueña con los ojos abultados en lo alto y los brazos y las patitas, articulados por gomas, están bien proporcionados; lo que asusta al niño debe de ser el giro brusco que realiza la ranita al apretar los mandos. De cualquier modo, la ranita en cuestión cuenta con su historia particular, relacionada con la mía, y es que en un viaje que hicimos con unos amigos por la Costa Brava, a principios de los setenta, un día fuimos a parar por una carretera inhóspita al descuidado entonces monasterio de San Pere de Rodes. Tras respirar aliviados durante unos minutos, puesta la vista en la bahía azul de Llansá, entramos en un restaurante vecino a reponer fuerzas. Y allí, en un estante con suvenires descubrí la ranita acrobática. Y la compré para no olvidarme de aquella visita tan accidentada al maltrecho monasterio (hoy es un gozo para la vista recorrer sus misterios de piedra bien cuidados). Recuerdo de otro viaje, éste mucho más reciente y por tierras de Portugal, es la ranita verde de loza superpuesta en un pergamino de cerámica, que encontré en una tienda de Sintra, tras ascender por los callejones empedrados de su casco antiguo, mientras al otro lado, sobre una montaña de exuberancia vegetal me miraba sorprendido el Castillo de Pena. ¡Cuánto tiempo se rehace en mi memoria durante estos primeros días de noviembre, en que parece que por fin el otoño se va instalando en nuestras vidas, pero todo se lo debo a mi nieto y a estas ranas de mi colección con las que se entretiene y me entretengo.

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