martes, 13 de octubre de 2009

DIARIO DE INFANCIA


Día 1.

Aceitadas, noticias de la Semana Santa de mi tierra, vino moro del Duero. Esto es lo que me acaba de llegar hoy de aquel sitio donde arraiga la almendra de mi vida. Pero me gustaría que llegara junto a esa materia de azúcar y de harina, junto a esos renglones de noticias, junto a ese jugo que da la buena cepa de la tierra, me gustaría que llegara también lo que yo fui un día al lado de todo eso: el niño que vivió en mis huesos entonces y, sobre todo, la ventura y aventuras irrepetibles de ser niño en aquel aire sagrado de mi tierra natal.
Aceitadas, los dulces besados por las manos maternales, tardes de abril lluviosas en la sala donde el baúl cubría los aromas de la Semana Santa... Noticias de la Semana Santa, los itinerarios de las procesiones, las imágenes nuevas que este año van a desfilar y que yo no voy a poder ver… El vino embotellado que se cría con la savia, el agua y el sol de la tierra…
Todo eso me acerca a la tierra a la vez que me distancia de ella. Y es entonces cuando no puedo evitar que las abejas que liban los recuerdos claven en mi alma su amargo aguijón.


Día 2.

Hoy miro mi cara en el espejo y veo un camino tallado por el tiempo. Adivino mis huellas sobre la tierra, sobre el silencio de los años, porque los años callan y nos ven pasar como la orilla al río mientras los hilos de la edad se enredan en personas, en cosas, en esperanzas que pasaron, personas, cosas, esperanzas que en las manos del tiempo se volvieron agua de recuerdos, fuentes que tienen el encanto de revivir latidos, luces, gestos de ayer en este hombre que fue niño: los chopos, las almendras, el mendigo de estío, mis padres en lo alto..., en este hombre que hoy mira en el espejo su camino.
Hoy miro mi cara en el espejo, y en un pilar de niños y aventuras veo un hombre tallado por el duro poema de la vida.


Día 3.

Habrán empezado las procesiones y el Tío Barandales encabezará una de ellas. “Tío Barandales, dales, dales... decíamos los chicos al verle pasar bien firme, moviendo las muñecas de sus manos para hacer voltear las campanas. Su rítmico cantar suena ahora en el alma del chaval que un día fui. Ahora habrá también chavales en la ciudad viendo pasar solemne al Tío Barandales delante de los cofrades y los pasos por las callejas viejas y perennes. Esas campanas eran y son como latidos, como segundos, minutos y horas de tiempos que nunca desaparecen porque son sones, vivencias que siempre amamos, que revivimos y recordamos como una canción eterna.
“Tío Barandales, dales, dales...”, tal vez haya chavales hoy que digan al paso del Tío Barandales, lo mismo que los chavales de ayer decíamos, porque esas campanas suenan igual en la distancia que en la presencia, en los adultos que en los muchachos. Ahí reside el misterio de la Semana Santa de mi ciudad.
Parece que lo estoy viendo. Mientras voltean esas campanas, salen las gentes a las calles para ver con ojos tiernos y llorosos, los dolorosos latigazos que sufre Dios en su lejana y a la vez tan cercana soledad.
Sigue sonando, tío Barandales, “tío Barandales, dales, dales...” para que nunca nos olvidemos de aquellas cosas que hoy no tenemos y que un día fueron nuestra Verdad.


Día 4.

(Mirando una fotografía de la época) ¿Dónde estoy yo, el niño que en mi cuerpo quedó atrás perdido en los atajos de la vida. ¿Dónde estoy yo en esta orilla del río de mi infancia?
Escudriño las manos de mi ahora y no me veo en los dedos ni plumas ni pelusa de nidos. Ni un rastro de aquel jirón perdido de mi vida, un gesto de la hierba, una arruga del agua que me digan que yo estuve hasta el júbilo asombrado en este paraíso, ahora vacío. Y éste es el sitio. Aquí el pretil y al pie la hierba que en las tardes sin fin de los veranos soñaba en ser famosa en nuestros pies junto al balón que ardía en cien jugadas. Y más allá, en la orilla, los guijarros modelados sin prisa por el agua, que pasaban a ser por un instante proyectiles de nuestros tiradores.
Éste es el sitio, aquel que yo adoraba, ahora condenado por el tiempo a ser cantado sólo, visto sólo en una fotografía.


Día 5.

Recuerdo que durante días fue muriendo lentamente la fragua. El polvo de los meses fue vendando la vista a los cristales de la puerta hasta dejarlos ciegos, sin ganas de mirar a la herramienta atada a la pared con telarañas allí, en el interior, junto al yunque callado donde el herrero golpeaba el hierro al rojo vivo para darle forma de barrote, herradura o reja de arado.
Y hoy, tan lejos de aquella vida hermosa que fue mi infancia cerca de la fragua, del dolor del hierro golpeado hasta hacerse herramienta, verja o protección de caballería... Hoy, tan lejos de aquel mundo fugaz, me entero de la muerte del herrero. Y de nuevo otro asidero que mantenía mi infancia medio a flote acaba de romperse y de caerse al pozo donde el tiempo colecciona ruinas y despojos.
Desde aquí le digo adiós a aquel herrero amigo que fue testigo de mi infancia durante mucho tiempo. Lo único que siento es que sólo en una prosa fría se quede la emoción de esta despedida. Cada vez se hace más grande la sombra que amenaza la luz que hace visible la nostalgia. Aunque cada vez también veo más claro que la nostalgia es inútil y que la infancia no regresa jamás pese a nuestro irrenunciable deseo.


Día 6.

Pese a que sé (aún no lo he visto con mis propios ojos) que la casa de infancia se ha convertido hoy en un hostal restaurante, no dejo de verla tal y como era en aquellos tiempos felices. Por eso no puedo de apuntar aquí lo que la casa en sí y mis padres, que supieron adornarla de virtudes y amores a las cosas pequeñas y cotidianas, significaron siempre para mí. Por eso no dejo de repetir que, si la casa tuvo un día primavera y sus paredes exhalaron a cada momento cariño y protección y sus balcones florecieron a la vista de la ciudad de las murallas, fue gracias a ellos, que en ella tejieron su nido. Es más. Si yo no doy un latido sin que suenen dentro de mí campanas y murmullos del río en las azudas de mi infancia, es gracia y don de mis padres, que supieron sembrar en los surcos tempranos de mi alma semillas de espadañas y de Duero, llantos de aceñas y cantos de badajos. Y si esta hermosa inquietud que ahora me crece mientras se acerca abril al calendario, y la Semana Santa en los clarines de la memoria canta y reverdece, se debe a aquel amor que me infundieron mis padres por los pasos y las andas donde, entre cirios que lloran en la noche, tambores y piedras historiadas, desfilan las imágenes benditas que mis padres me enseñaron a querer cuando era un niño.


Día 7.

Sé con toda seguridad (porque yo mismo lo hice a punta de navaja) que mi corazón debe de seguir grabado, junto con la inicial de mi nombre y la de alguna niña de la que estaba enamorado entonces en la blanda corteza de algún chopo de tantos como crecían en los Tres Árboles, junto a la orilla del río. Allí debe de seguir latiendo con la savia lo mismo que latió en las aguas verdes de las Pallas, junto con el silencio gozoso de mi cuerpo desnudo bajo el agua. Allí, en los Tres Árboles, debe de seguir el deseo oscuro flotando entre las frondas frescas, aquel ansia oculta de ser eternos y fieles a la adolescencia y sus ritos misteriosos que no temían nada y para la que la muerte era simplemente un juego, un puente, un salto de comba o un zambullirse en las profundidades del río para salir unos cuantos metros más allá, en el cerco de los juncos y a escondidas de las miradas de los otros amigos. La adolescencia, que para nosotros era como el remo de la barca que abría el alma pura del Duero entre las islas y dejaba un aroma de olvido entre la espuma pero una dicha inmensa de dios en vacaciones en nuestras almas.
Ya podía morirse todo allí, en la fronda, en la fragante alfombra que el verano tejía en los Tres Árboles. Que nosotros seguíamos en alto, viviendo al borde del esplendor cotidiano que era la adolescencia. Por eso creo que aún hoy los restos de aquellas tardes nuestras se levantan cantando en las argollas donde ataban las cuerdas de las barcas, en las blandas cortezas de los chopos donde crecen sin fin los corazones que grabamos a punta de navaja.


Día 8.

He aquí mi promesa inaplazable. Convertido en relámpago de luna, volveré alguna noche a ver las cosas que siempre me tuvieron por abril anclado al corazón de lo perenne. Y nadie sabrá nunca que soy yo, aquel niño que amaba la procesión solemne de almendras y tambores con blusas femeninas, niñas que soñabais en Valorio amores que yo nunca os pedí.
Bajo el palio de la noche abrileña, sin que sepáis quién soy, os veré pasar con vuestras velas detrás de nuestra Virgen, aquella Virgen fiel de la Esperanza que entre flores lloraba en nuestro barrio.
Mujeres ya, con sombras en la luz del corazón, oiréis un viento antiguo acariciaros el alma y temblaréis, y la llama del cirio en vuestras manos brillará un solo instante con más fuerza y no sabréis jamás que fue por mí, que yo estaba muy cerca, como siempre, mirándoos pasar por el espejo del tiempo inexorable.
Lo prometo.
Aunque la infancia no regrese jamás.

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