martes, 19 de abril de 2011

Una novela del siglo XVIII

3. Semblanzas de mis padres adoptivos






Mis nuevos padres formaban una pareja de personalidades distintas e incluso, yo diría, contrapuestas. Mientras el señor Dalmau era un hombre conservador y de tradiciones cristianas y nacionales, la señora Grau mostraba un talante claramente liberal y estaba abierta sin ningún reparo a las ideas que venían de fuera, de Francia, de Italia, de Inglaterra. Este detalle provocaba algún que otro disgusto entre ellos. Delante de mí y de las visitas solían guardar las apariencias, pero en más de una ocasión, cuando se habían ido los invitados a sus esporádicas reuniones, las cuales contenían variados carices, unas veces políticos y otras religiosos, sobre todo las tertulias de la señora Grau, yo les oía desde mi cuarto discutir sobre los temas surgidos en la tertulia.
Hasta sus libros, que ocupaban librerías diferentes, eran de lo más dispares. La señora coleccionaba obras emblemáticas de Voltaire y Rouseau, entre las que no faltaban las Cartas inglesas, del primero, que, según decía ella, en el momento de aparecer causaron tan gran escándalo que su autor tuvo que exiliarse en Cirey, cerca de Lorena, protegido por su amiga madame de Chatelet; cuando mi madre hablaba de Voltaire se le iluminaban aquellos ojos azules como el cielo y aumentaba la elegancia de sus ademanes. Ni el Cándido, la obra maestra del francés, donde plantea el problema del Mal en el mundo y concluye con un cántico al trabajo y al progreso, parte que a ella le gustaba más citar y a mí leer, le producía tanta alegría. De Rouseau poseía, entre otras, El contrato social, una obra curiosa en el cual el ciudadano, por medio de un pacto social, dona sus derechos al Estado, que a cambio le asegura la igualdad social y la libertad política, porque la libertad individual queda sometida al bien común; y por supuesto el Emilio, o tratado de la educación, que es un colección de las ideas del autor y donde explica la teoría de una educación ideal para que la sociedad no corrompa al hombre, que es bueno por naturaleza. A la señora Grau le hubiera gustado que yo pudiera disfrutar de una educación así, pero las ideas de su marido parecían levantar una barrera infranqueable entre sus deseos y la realidad. En su librería había además varios clásicos tenidos por la Iglesia como altamente peligrosos, entre los que se hallaban El asno de oro o La metamorfosis de Apuleyo, las poesías de Safo, algunas comedias de Aristófanes o el Satiricón de Petronio, libro que en más de una ocasión curioseé antes de que mis padres adoptivos me inscribieran en la Universidad y aun bastante tiempo después, hasta casi mi independencia. Y una traducción catalana de Las Heroidas de Ovidio, hecha por el poeta barcelonés Agustí Eura. Sin contar con los libros más liberales de nuestra literatura, entre los que se contaban, si no recuerdo mal, el Libro de Buen Amor, La Celestina, La Dorotea o Guzmán de Alfarache, y de la literatura francesa, Gargantúa y Pantagruel o La princesa de Clèves, y hasta de la inglesa, con títulos tan significativos como Love in Excess, Moll Flanders, Una modesta proposición, Pamela, Tom Jones, Fanny Hill o Memorias de una cortesana, por citar las obras que yo más frecuenté.
El señor Dalmau era partidario de leer, mejor tener, obras de contenido más limpio y respetuoso para no tener nada que ver con la Inquisición, y desde luego más nacionales que extranjeras. Sin embargo, en su librería estaban, todo hay que decirlo, los libros que una persona culta que se precie debe leer. Aunque yo nunca lo vi entregado a tan gustosa y provechosa actividad. Allí encontré obras de reconocido valor universal que también leí con verdadera delectación. Por citar algunos títulos de los que a mí me llamaron más la atención, el señor Dalmau guardaba con mimo en aquel mueble torneado del salón una edición cuidadísima del Quijote realizada en las linotipias del impresor barcelonés Martín Gelabert, acompañado de un hermosísimo ejemplar del Tirant lo Blanc y buenas ediciones del Lazarillo de Tormes, Las mil y una noches, el Libro de mi vida de Teresa de Jesús, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, tomos de poesías de Manrique, Garcilaso de la Vega, fray Luis de León y San Juan de la Cruz, así como varias comedias de Lope de Vega y Calderón de la Barca, como El caballero de Olmedo, La estrella de Sevilla o Fuenteovejuna, entre otras del primero, y El alcalde de Zalamea, La vida es sueño o La devoción de la cruz, del segundo; y algunas tragedias de Shakespeare, sin olvidar Hamlet, Macbeth o Romeo y Julieta, de cuya lectura me enamoré tanto que la releía sin parar hasta aprender algunos pasajes de la tragedia. Y en la mesita de noche siempre tenía mi padre adoptivo La imitación de Cristo, de Kempis. La cuestión es que de las dos colecciones de libros me servía a mis anchas cuantas veces quise.
En cuanto al cumplimiento de la familia Dalmau i Grau de los deberes del buen cristiano, ambos consortes se ponían de acuerdo, al menos delante de mí, para acudir, juntos y bien avenidos, al menos aparentemente, a las novenas, rosarios, misas y cuantos oficios sagrados tuvieran lugar. Unas veces íbamos a la Catedral, otras a Nuestra Señora del Pino y la mayoría de ocasiones a la iglesia de Santa Ana, cuyo párroco don Matías Huertas era amigo personal del señor Dalmau, quien, después de cada oficio, solía acudir a la sacristía para cambiar unas palabras con el cura. Don Matías era aburridísimo y excesivamente barroco en sus sermones, y en más de una ocasión oí decir a mi madre adoptiva refiriéndose a ellos, que don Matías tenía más de fray Gerundio que de fray Prudencio. Luego comprendí lo que quería decir con eso.
Una de las actividades que más me gustaban era la de acudir al teatro o a la ópera con ellos, en especial con mi madre adoptiva. Con el teatro (íbamos sobre todo a ver comedias porque, según decía la señora Grau, para sufrir la vida es un manantial de sufrimientos y nunca cesa de traérnoslos, y la risa, cuyos paréntesis suelen ser breves, nos alarga la vida), con el teatro, decía, me reía mucho y con la ópera enriquecía mi corazón y mis oídos a la vez. Nunca olvidaré, pese al cambio que ha experimentado mi vida por las circunstancias que ya contaré, los buenos momentos que pasé con mis padres adoptivos, especialmente con la señora Grau, cuya memoria siempre llevaré en mi corazón.
Cualquiera que lea estas líneas se preguntará asombrado cómo, tras ir a vivir a un lugar como aquel y formar parte de una familia tan ilustre como la de los Dalmau i Grau, un verdadero privilegio que muy pocos podían disfrutar, he acabado malviviendo en este humilde rincón del Raval barcelonés. Sin embargo, eso es mucho adelantar.

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