miércoles, 13 de abril de 2011

Memorias de un jubilado




Semana Santa



A cuatro días de que comience una nueva Semana Santa, los recuerdos se me agolpan en la memoria sin que pueda ni quiera hacer nada por borrarlos. Van unidos a mí como las manos o el modo de ser. Sin esos recuerdos yo no sería yo. Me refiero, claro está, a las Semanas Santas vividos en mis primeros años allí en mi tierra natal junto a los míos.





En mi reciente novela Una carta de amor bajo la lluvia que, como ya he dicho, cualquiera que esté interesado en leerla puede hacerlo en Bubok, accediendo desde este blog, recojo varias anécdotas y vivencias de la Semana Mayor vividas entonces.


Hoy incluyo la primera de ellas.








"Cuando llegaba, por ejemplo, la Semana Santa, ya sabía yo que un día de aquéllos, antes de que la escuela iniciara las vacaciones, mi madre, acompañada de alguna de mis hermanas, se pasaba la mañana en el horno de la Rúa de los Notarios, y a mediodía aparecían en el Puente cargadas con los baldes de los dulces. Magdalenas, rebojos zamoranos, pastas de anís, aceitadas… La casa entera olía a azúcar y a harina.
Recuerdo que mi madre solía poner las fuentes de las pastas bajo el baúl de la sala en espera de las ocasiones para degustarlos. Una de esas ocasiones era la del Martes Santo por la noche, momento en que la procesión del Jesús Nazareno y la Virgen de la Esperanza cruzaba el Puente. Entonces se reflejaba en el río un mundo de luces misteriosas que portaban por un lado los cofrades y por otro los faroles de los pasos de la Virgen y el Nazareno.







La procesión se detenía en el cruce frente a la plazuela unos minutos para despedirse los hermanos de ambas cofradías con sus respectivos pasos: Jesús seguía su camino hacia la iglesia de San Frontis y la Esperanza hacia la iglesia del barrio. Y cuando el silencio ocupaba el sitio que habían tenido las cornetas y los tambores de la Cruz Roja, y los templos con sus sendas imágenes habían cerrado sus puertas, aparecía en casa Demetrio, el amigo de mi padre, vestido con su hábito de cofrade de Jesús Nazareno y la caperuza doblada en un brazo. Era el momento de tomar una aceitada acompañada con un vasito de anís. La reunión duraba hasta que Demetrio decía que era tarde y tenía que irse a casa, en Pinilla, donde le esperaba su familia para tomar otra copa y otro dulce, como era costumbre. " (Perros y gatos, páginas 107 y siguientes)





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