martes, 1 de marzo de 2011

Prosas de antaño

7. Una traición poco ortodoxa


En ese momento el tren se detenía en la estación de Mataró. La lectora cerró el manuscrito, recogió sus cosas y bajó al andén. Atravesó el vestíbulo y salió a la calle. Esperó a que el semáforo se pusiera verde y enfiló la rambla arriba hasta el cruce con la calle donde había estado en otro tiempo el Instituto Nacional de Previsión. Entró en ella y al llegar a la puerta número 12 sacó un llavero y usó una llave para abrirla. Subió un tramo de escaleras y empleó una nueva llave para entrar en el piso del rellano. Una voz de hombre le dijo desde algún lugar de la casa que ya hacía tiempo que la esperaba. Con el tacón de su zapato cerró la puerta a sus espaldas y se encaminó directamente al dormitorio, que era donde le esperaba, metido en la cama, un hombre mayor, canoso y con grandes orejas. La mujer dejó el manuscrito sobre una silla y empezó a desnudarse. Mientras lo hacía, el hombre le preguntó qué libro era aquél. Ella acabó de quitarse las bragas mientras le contestaba que no era un libro sino un manuscrito. Abrió la ropa de la cama y se metió junto al caballero canoso. Palpó en la zona sur del hombre y éste le dijo apesadumbrado:
--Llevo acariciándomela varios minutos y nada.
--Yo te la pondré a tono.
Y empezó a sobársela. Luego intentaron varias veces hacer el amor, unas veces poniéndose ella encima y otras él, pero en ningún caso acabó bien la operación. El hombre, desesperado, se puso mirando al techo con las manos en la nuca. Ella le dijo que no se preocupara, que al final siempre acababan disfrutando.
--¿De qué trata el manuscrito?--preguntó de repente el hombre, sin abandonar su postura de desencanto.
--Parece una historia de magia, con referencias a la España del Siglo de Oro, mitad real, mitad fantástica.
--Alarga el brazo y cógelo. Quiero que me leas un poco.
Así lo hizo la mujer y sus redondas nalgas quedaron al descubierto. El hombre aprovechó para girarse y darle un mordisco en una de ellas.
--Me vas a dejar la marca y sabes que no me gusta llevar señales.
--Te pago para ello. Anda, lee.
La mujer se incorporó, puso a sus espaldas doblada su almohada y empezó a leer mientras el viejo no perdía de vista sus grandes y firmes tetas.

"...Y entonces sucedió el milagro. Fue la conjunción de varias circunstancias. El mendigo ilustrado se separó unos pasos de mí en dirección a la mujer que le había hecho señas, y un cómico en lo alto del primer carro empezó a gritar para llamar la atención del auditorio. De un momento a otro iba a comenzar la loa con que se inauguraba la tarde de teatro. La ocasión se me brindaba de la manera más favorable. Velozmente di media vuelta y abriéndome paso entre la gente salí de la plaza. Sin perder un instante, me encaminé hacia la calle de la izquierda, que estaba ligeramente empinada y que iniciaba el recorrido de regreso hacia la Casa del Montero Real. Me imaginaba que el mendigo ilustrado, al no verme por ningún sitio, pensaría que yo era un ingrato y un mal educado al no despedirme siquiera de él. Pero eso ya formaba parte del pasado y ahora lo que me interesaba era sólo el presente y el placer de satisfacer mi curiosidad.
Parecía que Madrid entero había acudido a la representación del Auto a juzgar por la repentina soledad que notaba a mi alrededor. Recorrí el trayecto rápidamente hasta verme ante la fachada de la casa de mis ansias. No hizo falta usar la llave que “abría cualquier puerta, ya sea viva, ya sea muerta”, porque la puerta estaba entreabierta. Entré en una especie de zaguán, al fondo del cual arrancaba una escalera. Con sumo cuidado alcancé el rellano superior, al tiempo que un bisbiseo suave y el sonido de unos pasos procedentes del portal me pusieron en guardia. Pero comprobé enseguida que todo era producto de mis temores, así que entré en la sala más cercana y la crucé buscando la puerta del fondo, por cuyas cristaleras entraba la luz procedente del jardín. La abrí y bajé los escalones que me separaban de él. Una vez allí abajo, recorrí el pasillo de losas que conducía a una especie de gruta cerrada con una verja de hierro. Aquí sí que tuve que usar mi llave mágica. En cuanto me vi dentro de la cueva y empezaba a acostumbrar mis ojos a la oscuridad, oí una voz que procedía del fondo.
--Ahora se irán--empezó a decir la voz--. Igual que lo hicieron conmigo cuando con engaños me trajeron a esta casa, casa que es, además, como un arsenal para sus botines de rapiña.
Sobresaltado, pregunté quién me hablaba y a quiénes se refería. Entonces vi un hombre encorvado, decrépito, que venía hacia mí. De sus labios salieron estas palabras:
--Yo soy Miguel Mejías y esos dos, Gomárez y la Cómica. Ambos...
Le interrumpí para decirle lo que Gomárez me había dicho acerca de su muerte.
--Pues ya ve que sigo vivo aunque a duras penas puedo sostenerme de pie.
--Tampoco vuestra merced robó al Cristo del Desamparo.
--¿También le ha hablado de eso? Es increíble la desfachatez de ese canalla. Fueron ellos dos. Pero no todo les ha salido bien porque el botín del Cristo del Desamparo, tan bien escondido según ellos en el hueco del altar mayor de esa iglesia, fue descubierto casualmente por unos albañiles que reparaban unos desperfectos en el retablo de Antón Morales..."

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