miércoles, 18 de noviembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Viajar (1)




Viajar, como leer, escribir, bailar o pintar, es una variante de la vida y sin ella los ríos que van a dar a la mar que es el morir no sería prácticamente nada. Desde niño soñaba con viajar y ver el mar, al que no pude ver hasta que hice el Preuniversitario. Entonces, en el viaje de fin de curso, visité media España y pude contemplar, desde luego, el tan anhelado mar de mi infancia. Salamanca, Madrid, Valencia, Tarragona... Castellano de tierra adentro, eso del mar me parecía un pasaje de sueño casi irrealizable. Y ahora, jubilado, el mar es para mí un referente. El de Barcelona, primero, y luego ya siempre el de la Costa Brava, en especial el de Tossa de Mar, al que quiero de modo singular. Pero volviendo a las ansias continuas de viajar que ya sentía de niño, debo decir que mis primeros viajes fueron al pueblo de mis abuelos maternos, en la vega del Duero, a aquel Villaralbo de las primeras aventuras en compañía de mi primo Pedrito, el pobre ya fallecido, cuando explorábamos la casa de la abuela en busca de sorpresas, como la que reservaba para nosotros aquel tarro de cerezas en licor. Como mi abuelo materno era guarda jurado, su trabajo le llevaba de un pueblo a otro, y así, mi segundo viaje de niño fue a Rodilana, un pueblo cercano a Medina del Campo. Allí las aventuras las llevaba a cabo en compañía de mi hermana pequeña y recuerdo que una vez, si antes no nos descubre nuestra madre, habríamos acabado con unos cuantos pollos que corrían alegres por el corral, pues a mí me dio por retorcer algún cuello emplumado: cosas de críos. A veces mi abuelo, con la tercerola al hombro, nos llevaba por los alrededores del pueblo, por las lindes de los campos, por las viñas... y de vez en cuando nos mostraba el vuelo de algunas aves, el vertiginoso y rápido de los vencejos, el corto y ruidoso de las perdices, el que imitaba el sonido de la ropa puesta a secar de las palomas, el alto y en V de las grullas o el desgarbado, blanquinegro y zancudo de las cigüeñas. Luego, un poco más mayor, los vecinos de la planta baja de nuestra casa, una pareja simpática y amable de maestros que, sin descendencia, me querían como a un hijo (mando desde aquí un entrañable recuerdo a la mujer, Eulalia, tristemente desaparecida hace poco menos de un año), me llevaban algún verano a la casa que tenían en el pueblo donde ejercían la nunca bien pagada profesión de enseñar y educar. En Fornillos de Aliste, así se llama el pueblo, pasaba momentos inolvidables en contacto con la naturaleza y allí hice mi primera pistola con una pizarra muy fácil de trabajar y descubrí los primeros nidos de pájaros, pero sobre todo afiancé el amor que siempre he tenido por la naturaleza y los espacios abiertos y tranquilos, de ríos solitarios y arboledas que los acompañan y montes y jaras y animales sueltos y libres... Antes de pasar de niño a adolescente también hice mis primeros viajes solo, aunque bien amaestrado por mis padres. El más entrañable era el viaje que hacía a Medina de Rioseco, donde vivían los primos con quienes más he intimado siempre, Tomás, el mencionado Pedrito, Luci, Aurelio y cinco o seis más, todos hijos del hermano de mi madre, mi tío Miguel, también guarda jurado como el abuelo y el otro tío, Tano, el que me contaba apasionantes trabalenguas como el de "Oiga, compadre Guerra, ¿por qué le ha pegado con la porrra de parra a la perra de Parra? Porque si la perra de Parra no hubiera mordido al compadre Guerra, el compadre Guerra no le habría pegado con la porra de parra a la perra de Parra." El caso es que para ir a Medina de Rioseco, primero tenía que coger un autobús en la avenida del Instituto que me llevaba hasta Toro. Allí bajaba y sacaba número en un quiosco cercano para el autobús que me llevaría más tarde a Medina de Rioseco. Toda una aventura me parecía aquello: yo solo moviéndome por media provincia de Zamora y por otra media de Valladolid. En cuanto me sentaba en mi plaza del autobús de Rioseco toda la tensión me desaparecía. Los campos, los castillos, las iglesias, las avutardas y las cigüeñas que encontraba en mi camino me lo hacían más corto de lo que era. Al llegar a Medina, me estaban esperando algunos primos y juntos empezábamos la fiesta de hacer del tiempo un interminable pasatiempo y una burla de la muerte.
Y no quiero olvidar aquel otro viaje con fines educativos que realicé a una dehesa de la provincia de Salamanca en sustitución de mi hermano mayor, que era maestro, y se había comprometido a ir a la dehesa a enseñar a leer y escribir al hijo mayor del propietario. Las circunstancias hicieron que en vez de mi hermano fuera yo, que entonces estaba estudiando bachillerato en el Instituto, quien fuera a enseñar a leer y escribir a Manolo, que así se llamaba el muchacho. El viaje hasta la dehesa la hicimos de noche desde El Cubo del Vino, población fronteriza entre Zamora y Salamanca, a caballo y bajo una lluvia intermitente que sólo oía caer sobre mi cabeza, cubierta con una manta. La verdad es que el dueño de la dehesa llevaba el caballo y yo iba montado detrás de él y bien cogido a su cintura. Si el viaje fue emocionante, la estancia en la dehesa, rodeada de montes y campos y de una soledad inmensa, fue aún mejor. Duró lo que duraron las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. Las clases tenían lugar en la cocina de fuego de tierra de la casa y con iluminación de candiles de carburo y empezaban cuando los hombres de la casa acababan las faenas de la hacienda y regresaban a descansar. Duraban poco tiempo y además me gustaba mucho enseñarle a escribir las palabras "Manolo Carnicero" a mi alumno. Por otra parte, el resto del día era todo para mí, para dar vueltas por los alrededores, explorar las viviendas vecinas, cerradas desde hacía mucho tiempo porque sus moradores las habían abandonado para cambiar de vida en la capital, aprender a montar a caballo para llevar al grupo entero a beber agua a un lago cercano, jugar con el hermano pequeño de Manolo y hacer alguna que otra travesura juntos, como la de probar todos los vinos de la bodega hasta caer dormidos por una dulce borrachera. La estancia en aquella dehesa fue un verdadero aprendizaje para mí, cuando había ido allí para hacer de maestro.


Desde aquellos primeros viajes de mi infancia y adolescencia hasta el último que acabo de realizar a Vitoria han pasado más de cincuenta años, medio siglo de hacer de la vida un camino imparable de sorpresas. Quizá el secreto de eso que llamamos felicidad empiece por esa actitud.

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