lunes, 5 de octubre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO


Un domingo por la mañana en Barcelona

Ayer, primer domingo de octubre, fui con mis hijos a Barcelona para hacer una visita al mercadillo de los libros de San Antonio y otra al MNAC, situado en el Palacio Nacional de Montjuic. Siempre he sentido por el mercadillo de los libros de San Antonio un amor especial. Desde que en 1964, recién llegado a Barcelona procedente de mi tierra natal, hiciera mi primera visita al mercadillo guiado por mi amigo el pintor catalán Albert Casals, no he dejado de ir allí a comprar algún libro ni un solo año. De hecho, gran parte de mi biblioteca procede del mercadillo de los libros de San Antonio. Y ayer no iba a ser menos. Cinco libros me traje de allí: un libro de arte sobre el gran pintor neoimpresionista francés Toulouse Lautrec; un diccionario de Antropología; El gran teatro, novela del argentino Manuel Mujica Láinez, Miramar, narración del escritor y Premio Nobel egipcio Naguib Mahfouz, y La vida cotidiana en el Siglo de Oro español, ensayo del polifacético escritor catalán Néstor Luján, libro que estoy leyendo con verdadera fruición y del que daré cumplida noticia en su momento.

El mercadillo ha sufrido serios cambios para ir a peor. Muchos tenderetes de libros han desaparecido y sus huecos hablan de renuncias dolorosas. Por otra parte, ocupan el lugar de otros puestos de libros numerosas mesas que se dedican a vender DVD de películas y juegos de consola, discos de vinilo, tebeos, cromos, sellos, monedas, baratijas y minerales, entre otros, sin olvidar que los antiguos tenderetes regentados por auténticos libreros (hoy muchos puestos están dirigidos por familiares o empleados cuya atención a los posibles compradores deja mucho que desear) mostraban verdaderas joyas bibliográficas y no era muy difícil hallar entre los libros expuestos primeras ediciones de los clásicos (recuerdo haber visto algún domingo que otro a mis profesores Blecua, Martín de Riquer o Castro Calvo revolver los ejemplares de los tenderetes en busca de algún tesoro). Tras tomar un cortadito en uno de esos bares que en las inmediaciones del mercadillo son tan abundantes, nos acercamos al Palacio Nacional de Montjuic para hacer una visita a sus ricas secciones, en especial a las del Barroco y Arte Moderno. Al paso por la calle Lérida, recordé mis años de soltero vividos en el 76 de la vecina calle del Olivo y no pude por menos de emocionarme, y luego, a la altura de los cubos de muralla que sirven de entrada al Pueblo Español, volví a retroceder en el tiempo, a la época en que mis dos hijos eran muy niños y algún domingo íbamos a pasar el día en el mágico recinto amurallado.

Como era primer domingo de mes, la entrada al magnífico Museo no nos costó nada y allí estuvimos casi un par de horas empachándonos de la belleza que desprenden pinturas, esculturas y mobiliario modernista dispersas en salas bien cuidadas y en gran parte poco concurridas y hasta silenciosas, dos ingredientes necesarios para desgustar mejor la obra de arte. De nuevo vi los apóstoles San pedro y San Pablo del Greco, La Paloma de Nonell, los bodegones de Zurbarán, los dibujos cubistas de Picasso, La vicaría de Fortuny, el Desconsol de Llimona, las sillas confidentes de Gaudí y tantas delicias para la vista y el corazón.
Volver a Barcelona un domingo por la mañana es unir en el arca milagrosa del tiempo el imparable presente lleno de futuro y los recuerdos del pasado que siempre será cimiento imperecedero de lo que hoy vivimos.

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