viernes, 22 de abril de 2011

Memorias de un jubilado

Abril otra vez



En abril las aguas mil, dice el refrán castellano. No recuerdo un solo abril en que no haya llovido. En mi infancia la lluvia de abril no era mala como en invierno, en que hasta el paisaje se estropeaba, el río se salía de madre y llena de temor los corazones de mayores y pequeños. En abril era distinto. La naturaleza despertaba y por todas partes había flores y verdes nuevos, el soto de san Frontis se convertía en una selva perfumada y llena de cantos de pájaros y las casas del barrio lavaban gozosas sus caras. Los chicos pisábamos los charcos o nos entreteníamos contando historias bajo la lluvia en el Puentico o en cualquier cobijo que encontrábamos. Y luego estaba la Semana Santa, las aceitadas, las procesiones, el olor de cera quemada por todas partes... y la presencia intermitente de la lluvia. ¡Cuánto ha llovido desde entonces! Ahora, a mil kilómetros de distancia, vivo un Viernes Santo diferente. El cielo, encapotado, amenaza descargar de un momento a otro. Aún así hemos decidido dar un paseo por el bosque de la riera, ya que, tras la caída que sufrí en bicicleta hace poco más de una semana, no me atrevo a cogerla todavía.

Y antes, un recuerdo a aquel tiempo y a aquel lugar donde las Semanas Santas imprimían carácter a las gentes. El último extraído de Una carta de amor bajo la lluvia.



"Ver las procesiones en compañía de mi padre era atender a un sinfín de lecciones sobre tradición, fe, emociones y curiosidades sin cuento.



¿Y a mí? ¿Qué detalles me gustaban de las procesiones de Semana Santa? Había muchos que para la gente mayor pasaban inadvertidos. Uno de ellos era oír tocar a la banda de cornetas y tambores de la Cruz Roja, cuyos sones inconfundibles siguen resonando en el desván de mi memoria. Otro detalle era el Barandales, un hombre que abría ciertas procesiones, en especial la de las tardes del Jueves y Viernes Santo, armado de dos grandes campanas atadas a sus muñecas y a las que volteaba cuando la procesión se movía, haciéndolas casi hablar, por no decir cantar. Aún recuerdo los versos que los chicos recitábamos sin parar a su paso y que de algún modo imitaba el ritmo de sus campanas:
--Tío Barandales, dales, dales…
También me emocionaban las sombras de los cofrades que, los propios cirios que llevaban en sus manos, proyectaban sobre las fachadas de las estrechas calles de la ciudad, por donde desfilaba la procesión en un silencio que hasta daba miedo. Me daban miedo en noches cuyo silencio sólo era roto por el rozar de las cruces de los penitentes en el suelo empedrado, las cadenas de los pies descalzos o las toses de algún acatarrado.
Me daban miedo los serios cofrades que pasaban rozando las aceras y lanzaban hacia nosotros sus miradas frías y penetrantes a través de las rendijas de paño de sus caperuzas. Alguna noche de esas, tras la procesión y una vez metido en la cama, soñaba con esos ojos fríos y penetrantes de los encapuchados y me mantenía desvelado hasta bien entrada la madrugada. Pero aún así, me sentía profundamente atraído por los cofrades que se vestían así para acompañar al Cristo muerto por las calles empinadas, pedregosas y estrechas de mi querida ciudad de la infancia.
Menos mal que todos esos miedos que me infundían los encapuchados eran briznas de hierba al lado del sentimiento que me embargaba cuando veía a Marta desfilar en la procesión de la Soledad los Sábados Santos, recogidamente bella con su tulipa y su cirio encendido, caminando al lado de la Virgen más sola de toda la Semana Santa, vestida de negro, con la mirada baja y habitada de lágrimas y sus manos recogidas sobre el pecho.


Marta pasaba ensimismada y seria en la fila de mujeres hasta que yo la chisteaba desde la acera, confundido entre la gente; entonces levantaba la cabeza y clavaba sus ojos azules en los míos, sonreía levemente y seguía su camino procesional lentamente mientras, por el contrario, mi pulso se aceleraba."

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