viernes, 30 de octubre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Barcelona del alma



He dicho en más de una ocasión que si Zamora es mi ciudad natal, de la que guardo un imborrable recuerdo, Barcelona es la ciudad de mi madurez y sin ella, algo muy importante le faltaría a mi alma para ser como es. Ayer nos fuimos mi mujer y yo a pasar en ella una tarde llena de vida. Y subiendo por el Paseo de Gracia arriba, rodeados de turistas, ociosos y gente que va y viene en su trajín laboral cotidiano, hablábamos de lo que Barcelona significa para nosotros. En la ciudad condal nos conocimos una Fiesta de la Merced de hace cuarenta y nueve años, una vida, la vida que llevamos juntos desde entonces. En Barcelona nos casamos y levantamos una familia con trabajo, trabajo y trabajo... y mucho cariño, cariño enriquecido con el apoyo de nuestras respectivas familias. Después, por motivos de trabajo y para evitar los males derivados del estrés que suponía cada mañana salir de Barcelona (la odisea diaria empezaba en Horta, que era donde vivíamos, y se recrudecía al paso por Virrey Amat y, sobre todo, en la Calle Escocia, pero que no acababa hasta por lo menos una hora más tarde en el Colegio donde trabajaba de profesor y donde mis dos hijos estudiaban) para enfrentarme a la carretera y sus peligros (nunca me ha gustado en exceso el coche) hasta llegar a las puertas de Viaró, en el municipio de San Cugat del Vallés. Esos viajes estresantes de cada día en coche al lugar del trabajo nos hicieron pensar seriamente en la necesidad de cambiar de residencia. Y así lo hicimos en la primavera de 1982 (primavera de vida) a la localidad de Cerdanyola del Vallés (donde seguimos), que quedaba a diez minutos del Colegio. Pero aún así, jamás dejamos de volver a Barcelona. De hecho, yo seguía bajando a la ciudad condal casi todos los sábados por la tarde a la tertulia de poetas que José Jurado Morales, de feliz memoria, regentaba en su casa de la calle Conde Borrell, y muchos domingos por la mañana al mercadillo de libros de San Antonio. De vez en cuando toda la familia, al menos hasta que los hijos empezaron a volar solos, íbamos a Barcelona para pasar el día entero en el Pueblo Español, el Puerto, el Tibidabo... cuando no era a alguna comida con familias amigas o con nuestras propias familias. En eso pensábamos mi mujer y yo ayer por la tarde en nuestro paseo por la Barcelona del Ensanche, mientras dejábamos pasar el tiempo sin prisas, haciendo compras, arreglando algunos asuntos relacionados con mi jubilación o tomando chocolate con croissants en plena Plaza de Cataluña, mientras sonaba cerca una orquesta callejera y la noche caía con sus luces y sombras sobre la ciudad , mientras los turistas y los ociosos seguían pasando por delante de nosotros y la gente de trabajo, acabada la jornada laboral, buscaba con alguna prisa, la boca de metro más cercana o la parada de su autobús para volver al descanso y la paz de sus hogares. En ese momento mágico en que mojábamos el croissant en el espeso y caliente chocolate nuestras vidas eran las de dos castellanos inmersos en el mar cosmopolita y siempre hospitalario de Barcelona.

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