Los turbios negocios del señor Dalmau
Es el momento de contar por qué mi destino, al que la buena suerte llevó a compartir el de la familia Dalmau i Grau durante mi segunda década de vida, cambió de modo tan brutal que me arrastró hasta este rincón del Raval barcelonés donde he comenzado a narrar las últimas circunstancias de mi ajetreada existencia.
Debo empezar diciendo que en casa de los Dalmau i Grau tuve de todo, pero no la felicidad. Seguramente mi temperamento y mis genes, contrarios a los de la poderosa familia que me acogió, me lo impidieron. Además hubo algunos detalles que me apartaron de seguir formando parte legítima de ella. El primero de ellos y más importante fue una conversación que oí desde mi cuarto un día que no acudí a las clases de la Universidad. Era un día de crudo invierno que preferí quedarme bien abrigado en mi cama leyendo algunos pasajes del Satiricón, en especial los relatos que se cuentan entre sí ciertos comensales invitados al banquete de Trimalción. Me hallaba leyendo el de la matrona de Éfeso, aquella que se pasaba las noches en el panteón de su marido, recientemente muerto, del que en vida había estado profundamente enamorada, hasta que apareció el soldado que vigilaba cerca de allí los reos que habían sido colgados para que nadie se llevase ninguno, cuando entraron en el salón contiguo mi padre adoptivo y uno de sus mejores amigos el industrial textil de Sabadell el señor Casamitjana, al que reconocí en seguida por su recia y alta voz. El señor Casamitjana era un hombre engreído y basto, que sazonaba su conversación con tacos y chistes verdes, pero católico a machamartillo y aficionado a la caza como el señor Dalmau. Siempre se le oía llegar a casa cuando, tras dejar la calesa en el portal, entraba dando voces en ella y soltando una de sus gracias. Más de una vez mi padre adoptivo y él me llevaron a cazar con ellos a un lugar agreste y desabrigado situado al norte de Barcelona y al que todo el mundo llamaba la Guineueta porque era abundante en guineus o zorros. Allí, a decir verdad, me aburría soberanamente mientras esperaba oculto tras una mata a que mi padre adoptivo o el señor Casamitjana me gritaran que acababan de darle a un zorro para que saliera de mi escondite a buscarlo. Aunque nunca di con ninguno, pese a que uno y otro cazador juraban haber herido alguno. Después de cada una de aquellas frustradas cacerías, yo me sentía peor que un perro. Hasta que una vez en que, tras la jornada de caza sin caza, volvíamos a Barcelona en la calesa de mi padre adoptivo, se le ocurrió al industrial textil comentar que aunque yo era hijo adoptivo, sabía obedecer sin rechistar y comportarme como si realmente hubiera nacido en el seno de una familia tan ilustre y distinguida como las de los Dalmau i Grau. Se me ocurrió decirle que no hacía falta ser bien nacido ni hijo de buena familia para ser respetuoso y saber comportarse en sociedad y que, por el contrario, podía darse el caso de que personas descendientes de familias de alcurnia se comportaran sin ninguna clase y educación. Recuerdo que mi padre adoptivo, en vez de estar de acuerdo conmigo y así reconocerlo en aquel momento ante su amigo, me dedicó una mirada de reprobación tan elocuente que me dejó avergonzado delante del industrial, quien, sonriendo, dijo irónicamente a su amigo:
--Se ve que lo mandas a buenos colegios y que aprende en seguida nuestras cosas.
Odiaba al señor Casamitjana con todas mis fuerzas y no llegaba a entender la conducta hacia mí del señor Dalmau. Con el tiempo comprendí que había sido la señora Grau la que había decidido adoptarme y que él sólo se había dejado guiar por el deseo de su esposa y, sobre todo, por su falsa ética cristiana. Y que todos aquellos esfuerzos que había hecho por llevarme a conocer in situ las costumbres y festejos barceloneses cuando yo tenía doce o trece años, se debía exclusivamente a quedar bien delante de sus amistades, para que éstas comprobaran que había educado correctamente a su hijo adoptivo.
El caso es que aquella mañana de invierno que me quedé en casa leyendo el Satiricón les oí hablar de mí de la manera más indigna que dos personas pueden hacerlo de una tercera. En un momento dado el industrial le preguntó a mi padre adoptivo cómo le iban las cosas de la vida y del negocio familiar y éste le contestó:
--Bien, un poco liadas con el impago de algunos clientes, la adquisición de un cuadro primerizo de Viladomat, un bodegón con naranjas, la compra de tres nuevos libros de ese hereje de Diderot que acaba de efectuar mi mujer y la matrícula universitaria del muchacho.
Casamitjana intervino:
--Reconoce que tener en tu casa a alguien que no es de tu misma sangre, alimentarlo, vestirlo y pagar sus estudios como si fuera un hijo tuyo debe resultarte excesivamente molesto.
Lo que contestó mi padre adoptivo me llenó de indignación:
--Todo fue un capricho de mi mujer. Ya sabes cómo es ella. Además, tras la muerte de nuestro hijo, cogió aquella horrible enfermedad que la dejó estéril y la arrastró a una depresión de caballo.
Casamitjana intervino:
--Ya me acuerdo. Entonces fue cuando empezó a frecuentar aquellas lecturas francesas de dudosa reputación.
Dalmau:
--Pues como te decía, la depresión la llevó a querer tener por todos los medios un nuevo hijo. Y tras enterarse de la existencia del Orfanato de la calle de la Canuda, un día triste y gris parecido al de hoy, me arrastró hasta allí para adoptar un niño.
Casamitjana:
--Pero qué niño. Podíais haber escogido uno más guapo y lozano que el esmirriado que os trajisteis a casa.
Dalmau:
--A mi mujer le gustó él y no otro. Estaba el chico a un lado, solitario, y leyendo además. Esa estampa de niño aplicado en la lectura y retirado del bullicio escandaloso de los demás críos, le hizo inclinarse por él. La otra cara de la realidad, la fealdad y la tos del chiquillo, no le importaron lo más mínimo. Y yo, por no contrariarla y porque quería que se curase y así vivir con más tranquilidad dedicado a mis negocios, acepté resignado. No pude hacer otra cosa.
Después sacaron a relación el asunto de la relación con mujeres fuera del matrimonio y lo que escuché de labios de uno y otro, especialmente del señor Dalmau, me llenó de asco y repugnancia. Casamitjana hablaba de una mujer pelirroja que saltaba en la cama como un pez escurridizo cuando hacían el amor, y mi padre adoptivo, tras acompañar de buena gana las risotadas de su amigote, dijo:
--Creo que voy a cambiar de vaina; mi espada no entra a gusto en la que tiene. ¿Recuerdas la morena de los ojos tristes y las nalgas alegres? Esa debe de ser de las que hacen olvidar todas las penas, pese a la tristeza de sus grandes ojos. La próxima vez que volvamos cambiaré de luchadora.
Siguieron hablando un rato más antes de irse de nuevo a alguno de sus asuntos comunes, y yo me quedé pálido como la muerte sin saber qué pensar, hasta que un ataque de tos vino a ponerme en mi sitio. Medio aliviado, me tiré de la cama y dejé el libro en el mueble librería de mi madre adoptiva, por quien siempre y desde aquel día sentí una especie de ternura que nunca había experimentado hasta entonces. Luego me arreglé para salir a la calle mientras empezaba a pensar de qué modo podía vengarme de aquel hipócrita que hasta el momento había fingido ser mi nuevo padre y esposo ejemplar.
Pero no se me ocurría nada y el tiempo pasaba y mi repulsión hacia el señor Dalmau avanzaba a pasos agigantados. Pensé alguna vez irme de casa sin más, pero aquello no encajaba con el nuevo sentimiento que había nacido en mí respecto a mi madre adoptiva porque sin duda la dejaría ahogándose en un mar de tristeza. Y por otra parte, ¿adónde iría yo que más valiese? ¿Qué haría? ¿De qué iba a vivir? Tenía, eso sí, la confianza, confidencialidad y promesa de ayuda de mi compañero de estudios Albert Comte, hijo de un rico comerciante de vinos de Vilafranca del Penedés, que disponía de un piso pequeño de la calle Fonollar y más de una vez me había dicho que si en algún caso extremo necesitaba pasar unos días en su piso, no tenía más que decírselo. Pero aún era pronto para dar ese paso. Y así, ganando en fingimientos y disimulos al señor Dalmau, seguí haciendo vida normal de familia, y unas veces le acompañaba a él y a su chabacano amigo el industrial de Sabadell en aquellas jornadas de frustrante cacería al campo de La Guineueta y otras veces acompañaba a la señora Grau a las tiendas de la Rambla o en sus visitas a otras mujeres que, como ella, eran aficionadas a la lectura y a las reuniones sociales, entre las cuales había una que era muy hermosa, viuda y rica, a la que llamaban las demás en petit comité la “Viuda Entretenida”. Esta mujer parecía sentir por mí un cariño y afecto especiales a juzgar por el modo como me miraba y escuchaba cuando en ocasiones, muy contadas, me había atrevido a hacer oír mi voz en medio del coro de las mujeres. Ya volveré a ella en este relato.
Las salidas con los hombres, a diferencia de las de mi madre adoptiva, eran, ya lo he dicho, ejemplos palmarios de aburrimiento y hastío. Pero hubo una vez en que, para sorpresa mía, el escenario de la salida de mi padre adoptivo y el industrial Casamitjana cambió drásticamente y es que en aquella ocasión me llevaron en la calesa familiar hasta Horta, una zona residencial donde los nobles y los ricos hacendados barceloneses poseían palacetes montados con todo lujo. En uno de estos residía un hombre muy singular llamado Esquerra o Esquerda, que vestía con elegancia, hablaba muy correctamente el catalán y el castellano y poseía, además de una colección de ranas impresionante, cuadros barrocos de vírgenes y santos de incalculable valor y una biblioteca extraordinaria. A todo esto se añadía una educación esmeradísima y una generosidad digna de encomio. Conmigo estuvo de lo más atento y me dejó examinar a mis anchas algunos ejemplares de su colección de ranas, en especial las autómatas que, tras darles cuerda, movían por separado los ojos, la cabeza y las patas y daban graciosos saltos de casi una vara de longitud. Fue durante esa visita al curioso Esquerra o Esquerda donde di con la manera de vengarme de mi padre adoptivo.
Después de merendar, el amo de la casa se excusó un momento para ir a la biblioteca, ocasión que Casamitjana y mi padre adoptivo aprovecharon para criticar la forma de vestir de su anfitrión y su empleo casi constante del catalán para hablar de sus cosas. Poco duró la crítica, que no era más que envidia, de uno y otro porque el amo de la casa apareció de vuelta trayendo un libro negro con incrustaciones de piedras preciosas y láminas de plata y oro en las cubiertas.
--Antes de iros, debo agradecer vuestra visita como se merece -- dijo a mi padre adoptivo mientras le entregaba el libro negro--, y el favor que me vas a hacer al entregarle esta Biblia especial a don Matías.
Luego titubeó unos instantes y añadió:
--Lleva pidiéndomela mucho tiempo.
El señor Dalmau le agradeció también la confianza que ponía en él y momentos después caminábamos hacia la salida del palacete. Antes de despedirnos definitivamente del señor Esquerra o Esquerda, éste puso una mano en el hombro de mi padre adoptivo, le miró fijamente y le dijo:
--Ten bien presente lo que te voy a decir. Cuida del libro. Si su aspecto exterior vale mucho, su interior es de capital importancia.
Creí al instante que se refería lógicamente a su contenido, principalmente el del Antiguo y Nuevo Testamento. Pero más tarde, mientras volvíamos a la ciudad en la calesa y vi cómo apretaba el libro mi padre adoptivo, recordé la forma casi misteriosa que había adoptado el señor Esquerra para recomendarle que cuidara de él, aquella mano en el hombro, aquella mirada intensa…
Cuando llegamos a la ciudad ya la alumbraban sus más de tres mil quinqués de aceite protegidos por vistosos o aunque mugrientos faroles. Y ya llevaba en mi mente forjada la idea de vengarme de mi padre adoptivo y romper amarras con aquella familia, pese a que a la vez en mi corazón nacía una mezcla de dolor y compasión por la señora Grau.
Aquella misma noche me levanté sigilosamente y me dirigí al escritorio de mi padre adoptivo, encima de cuya mesa había dejado la misteriosa Biblia. Tal como había sospechado, el libro negro con incrustaciones de piedras preciosas y láminas de plata y oro en sus cubiertas ocultaba en su interior mucho más que el Antiguo y Nuevo Testamento. Entre sus páginas había una lista de las personas de la ciudad tildadas de conspirar contra la Iglesia y el Rey. Dejé todo como estaba y en el mismo sitio que antes y volví a mi cama, donde empecé a rumiar los pasos que daría al día siguiente… y los otros que le seguirían.
Tantearía en primer lugar la posibilidad de que el amigo Comte siguiera dispuesto a dejarme pasar unos días en su piso, hasta que encontrara un medio de vida suficiente para alimentarme y poder pagarme un alojamiento propio. Una vez conseguido esto, pasaría al siguiente paso, que era robar el libro negro con la lista de conspiradores dirigida al cura de Santa Ana (lo que hiciera con la lista ya lo decidiría sobre la marcha), y dejar para siempre la casa de los Dalmau i Grau, si bien antes le dejaría a mi madre adoptiva una carta explicándole los motivos de mi marcha y mi eterno agradecimiento por las atenciones que había tenido siempre conmigo.
Debo empezar diciendo que en casa de los Dalmau i Grau tuve de todo, pero no la felicidad. Seguramente mi temperamento y mis genes, contrarios a los de la poderosa familia que me acogió, me lo impidieron. Además hubo algunos detalles que me apartaron de seguir formando parte legítima de ella. El primero de ellos y más importante fue una conversación que oí desde mi cuarto un día que no acudí a las clases de la Universidad. Era un día de crudo invierno que preferí quedarme bien abrigado en mi cama leyendo algunos pasajes del Satiricón, en especial los relatos que se cuentan entre sí ciertos comensales invitados al banquete de Trimalción. Me hallaba leyendo el de la matrona de Éfeso, aquella que se pasaba las noches en el panteón de su marido, recientemente muerto, del que en vida había estado profundamente enamorada, hasta que apareció el soldado que vigilaba cerca de allí los reos que habían sido colgados para que nadie se llevase ninguno, cuando entraron en el salón contiguo mi padre adoptivo y uno de sus mejores amigos el industrial textil de Sabadell el señor Casamitjana, al que reconocí en seguida por su recia y alta voz. El señor Casamitjana era un hombre engreído y basto, que sazonaba su conversación con tacos y chistes verdes, pero católico a machamartillo y aficionado a la caza como el señor Dalmau. Siempre se le oía llegar a casa cuando, tras dejar la calesa en el portal, entraba dando voces en ella y soltando una de sus gracias. Más de una vez mi padre adoptivo y él me llevaron a cazar con ellos a un lugar agreste y desabrigado situado al norte de Barcelona y al que todo el mundo llamaba la Guineueta porque era abundante en guineus o zorros. Allí, a decir verdad, me aburría soberanamente mientras esperaba oculto tras una mata a que mi padre adoptivo o el señor Casamitjana me gritaran que acababan de darle a un zorro para que saliera de mi escondite a buscarlo. Aunque nunca di con ninguno, pese a que uno y otro cazador juraban haber herido alguno. Después de cada una de aquellas frustradas cacerías, yo me sentía peor que un perro. Hasta que una vez en que, tras la jornada de caza sin caza, volvíamos a Barcelona en la calesa de mi padre adoptivo, se le ocurrió al industrial textil comentar que aunque yo era hijo adoptivo, sabía obedecer sin rechistar y comportarme como si realmente hubiera nacido en el seno de una familia tan ilustre y distinguida como las de los Dalmau i Grau. Se me ocurrió decirle que no hacía falta ser bien nacido ni hijo de buena familia para ser respetuoso y saber comportarse en sociedad y que, por el contrario, podía darse el caso de que personas descendientes de familias de alcurnia se comportaran sin ninguna clase y educación. Recuerdo que mi padre adoptivo, en vez de estar de acuerdo conmigo y así reconocerlo en aquel momento ante su amigo, me dedicó una mirada de reprobación tan elocuente que me dejó avergonzado delante del industrial, quien, sonriendo, dijo irónicamente a su amigo:
--Se ve que lo mandas a buenos colegios y que aprende en seguida nuestras cosas.
Odiaba al señor Casamitjana con todas mis fuerzas y no llegaba a entender la conducta hacia mí del señor Dalmau. Con el tiempo comprendí que había sido la señora Grau la que había decidido adoptarme y que él sólo se había dejado guiar por el deseo de su esposa y, sobre todo, por su falsa ética cristiana. Y que todos aquellos esfuerzos que había hecho por llevarme a conocer in situ las costumbres y festejos barceloneses cuando yo tenía doce o trece años, se debía exclusivamente a quedar bien delante de sus amistades, para que éstas comprobaran que había educado correctamente a su hijo adoptivo.
El caso es que aquella mañana de invierno que me quedé en casa leyendo el Satiricón les oí hablar de mí de la manera más indigna que dos personas pueden hacerlo de una tercera. En un momento dado el industrial le preguntó a mi padre adoptivo cómo le iban las cosas de la vida y del negocio familiar y éste le contestó:
--Bien, un poco liadas con el impago de algunos clientes, la adquisición de un cuadro primerizo de Viladomat, un bodegón con naranjas, la compra de tres nuevos libros de ese hereje de Diderot que acaba de efectuar mi mujer y la matrícula universitaria del muchacho.
Casamitjana intervino:
--Reconoce que tener en tu casa a alguien que no es de tu misma sangre, alimentarlo, vestirlo y pagar sus estudios como si fuera un hijo tuyo debe resultarte excesivamente molesto.
Lo que contestó mi padre adoptivo me llenó de indignación:
--Todo fue un capricho de mi mujer. Ya sabes cómo es ella. Además, tras la muerte de nuestro hijo, cogió aquella horrible enfermedad que la dejó estéril y la arrastró a una depresión de caballo.
Casamitjana intervino:
--Ya me acuerdo. Entonces fue cuando empezó a frecuentar aquellas lecturas francesas de dudosa reputación.
Dalmau:
--Pues como te decía, la depresión la llevó a querer tener por todos los medios un nuevo hijo. Y tras enterarse de la existencia del Orfanato de la calle de la Canuda, un día triste y gris parecido al de hoy, me arrastró hasta allí para adoptar un niño.
Casamitjana:
--Pero qué niño. Podíais haber escogido uno más guapo y lozano que el esmirriado que os trajisteis a casa.
Dalmau:
--A mi mujer le gustó él y no otro. Estaba el chico a un lado, solitario, y leyendo además. Esa estampa de niño aplicado en la lectura y retirado del bullicio escandaloso de los demás críos, le hizo inclinarse por él. La otra cara de la realidad, la fealdad y la tos del chiquillo, no le importaron lo más mínimo. Y yo, por no contrariarla y porque quería que se curase y así vivir con más tranquilidad dedicado a mis negocios, acepté resignado. No pude hacer otra cosa.
Después sacaron a relación el asunto de la relación con mujeres fuera del matrimonio y lo que escuché de labios de uno y otro, especialmente del señor Dalmau, me llenó de asco y repugnancia. Casamitjana hablaba de una mujer pelirroja que saltaba en la cama como un pez escurridizo cuando hacían el amor, y mi padre adoptivo, tras acompañar de buena gana las risotadas de su amigote, dijo:
--Creo que voy a cambiar de vaina; mi espada no entra a gusto en la que tiene. ¿Recuerdas la morena de los ojos tristes y las nalgas alegres? Esa debe de ser de las que hacen olvidar todas las penas, pese a la tristeza de sus grandes ojos. La próxima vez que volvamos cambiaré de luchadora.
Siguieron hablando un rato más antes de irse de nuevo a alguno de sus asuntos comunes, y yo me quedé pálido como la muerte sin saber qué pensar, hasta que un ataque de tos vino a ponerme en mi sitio. Medio aliviado, me tiré de la cama y dejé el libro en el mueble librería de mi madre adoptiva, por quien siempre y desde aquel día sentí una especie de ternura que nunca había experimentado hasta entonces. Luego me arreglé para salir a la calle mientras empezaba a pensar de qué modo podía vengarme de aquel hipócrita que hasta el momento había fingido ser mi nuevo padre y esposo ejemplar.
Pero no se me ocurría nada y el tiempo pasaba y mi repulsión hacia el señor Dalmau avanzaba a pasos agigantados. Pensé alguna vez irme de casa sin más, pero aquello no encajaba con el nuevo sentimiento que había nacido en mí respecto a mi madre adoptiva porque sin duda la dejaría ahogándose en un mar de tristeza. Y por otra parte, ¿adónde iría yo que más valiese? ¿Qué haría? ¿De qué iba a vivir? Tenía, eso sí, la confianza, confidencialidad y promesa de ayuda de mi compañero de estudios Albert Comte, hijo de un rico comerciante de vinos de Vilafranca del Penedés, que disponía de un piso pequeño de la calle Fonollar y más de una vez me había dicho que si en algún caso extremo necesitaba pasar unos días en su piso, no tenía más que decírselo. Pero aún era pronto para dar ese paso. Y así, ganando en fingimientos y disimulos al señor Dalmau, seguí haciendo vida normal de familia, y unas veces le acompañaba a él y a su chabacano amigo el industrial de Sabadell en aquellas jornadas de frustrante cacería al campo de La Guineueta y otras veces acompañaba a la señora Grau a las tiendas de la Rambla o en sus visitas a otras mujeres que, como ella, eran aficionadas a la lectura y a las reuniones sociales, entre las cuales había una que era muy hermosa, viuda y rica, a la que llamaban las demás en petit comité la “Viuda Entretenida”. Esta mujer parecía sentir por mí un cariño y afecto especiales a juzgar por el modo como me miraba y escuchaba cuando en ocasiones, muy contadas, me había atrevido a hacer oír mi voz en medio del coro de las mujeres. Ya volveré a ella en este relato.
Las salidas con los hombres, a diferencia de las de mi madre adoptiva, eran, ya lo he dicho, ejemplos palmarios de aburrimiento y hastío. Pero hubo una vez en que, para sorpresa mía, el escenario de la salida de mi padre adoptivo y el industrial Casamitjana cambió drásticamente y es que en aquella ocasión me llevaron en la calesa familiar hasta Horta, una zona residencial donde los nobles y los ricos hacendados barceloneses poseían palacetes montados con todo lujo. En uno de estos residía un hombre muy singular llamado Esquerra o Esquerda, que vestía con elegancia, hablaba muy correctamente el catalán y el castellano y poseía, además de una colección de ranas impresionante, cuadros barrocos de vírgenes y santos de incalculable valor y una biblioteca extraordinaria. A todo esto se añadía una educación esmeradísima y una generosidad digna de encomio. Conmigo estuvo de lo más atento y me dejó examinar a mis anchas algunos ejemplares de su colección de ranas, en especial las autómatas que, tras darles cuerda, movían por separado los ojos, la cabeza y las patas y daban graciosos saltos de casi una vara de longitud. Fue durante esa visita al curioso Esquerra o Esquerda donde di con la manera de vengarme de mi padre adoptivo.
Después de merendar, el amo de la casa se excusó un momento para ir a la biblioteca, ocasión que Casamitjana y mi padre adoptivo aprovecharon para criticar la forma de vestir de su anfitrión y su empleo casi constante del catalán para hablar de sus cosas. Poco duró la crítica, que no era más que envidia, de uno y otro porque el amo de la casa apareció de vuelta trayendo un libro negro con incrustaciones de piedras preciosas y láminas de plata y oro en las cubiertas.
--Antes de iros, debo agradecer vuestra visita como se merece -- dijo a mi padre adoptivo mientras le entregaba el libro negro--, y el favor que me vas a hacer al entregarle esta Biblia especial a don Matías.
Luego titubeó unos instantes y añadió:
--Lleva pidiéndomela mucho tiempo.
El señor Dalmau le agradeció también la confianza que ponía en él y momentos después caminábamos hacia la salida del palacete. Antes de despedirnos definitivamente del señor Esquerra o Esquerda, éste puso una mano en el hombro de mi padre adoptivo, le miró fijamente y le dijo:
--Ten bien presente lo que te voy a decir. Cuida del libro. Si su aspecto exterior vale mucho, su interior es de capital importancia.
Creí al instante que se refería lógicamente a su contenido, principalmente el del Antiguo y Nuevo Testamento. Pero más tarde, mientras volvíamos a la ciudad en la calesa y vi cómo apretaba el libro mi padre adoptivo, recordé la forma casi misteriosa que había adoptado el señor Esquerra para recomendarle que cuidara de él, aquella mano en el hombro, aquella mirada intensa…
Cuando llegamos a la ciudad ya la alumbraban sus más de tres mil quinqués de aceite protegidos por vistosos o aunque mugrientos faroles. Y ya llevaba en mi mente forjada la idea de vengarme de mi padre adoptivo y romper amarras con aquella familia, pese a que a la vez en mi corazón nacía una mezcla de dolor y compasión por la señora Grau.
Aquella misma noche me levanté sigilosamente y me dirigí al escritorio de mi padre adoptivo, encima de cuya mesa había dejado la misteriosa Biblia. Tal como había sospechado, el libro negro con incrustaciones de piedras preciosas y láminas de plata y oro en sus cubiertas ocultaba en su interior mucho más que el Antiguo y Nuevo Testamento. Entre sus páginas había una lista de las personas de la ciudad tildadas de conspirar contra la Iglesia y el Rey. Dejé todo como estaba y en el mismo sitio que antes y volví a mi cama, donde empecé a rumiar los pasos que daría al día siguiente… y los otros que le seguirían.
Tantearía en primer lugar la posibilidad de que el amigo Comte siguiera dispuesto a dejarme pasar unos días en su piso, hasta que encontrara un medio de vida suficiente para alimentarme y poder pagarme un alojamiento propio. Una vez conseguido esto, pasaría al siguiente paso, que era robar el libro negro con la lista de conspiradores dirigida al cura de Santa Ana (lo que hiciera con la lista ya lo decidiría sobre la marcha), y dejar para siempre la casa de los Dalmau i Grau, si bien antes le dejaría a mi madre adoptiva una carta explicándole los motivos de mi marcha y mi eterno agradecimiento por las atenciones que había tenido siempre conmigo.
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