martes, 5 de abril de 2011

Una novela del siglo XVIII


Se trata de un relato en el que ando metido desde hace más de un año, cuando mi hijo mayor, estudioso del Siglo de las Luces (su tesis doctoral versó sobre el asunto de la censura en la Ilustración española) me animó a escribir alguna cosa de ficción sobre ese nunca bien entendido siglo. Empiezo hoy a incluir en el blog parte de ese escrito. En sucesivas entradas, como si se tratara de una publicación por entregas, iré dando a conocer nuevas secuencias o capítulos de
El corresponsal
1. El protagonista de presenta



Barcelona, 1770 La última vez que me sentí amenazado de muerte fue hace una semana cuando recibí el Diario con mi última colaboración, que era por otra parte de lo más inocente. Se trataba de un artículo que hablaba, entre otras cosas, del pino que hace un tiempo estuvo en la plaza de la iglesia que lleva su nombre, y añadía que, según cuenta la leyenda, fue en un hueco del tronco de ese árbol donde se encontró una imagen de la Virgen, que se llamó por ello Nuestra Señora del Pino. En el mismo artículo trataba de la costumbre que se tiene en las fiestas de Navidad, según la cual en Nochebuena algunas aldeanas suelen preparar una olla con agua caliente por si a medianoche llega la Virgen María a dar a luz a su hijo y encuentra todo preparado para que el feliz alumbramiento tenga lugar sin ningún contratiempo. Pues bien, en las columnas donde aparecía mi escrito en el Diario un aspa roja lo cruzaba de un extremo a otro y debajo de la tachadura aparecían dos frases, escritas a mano con saña evidente pues los trazos habían roto el papel por varios sitios, y dirigidas a mí con una intención que no dejaba lugar a dudas:


LAS COSAS DE NUESTRA SACROSANTA RELIGIÓN NO SE TOCAN.

LA PRÓXIMA VEZ QUE LO HAGAS TU CUERPO APARECERÁ

TACHADO COMO TU IRREVERENTE Y ASQUEROSO TEXTO.


Aquella amenaza me quitó el sueño de las dos noches siguientes. Al tercer día le escribí una carta al ilustrado madrileño que había contratado mis servicios para pedirle su protección, tal como me había prometido desde un principio en el caso de que mi integridad física corriera el menor peligro. Pero se lavó las manos como Pilatos diciéndome en una carta, que tardó en llegar a mis manos más de dos semanas, que lo mejor era que cambiara de aires. Me llevé una decepción tan grande, que tomé la pluma para recordarle, entre otras cosas, que cuando él contrató mis servicios, me prometió seguridad y protección, que yo siempre le había servido fielmente durante más de cincuenta años y, ahora que me veía amenazado de muerte, lo único que se le ocurría era recomendarme un cambio de residencia y ciudad. La verdad es que esperaba de él una respuesta más positiva, es decir, una actuación traducida en cualquier tipo de ayuda con medios y personas para sacarme de aquel peligro que parecía inminente. Enseguida comprendí que desde Madrid se veían las cosas de modo diferente al que las veía metido en el ajo. Porque vivir en Barcelona y en el barrio donde yo vivo, es malvivir y estar sujeto a continuos riesgos y constantes asechanzas. Sin embargo, evité en la carta molestarle con inútiles lamentaciones. Y así, le aseguraba que no quería convertir la que posiblemente sería mi última carta en un rosario de quejas y lamentaciones y que, como yo había elegido la vida que llevaba, yo debía responsabilizarme de cuanto ella me acarrease. Bajé a la calle a echar la carta al correo y, de vuelta a casa, no he dejado de mirar con miedo a un lado y a otro por si, escondidos en alguna esquina, hacían su aparición los sicarios que me acechaban.

Aquella misma noche, agazapado como un conejo en mi camastro en espera de que la noche me deparara alguna hora de descanso, unos golpes furibundos sonaron en mi puerta. Aterrorizado por los golpes, estuve a punto de tirarme de la cama y huir por el ventano de la cocina a los tejados colindantes, pero mi cuerpo y mis piernas ya no están para eso y, cerrando fuertemente los ojos, esperé a que mi destino se cumpliera. Pero al rato se hizo el silencio nuevamente en el edificio y respiré aliviado. Me engañé a mí mismo pensando que los que golpeaban de ese modo tan furioso la débil puerta de mi casa no eran los sicarios de don Matías, el cura de Santa Ana, que querían cobrar en mis propias costillas el escrito que firmé en el último número del Diario, sino algún vecino u otra persona que se había equivocado de puerta. De todos modos y por si acaso determiné, en cuanto volviera el nuevo día, hacer una visita a mi contacto de Madrid para arreglar urgentemente y del modo más seguro mi salida de Barcelona. Yo soy un hombre insignificante, hasta feo, enjuto de carnes, escaso de esqueleto y precario de salud, pero en compensación aún puedo contar con lo que me queda de vida, con mis libros, mis ideas. Y, especialmente, tengo muy presentes los dulces recuerdos de mi querida y desventurada familia, a los que vuelvo de vez en cuando en busca de consuelo. Mis padres, naturales ambos de Aragón, se trasladaron a Barcelona en la peor época de la historia de la ciudad, cuando las tropas del rey Felipe, que aunque rey de los españoles se sentía francés hasta la médula, destruyeron a cañonazos las escasas libertades que tenían hasta ese momento los barceloneses. Mis padres encontraron una casa en la Barceloneta y allí, camuflados en la vida de los pescadores y, sobre todo, en la de quienes habían sido expropiados de sus casas de la Ribera que habían sido tiradas abajo para construir la ominosa Ciudadela, presencia indeseable del despótico rey en la ciudad condal, empezaron a sacar adelante con muchísimas dificultades una familia compuesta por cuatro miembros: ellos mismos, mi hermanita Eulalia y yo. La proximidad del mar, con la humedad excesiva que produce a todas horas, y un trabajo agotador de sol a sol remendando redes y calafateando barcas y sin apenas alimentos que llevarse a la boca acabaron con ellos y con mi hermana pequeña, que contrajo además unas fiebres malignas, con cuyo luctuoso recuerdo tiemblo a veces y lloro sin consuelo alguno. Yo me salvé de milagro y estuve hasta los primeros diez años de mi vida en un Orfanato de la calle de la Canuda donde las monjas carmelitas que lo regían me enseñaron a leer y a escribir, a hacer las cuatro cuentas y el catecismo. De vez en cuando me hacían rezar con ellas para que una familia de alta clase con bienes y poderes viniera a adoptarme y a hacer de mi vida algo más agradable. Pero el tiempo pasaba y, mientras otros niños y niñas eran redimidos de aquella solitaria tristeza que emanaba a todas horas de las paredes del Orfanato, en mí nadie se fijaba. Y era lógico porque siempre me crié pelón y escuchimizado, y tosiendo con esta tos crónica que me acompañará al sepulcro. En espera de lo inesperado, me aficioné a leer vidas de santos y tradiciones y leyendas de Barcelona que contenían algunos libros de las monjas y a escuchar con atención los relatos que nos contaban las hermanitas sobre rincones y monumentos de la ciudad, y cosas y oficios de sus moradores. Entre las neblinas que dejan la distancia y el tiempo en mi memoria, recuerdo el toque de las campanas que recorría el cielo de Barcelona a todas horas del día y de la noche, y la historia que sor Montserrat nos contó un día sobre ellas. Contaba, por ejemplo, que todas las campanas de la Catedral tenían su nombre, desde la Honorata, que era la campana que se había instalado en el reloj dos siglos antes, hasta una llamada la Eulalia, en memoria seguramente de la patrona de la ciudad, cuyo cuerpo dicen que está enterrado en la cripta de la Catedral, y otra la Tomasa; las tres se encargaban de señalar a los barceloneses las horas enteras, las medias y los cuartos. Pero se daba la circunstancia de que en la vecina iglesia de Santa María del Pino la campana de su reloj, a la que, por cierto, la gente llamaba la Andrea, daba sus propias horas; de manera que al oír los ciudadanos a unas y a otra repicar, decían que ya estaban otra vez discutiendo las campanas, y al hablar de una hora en punto determinada, se estaban refiriendo a la hora del barrio del Pino o a la hora del barrio de la Catedral. Y todos tan contentos.

Mientras tanto, seguía pasando el tiempo sin que la suerte me llegara. Ya me había resignado a lo que el destino tuviera reservado para mí. Aun así, allí dentro me enteraba de lo que pasaba en el mundo. Un noviembre irrumpió en el Orfanato la trágica noticia de que un terremoto había destruido la ciudad de Lisboa. La trajo un familiar de sor Montserrat que era de Cádiz. Empezó diciendo que el terremoto, cuyo epicentro estaba situado en el océano Atlántico, había levantado olas gigantescas y que una de ellas se abatió sobre la capital de Portugal y la arrasó casi completamente, causando más de treinta mil muertos. Y añadió que en su ciudad, Cádiz, una de esas olas había alcanzado veinte metros de altura, y había sembrado el pánico entre los vecinos. El día de la triste noticia del terremoto hubo rosario y muchas oraciones en la capilla del Orfanato para pedir a Dios que no permitiera que volvieran a ocurrir sucesos tan luctuosos en ninguna parte del mundo. Y por la noche tuve pesadillas. Me desperté llorando y sudando de pies a cabeza. Creía, como otros niños, que aquello podía significar el fin del mundo. Al día siguiente sor Montserrat intentó en vano tranquilizarnos diciendo que los terremotos no eran exclusivos de nuestro siglo y que ya antes otras gentes habían padecido sus efectos; y nos recordó, como ejemplo, el que en el siglo anterior había destruido una ciudad cercana a Quito, allá en América. Añadió que existía fuego, con llamas muy altas, en el interior de la tierra que era el causante de estos movimientos o temblores de la tierra llamados terremotos, aunque estén sumergidos bajo el mar. Aquello me puso más triste y me hizo sentirme más solo y desvalido que nunca. Entonces recordé a mis padres y a mi hermanita Eulalia. Y sucedió que un día de ese mismo otoño, tan apagado y frío como los demás, en que la lluvia golpeaba los vidrios de las ventanas y reventaba sobre ellos en pequeñas culebrillas que el viento hacía correr en todas direcciones, apareció el matrimonio Dalmau i Grau con intenciones de adoptar a un niño. Yo seguí con mi lectura, acostumbrado a que nadie se fijara en mí, y mira por dónde, aquel día gris y lluvioso de otoño se convirtió para mí en un día de buena suerte pues los señores Dalmau i Grau debieron de ver en mí a un niño serio y aplicado que entraba en los planes de futuro que habían hecho contando conmigo. El caso es que la hermana Montserrat dijo mi nombre en voz alta y, cuando levanté los ojos del libro para mirarla, añadió que me acercara a aquellos señores tan distinguidos que había en medio de la sala porque querían hablar un rato conmigo. A los pocos días ya formaba parte de la familia Dalmau i Grau.

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