LA SEMILLA
Antes de que se lo llevaran, estuve hablando con él del asunto que lo había puesto en aquel trance. Entre palabras a medias y conversaciones alocadas, logré arrancarle lo que quería, la historia que, resumida, es como sigue.
“Yo tuve un duende, llamado familiar aquí en la isla, y lo cuidé con abundante comida y bebida, tal como los duendes exigen que sus amos los cuiden. Me ayudaba en la casa y en la huerta y rendía como tres hombres juntos. Mis vecinos no podían creer lo que veían sus ojos. El patio delantero siempre limpio, los muebles de la casa relucientes, la comida y la cena puestas a la hora en la mesa, el corral ordenado, con los animales atendidos y los aperos de la huerta preparados. Y en cuanto a la huerta, los vecinos se echaban las manos a la cabeza sin entender cómo sacaba adelante yo solo el trabajo de escardar, labrar, abonar, regar, podar, recoger la fruta y la alfalfa y almacenar la cosecha en las cámaras. “Debes de estar agotado”, me decían. Y yo me reía para mis adentros. Hasta que la redoma negra en que lo guardaba se me cayó de la repisa de la cocina y se hizo trizas. Entonces la semilla de la planta efímera, de la que estaba hecho, al contacto con la luz, se pudrió en un santiamén produciendo un olor tan nauseabundo que estuvo varias semanas apestando toda la casa. Ya no me dio tiempo a crear otro duende porque fue cuando se presentaron en casa los agentes de la ley para detenerme. Sé que fueron mis vecinos, que, envidiosos de mi buena fortuna, debieron avisar a los policías de que algo raro pasaba en mi casa.”
Esto fue lo que más o menos saqué el limpio de la historia que me contó entre conversaciones alocadas y palabras a medias antes de que se lo llevaran al manicomio de la capital de la isla. Y un detalle de su historia se me había quedado flotando en la cabeza sin que acertara a explicarme su significado. Era el de la semilla de la planta efímera. ¿Qué clase de semilla debía de ser esa que, encerrada en una redoma negra, era capaz de crear un duende? Así que deseando darle a la historia un viso de veracidad, me fui al manicomio de la capital de la isla a hacerle una visita a mi hombre. Aunque, pensándolo bien, aquello no parecía tener ninguna lógica, y cualquiera que se parara a examinar lo que pretendía hacer me habría tomado también por loco. De todos modos, me convencí a mí mismo de que, al menos para contar un relato, me servía. El caso es que, sin parar en mientes, me presenté en el frenopático a preguntar por el recién ingresado. Mentí al director diciéndole que era un pariente lejano, a lo que la autoridad del centro no puso ningún reparo; al contrario, me dio las gracias porque, según él, dado que el enfermo no tenía ningún pariente conocido, mi presencia allí le podría reportar algún bien. Sin embargo, antes de permitirme verlo, se interesó por el motivo de mi visita. Y ahora viene lo más curioso del caso, y es que, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a hablarle de la semilla… No me dejó terminar y esbozando una sonrisa escéptica me dijo sin rodeos que eso de la semilla de la planta que en un día germina, crece, se desarrolla y muere y que si se encierra en una redoma llega a crear un familiar que todo lo puede no era más que una superstición que corría entre la gente más crédula de la isla, cosas de películas, como la que Eduard Norton en El ilusionista ejecuta con la semilla de naranja, la cual, ante los espectadores que abarrotan el teatro, se hace en cuestión de segundos un naranjo con sus frutos encarnados correspondientes, que arroja entre el público. A mí también me parecía que eso no podía existir nunca, pero que para crear una ficción valía. Y sonreí, como el director. Aunque también vi que presionaba disimuladamente un timbre que tenía sobre la mesa, seguramente para llamar a los cuidadores del manicomio; de modo que, pretextando una urgencia, salí a toda marcha de allí porque de ninguna manera quería acabar en una habitación compañera de la del protagonista de mi historia.
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