sábado, 24 de octubre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Tossa en octubre
Después de unos días de lluvia en Barcelona, de sustos y resfriados y también de celebraciones familiares, hemos decidido volver a Tossa, aunque sólo sea para cambiar un poco de aires y hábitos. El tiempo aquí en la Costa Brava está sereno y bastante limpio y, aunque los caminos de las rieras y los campings están señalados por un rosario de charcos por las lluvias que también aquí se han hecho notar, he podido dar mis rutas acostumbradas con la bici (ya tenía ganas) y he registrado en mi cámara de fotos, que siempre llevo conmigo en mis paseos, pequeños detalles que indican el adiós al verano y la bienvenida al recogimiento de otoño que hace el pueblo de Tossa, detalles como la solitaria arena de la Mar Menuda, sin el chiringuito o las boyas que señalaban el trasiego del turismo estival, con sólo las pisadas de algún paseante romántico o la espuma resbalando perezosa por la orilla, sin trabas de ninguna clase. O como la roca de la Bañera con su pino valiente encaramado milagrosamente a su cima. O el oscuro cormorán aireando su plumaje en una peña del acantilado... No sé si ya lo he dicho, pero a Tossa y a este rincón de la Mar Menuda los conocemos desde el 82, año de los Mundiales de fútbol, por lo menos, fecha en que nos hallábamos cerca de aquí, en Cala Llevadó, pasando un mes de vacaciones con otros familiares; entonces los jueves del mercado semanal bajábamos al pueblo a abastecernos de todo lo necesario para la semana, y casi todas las tardes nos acercábamos a alguna heladería de esta increíble población a desgustar un refresco algunos de esos helados italianos enormes y sabrosos que venden en las calles vecinas a la muralla o en el paseo de Jacinto Verdaguer, vulgo de las moreras o de la petanca. Después pasamos mi mujer y yo solos, cuando los chicos empezaron a volar por su cuenta, una Semana Santa en el hotel Don Juan, de la población, muy cercano al mar. Por el día dábamos nuestros paseos por la Vila Vella o hasta la Mar Menuda y por la noche, después de la cena, bajábamos a la pista de baile donde con música en vivo, movíamos el esqueleto hasta la medianoche. Tanto nos gustó aquella vida tranquila y libre a la vez, que más de una vez pensamos comprarnos un pisito en Tossa. Y hasta que no lo hicimos no paramos, pero eso será motivo de otra entrada. Ahora en ésta quiero anotar que el este último regreso a Tossa en este octubre tan extraño (sol de baño en el mar, lluvias y viento de resfriados y gripes, accidentes de tráfico, celebraciones familiares, nuevas lluvias torrenciales, nuevo sol, este más apacible que el de hace unas semanas) ha sido en realidad, aunque nosotros no queramos, para despedirnos del baile del Don Juan. Hoy será la última noche de la temporada en que movamos nuestros cuerpos al ritmo de la música en vivo que nos ofrece el hotel. Sé que la añoranza bailará su tango especial en la pista solitaria de nuestro corazón cuando las luces de la pista se apaguen esta noche tras la última pieza. Lo peor de todo es ponerse excesivamente sentimental. Ya vendrá otro año. O ya vendrán otras noches, y no tan lejanas, estoy seguro de ello, en que volveremos a bailar siguiendo la música de una cumbia o la coreografía de uno de esos ritmos de moda.

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