domingo, 17 de abril de 2011

Memorias de un jubilado

Semana Santa (2)
Ya estamos en Domingo de Ramos, que la familia vamos a convertir, en parte, en Domingo de Calçots. El día es azul y luminoso, muy propio de esta primavera que promete. El jardín huele a naranjo y citronella y los herrerillos vienen a jugar entre las ramas del rojo pruno. Así es lógico estar contento y vivir a la vez este presente hermoso sin olvidar el pasado que nos sostiene. Y en ese pasado ocupa un lugar destacado los recuerdos de las procesiones y la atmósfera especial, tanto diurna como nocturna, que las envuelve. Por eso no tengo más remedio que incluir aquí la expresión de esos recuerdos recogida en Una carta de amor bajo la lluvia.


"En Semana Santa todo parecía alado y feliz, y alejaba los problemas cotidianos y domésticos. Lo que durante el resto del año se ponía cuesta arriba, la semana que iba del Domingo de Ramos al Domingo de Resurrección inundaba de ilusión los corazones de los mayores y, especialmente, los nuestros, que al fin y al cabo hasta el problema más grande lo achicábamos con nuestra inherente inconsciencia, tan necesaria por otra parte para que nuestra infancia siguiera permaneciendo inmune e invulnerable ante las heridas de la vida, que ya llegarían. Nuestra la ilusión empezaba el domingo de las palmas, en que estrenábamos alguna prenda de vestir y saboreábamos el primer helado del año, y alcanzaba el grado sumo el domingo siguiente, en que las campanas y los cohetes anunciaban que Jesús había resucitado, mientras su “paso” subía la Cuesta del Pizarro, seguía por Ramos Carrión y llegaba a la Plaza Mayor, donde se juntaba con el “paso” de la Virgen, Hijo y Madre al fin aliviados de tanto sufrimiento.

Cada día de la Semana Santa tenía su aliciente. Incluso antes de empezar, los más pequeños pensábamos cómo vivirla para que no se pareciera a la anterior. Ya he contado lo de los dulces que mi madre preparaba para las fiestas. Otro detalle que anunciaba indefectiblemente la Semana Santa era la procesión que salía días antes de San Frontis para llevar el “paso” del Nazareno al templo de San Juan de Puerta Nueva, del que volvía a salir la tarde noche del Martes Santo y que repetía las sensaciones de los dulces, la visita de Demetrio, los tambores y cornetas…

El lunes subíamos a la ciudad a ver al Jesús de la Tercera Caída y la Virgen de la Amargura, esculpida por Ramón Abrantes, vecino de mi barrio y por más señas hijo de la señora Luisa, comadrona que ayudó a algunas de nuestras madres a traernos al mundo a muchos de nosotros. Cuando pasaban las mesas con las imágenes por delante de nosotros, con una voz que era un susurro de admiración, mi padre me ponía al corriente de los más mínimos detalles y leyendas sobre ellas.

--Mira-- me decía--, esa Virgen de Abrantes sólo tiene la cabeza y las manos, lo demás es miriñaque. A mí eso del miriñaque me sonó siempre a misterio, a algo oculto y secreto que tenía la Virgen de la Amargura de Ramón Abrantes, y no lo descubrí hasta muchos años después, leyéndolo en las guías turísticas sobre la Semana Santa zamorana y sus curiosidades y, sobre todo, cuando, hablando en uno de mis retornos a la ciudad del Duero con el propio escultor en su taller de la calle Sacramento, salía a relucir lo de su Virgen, me confesaba que menos mal que sólo tuvo que esculpir las manos y la cabeza porque ya de por sí los dedos y la expresión del rostro le habían producido tantas dificultades que hasta enfermó trabajando en su obra. Refiriéndose a su Virgen, añadió sonriendo:

--Amargura, un nombre que ni pintado para la ocasión.

Y cuando ya nos despedíamos, me llevó del brazo hasta un rincón y, señalándome un caballete, dijo:

--A propósito, este caballete me lo hizo tu padre.

Bueno, pues mi padre me decía esas cosas que me gustaban tanto acerca de los “pasos” y sus imágenes.

--Fíjate en el cuello de Jesús-- me decía cuando pasaba a nuestra altura la imagen del Nazareno en su tercera caída. Era en verdad un cuello demasiado largo que el escultor Quintín de la Torre hizo para aguantar mejor el peso de la cruz, de madera de verdad.

El “paso” preferido de mi padre fue durante mucho tiempo el llamado vulgarmente el Cinco de copas porque las cinco imágenes de la mesa aparecen colocadas como las copas del naipe, es decir, una figura en el centro, la de Jesús portando la cruz, y en las esquinas del “paso” las cuatro restantes, cuatro sayones judíos. El “paso” abría y sigue abriendo la procesión que la madrugada del Viernes Santo sale de San Juan para recorrer gran parte de la ciudad. A mi padre lo que más le gustaba del paso era el famoso “baile” que sigue efectuando la mesa con las cinco imágenes al toque fúnebre de la marcha de Thalberg, a la que por otra parte el vulgo le puso una letra que de ningún modo se corresponde con la solemnidad de la música. “…Y no tenía jabón pa lavar…”, es una de sus estrambóticas y más conocidas frases.



Con el tiempo y ya en Barcelona, me enteré por una postal que la buena y hospitalaria maestra del piso inferior de la casa me mandó en una Semana Santa que el paso preferido de mi padre no era el mencionado, sino otro que desfilaba en la misma procesión y a continuación del anterior llamado La caída, obra del escultor zamorano del siglo XIX Ramón Álvarez, cuya casa puede verse todavía en la cuesta de Balborraz (una placa conmemorativa en la fachada así lo indica). Y no me extraña la preferencia de mi padre por tal “paso” pues el grupo escultórico que lo forma, inspirado en el cuadro El pasmo de Sicilia de Rafael, tiene todas las características para emocionar, desde el rostro de dolor y pena de Jesús hasta el gesto de ternura de su Madre, pasando por la crueldad del sayón que apoya un pie sobre su espalda y la del que tira de la cuerda atada a su cuello o la sonriente indiferencia del niño que transporta el mazo y el cesto de los clavos."



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