En la entrada anterior, vimos cómo el protagonista se presentaba contándonos las adversidadesde de su familia al llegar a Barcelona y cómo se encontró solo en un orfanato de la calle de La Canuda hasta que el matrimonio Dalmau i Grau lo adoptó.
2. El hogar de los Dalmau i Grau
El hogar de los Dalmau i Grau estaba situado en un viejo palacete de la calle de Portaferrissa, casi frente por frente de la entrada de la calle de Petritxols, muy cerca, por lo tanto, del Orfanato. Era una casa con portal para acoger carruajes y estancias llenas de cornucopias, alfombras, tapices, lámparas, muebles traídos de Francia, jarrones chinos, cuadros… Recuerdo que uno de estos cuadros, colgado sobre la chimenea del salón principal, representaba al único hijo que los señores de la casa habían tenido y que el llamado entonces “Herodes de los niños”, es decir, la viruela, unida a la inexperiencia del médico que lo atendió, se lo arrebató sin ninguna compasión apenas cumplidos los cinco años de edad. El cuadro constituía una pintura inquietante, realizada por un condiscípulo de Viladomat, que había representado al niño extremadamente pálido y embutido en ropas de encajes, en las que destacaba, atada a la cintura, una fajilla de terciopelo rojo, atestada de dijes y talismanes contra todo tipo de enfermedades infantiles.
Me extrañó siempre mucho ver aquella clara muestra de ignorancia supersticiosa en una casa de señores tan distinguidos y al parecer tan liberales, hasta que un día me enteré de que la idea de retratar así al único hijo que habían tenido los señores Dalmau i Grau había sido de la abuela paterna, una señora que tenía más de aldeana que de señora y que había vivido toda su vida en un pueblo de Lérida junto a los Pirineos. En aquel pueblo alejado de las rutas civilizadas existían las leyendas y tradiciones más supersticiosas de toda España. Allí se creía, por ejemplo, que una mujer podía convertirse en bruja sin necesidad de pactar con el diablo; sólo le bastaba con desnudarse completamente y frotarse contra un matorral espinoso para adquirir la forma y dones de una bruja. Dejaba la ropa oculta en cualquier sitio y, sin pérdida de tiempo, se lanzaba a sus terribles aventuras nocturnas. Cuando regresaba, volvía a frotarse contra el matorral y recuperaba su condición de mujer normal y corriente. Esta superstición me recordaba siempre el hecho que se cuenta en el Satiricón de aquel soldado que, en vez de brujo, se convierte en lobo, tras desnudarse de sus ropas. Además de poder convertirse las mujeres en brujas tan fácilmente, en el pueblo de la madre del señor Dalmau había sanadores que podían curar cualquier enfermedad, por dañina que fuera, recitando oraciones que tenían más de fórmulas mágicas que de plegarias sagradas. Por ejemplo, para curar la fiebre, el curandero, ayudado de excesivos aspavientos, rezaba la siguiente oración:
“Jesús ha nacido.
Jesús ha muerto.
Jesús ha resucitado.
Que esta fiebre sea curada
en cuanto diga estas palabras.”
Para curar cualquier mal servía al parecer la siguiente fórmula:
“Cruz bella,
cruz santa,
cruz digna.
Protegedme del espíritu maligno del mal lobo,
del mal de la ira
y del mal cristiano. Amén.”
En cuanto a la costumbre de curar las enfermedades infantiles, se echaba mano de cualquier práctica, por irrisoria que fuera. Valga el ejemplo siguiente referido al hecho de curar la hernia de los niños por medio de lo que allí llamaban la encina sagrada. La víspera de San Juan la gente se dirigía al campo para escoger una encina, en cuyo tronco, a golpes de hacha, practicaban los miembros de la familia del niño enfermo un hueco lo suficientemente ancho como para que cupiese por él el niño herniado. Cuando llegaba la hora mágica de las hogueras de San Juan, la familia llevaba al enfermo hasta la encina y, tras desnudarlo y envolverlo en una faja de lino, esperaba a que sonara la primera campanada de medianoche. Entonces, la mujer más anciana de la familia, casi siempre una de las abuelas, a ser posible la paterna, introducía al niño por el hueco de la encina y decía en voz alta:
--Roto te lo doy.
Al otro lado de la abertura esperaba al niño su padre, mientras, también en voz alta, contestaba:
--Curado te lo tomo.
La operación debía repetirse tres veces seguidas mientras el resto de la familia rezaban al unísono:
“San Juan Bautista,
apóstol y evangelista;
por la virtud que Dios te ha dado,
cura al niño herniado.”
Así que no era tan raro encontrar en la casa de mis nuevos padres un retrato con tal muestra de superchería y superstición. A mí la superstición, cualquier tipo de superstición, me parece propia del vulgo inculto e ignorante; por eso, aunque me gusta leer y tratar con absoluta libertad las diversas manifestaciones que tiene, siguiendo lo que cualquier persona con juicio y con estudios, las rechazo de plano y no porque siga los dictados de la Iglesia, sino porque creer en la superstición es formar parte del público más lerdo e ignorante. En esto, debo reconocerlo, estaré siempre de acuerdo con el fraile benedictino Jerónimo Feijoo, una autoridad en la materia, el cual siempre trabaja por restablecer la verdad, impugnar el error y dar la batalla definitiva a las supersticiones. Es lógico que como católico que es, acate el dogma y cualquier dictado que le venga de Roma, pero entiende que el mejor modo de hacerlo es poniendo la razón frente a cualquier prejuicio, la educación y la enseñanza populares frente a la ignorancia y la investigación, el estudio y el progreso de las ciencias frente a los continuos errores de la falsa ciencia que corre hoy en día por doquier como una mala cosa.
No se puede decir que fuera muy feliz en el hogar de los Dalmau i Grau, pero allí tenía los bienes materiales y las atenciones humanas que necesita un huérfano para no ver la vida como un peligro constante. Porque los Dalmau i Grau, todo hay que decirlo, se tomaron muy en serio lo de mi adopción y mis posteriores educación y enseñanza, mi cuidado y mi salud, si bien lo enfermizo de mi constitución física, aunque recorrieron las consultas de los médicos más renombrados de Barcelona, no lograron superar nunca, debido, según les manifestó algún facultativo, a la terquedad de la genética. Pero, ya digo, todo lo demás lo hicieron mirando mi bienestar y mi educación. Y así, aprovechaban cualquier ocasión para iniciarme en la vida tradicional de Barcelona, de sus leyendas y costumbres. Por ejemplo, recuerdo que en verano, cuando llegaba la fiesta de San Pedro, íbamos los tres hasta el Paseo Nuevo para visitar, como hacían muchos barceloneses, la fuente de Hércules. Decían que, mirando fijamente al fondo del estanque, podía verse una barquita de vela gobernada por San Pedro que pescaba ayudado de un fanal. Yo, pese a las insistencias del señor Dalmau de que mirase fijamente al fondo del agua y mi afán por obedecerle, no lograba ver nada allí. Lo mismo que la señora Grau, que siempre acababa diciendo que eso eran cosas del pueblo supersticioso y concluía citando la otra leyenda que corría sobre el apóstol pescador, y era que en la medianoche de su festividad, cuando empezaba la verbena, la figura de piedra del santo que había en la puerta de la iglesia de su nombre se levantaba de la piedra donde estaba sentado, se rascaba la cabeza, daba una vuelta a su cojín de piedra y volvía a sentarse para permanecer inmóvil el resto del año.
En Navidad visitábamos algunas iglesias para admirar los pesebres en los que había hermosas figuras de tamaño natural esculpidas por el famoso imaginero barcelonés Ramón Amadeu, de cuyas prodigiosas manos habían salido nada más y nada menos que la Virgen, el San José y el Niño en la cuna del belén que tenían en casa y que les había costado una fortuna. Sin embargo, las fiestas de Nadal me ponían muy triste porque no hacía más que recordar a mis padres y a mi hermanita Eulalia, quienes adquirían en mi corazón más presencia que nunca en tan familiares fiestas. Sólo lograba despejar aquella insoportable melancolía a mediados de enero, cuando llegaba la fiesta de San Antonio Abad. Entonces mis padres adoptivos me llevaban a la iglesia de su nombre a ver salir la comitiva de los Tres Tombs. Hacían la delicia de mis ojos los hábiles jinetes que, montando caballos ricamente enjaezados, abrían la marcha. Luego desfilaban, en graciosa mezcolanza, siempre acompañados de sus dueños, eso sí, una interminable recua de animales formada por mulos, burros, perros, gatos, todos lujosamente adornados con cintas y vistosos accesorios. Tres vueltas, como indicaba su nombre en catalán (tombs), daba la comitiva por las calles vecinas a la iglesia. Y allí permanecíamos los tres hasta que se recogía la procesión y volvíamos a casa en medio de las explicaciones didácticas del señor Dalmau y la suave ironía de la señora Grau sobre las manifestaciones populares.
Me extrañó siempre mucho ver aquella clara muestra de ignorancia supersticiosa en una casa de señores tan distinguidos y al parecer tan liberales, hasta que un día me enteré de que la idea de retratar así al único hijo que habían tenido los señores Dalmau i Grau había sido de la abuela paterna, una señora que tenía más de aldeana que de señora y que había vivido toda su vida en un pueblo de Lérida junto a los Pirineos. En aquel pueblo alejado de las rutas civilizadas existían las leyendas y tradiciones más supersticiosas de toda España. Allí se creía, por ejemplo, que una mujer podía convertirse en bruja sin necesidad de pactar con el diablo; sólo le bastaba con desnudarse completamente y frotarse contra un matorral espinoso para adquirir la forma y dones de una bruja. Dejaba la ropa oculta en cualquier sitio y, sin pérdida de tiempo, se lanzaba a sus terribles aventuras nocturnas. Cuando regresaba, volvía a frotarse contra el matorral y recuperaba su condición de mujer normal y corriente. Esta superstición me recordaba siempre el hecho que se cuenta en el Satiricón de aquel soldado que, en vez de brujo, se convierte en lobo, tras desnudarse de sus ropas. Además de poder convertirse las mujeres en brujas tan fácilmente, en el pueblo de la madre del señor Dalmau había sanadores que podían curar cualquier enfermedad, por dañina que fuera, recitando oraciones que tenían más de fórmulas mágicas que de plegarias sagradas. Por ejemplo, para curar la fiebre, el curandero, ayudado de excesivos aspavientos, rezaba la siguiente oración:
“Jesús ha nacido.
Jesús ha muerto.
Jesús ha resucitado.
Que esta fiebre sea curada
en cuanto diga estas palabras.”
Para curar cualquier mal servía al parecer la siguiente fórmula:
“Cruz bella,
cruz santa,
cruz digna.
Protegedme del espíritu maligno del mal lobo,
del mal de la ira
y del mal cristiano. Amén.”
En cuanto a la costumbre de curar las enfermedades infantiles, se echaba mano de cualquier práctica, por irrisoria que fuera. Valga el ejemplo siguiente referido al hecho de curar la hernia de los niños por medio de lo que allí llamaban la encina sagrada. La víspera de San Juan la gente se dirigía al campo para escoger una encina, en cuyo tronco, a golpes de hacha, practicaban los miembros de la familia del niño enfermo un hueco lo suficientemente ancho como para que cupiese por él el niño herniado. Cuando llegaba la hora mágica de las hogueras de San Juan, la familia llevaba al enfermo hasta la encina y, tras desnudarlo y envolverlo en una faja de lino, esperaba a que sonara la primera campanada de medianoche. Entonces, la mujer más anciana de la familia, casi siempre una de las abuelas, a ser posible la paterna, introducía al niño por el hueco de la encina y decía en voz alta:
--Roto te lo doy.
Al otro lado de la abertura esperaba al niño su padre, mientras, también en voz alta, contestaba:
--Curado te lo tomo.
La operación debía repetirse tres veces seguidas mientras el resto de la familia rezaban al unísono:
“San Juan Bautista,
apóstol y evangelista;
por la virtud que Dios te ha dado,
cura al niño herniado.”
Así que no era tan raro encontrar en la casa de mis nuevos padres un retrato con tal muestra de superchería y superstición. A mí la superstición, cualquier tipo de superstición, me parece propia del vulgo inculto e ignorante; por eso, aunque me gusta leer y tratar con absoluta libertad las diversas manifestaciones que tiene, siguiendo lo que cualquier persona con juicio y con estudios, las rechazo de plano y no porque siga los dictados de la Iglesia, sino porque creer en la superstición es formar parte del público más lerdo e ignorante. En esto, debo reconocerlo, estaré siempre de acuerdo con el fraile benedictino Jerónimo Feijoo, una autoridad en la materia, el cual siempre trabaja por restablecer la verdad, impugnar el error y dar la batalla definitiva a las supersticiones. Es lógico que como católico que es, acate el dogma y cualquier dictado que le venga de Roma, pero entiende que el mejor modo de hacerlo es poniendo la razón frente a cualquier prejuicio, la educación y la enseñanza populares frente a la ignorancia y la investigación, el estudio y el progreso de las ciencias frente a los continuos errores de la falsa ciencia que corre hoy en día por doquier como una mala cosa.
No se puede decir que fuera muy feliz en el hogar de los Dalmau i Grau, pero allí tenía los bienes materiales y las atenciones humanas que necesita un huérfano para no ver la vida como un peligro constante. Porque los Dalmau i Grau, todo hay que decirlo, se tomaron muy en serio lo de mi adopción y mis posteriores educación y enseñanza, mi cuidado y mi salud, si bien lo enfermizo de mi constitución física, aunque recorrieron las consultas de los médicos más renombrados de Barcelona, no lograron superar nunca, debido, según les manifestó algún facultativo, a la terquedad de la genética. Pero, ya digo, todo lo demás lo hicieron mirando mi bienestar y mi educación. Y así, aprovechaban cualquier ocasión para iniciarme en la vida tradicional de Barcelona, de sus leyendas y costumbres. Por ejemplo, recuerdo que en verano, cuando llegaba la fiesta de San Pedro, íbamos los tres hasta el Paseo Nuevo para visitar, como hacían muchos barceloneses, la fuente de Hércules. Decían que, mirando fijamente al fondo del estanque, podía verse una barquita de vela gobernada por San Pedro que pescaba ayudado de un fanal. Yo, pese a las insistencias del señor Dalmau de que mirase fijamente al fondo del agua y mi afán por obedecerle, no lograba ver nada allí. Lo mismo que la señora Grau, que siempre acababa diciendo que eso eran cosas del pueblo supersticioso y concluía citando la otra leyenda que corría sobre el apóstol pescador, y era que en la medianoche de su festividad, cuando empezaba la verbena, la figura de piedra del santo que había en la puerta de la iglesia de su nombre se levantaba de la piedra donde estaba sentado, se rascaba la cabeza, daba una vuelta a su cojín de piedra y volvía a sentarse para permanecer inmóvil el resto del año.
En Navidad visitábamos algunas iglesias para admirar los pesebres en los que había hermosas figuras de tamaño natural esculpidas por el famoso imaginero barcelonés Ramón Amadeu, de cuyas prodigiosas manos habían salido nada más y nada menos que la Virgen, el San José y el Niño en la cuna del belén que tenían en casa y que les había costado una fortuna. Sin embargo, las fiestas de Nadal me ponían muy triste porque no hacía más que recordar a mis padres y a mi hermanita Eulalia, quienes adquirían en mi corazón más presencia que nunca en tan familiares fiestas. Sólo lograba despejar aquella insoportable melancolía a mediados de enero, cuando llegaba la fiesta de San Antonio Abad. Entonces mis padres adoptivos me llevaban a la iglesia de su nombre a ver salir la comitiva de los Tres Tombs. Hacían la delicia de mis ojos los hábiles jinetes que, montando caballos ricamente enjaezados, abrían la marcha. Luego desfilaban, en graciosa mezcolanza, siempre acompañados de sus dueños, eso sí, una interminable recua de animales formada por mulos, burros, perros, gatos, todos lujosamente adornados con cintas y vistosos accesorios. Tres vueltas, como indicaba su nombre en catalán (tombs), daba la comitiva por las calles vecinas a la iglesia. Y allí permanecíamos los tres hasta que se recogía la procesión y volvíamos a casa en medio de las explicaciones didácticas del señor Dalmau y la suave ironía de la señora Grau sobre las manifestaciones populares.
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