miércoles, 30 de marzo de 2011

Memorias de un jubilado


El río


Estos días pasados de comienzos de primavera he vuelto a ver en Tossa la riera que recoge las aguas de las lluvias de las montañas vecinas para desaguarlas en el mar, al pie de las murallas de la Vila Vella. En mis acostumbradas rutas en bicicleta por los alrededores me he parado a escuchar el ruido impetuoso de las aguas que llenaban el cauce de lado a lado del río y el estruendo de los riachuelos secundarios que, abriéndose paso entre la maleza, alivian sus caudales pasajeros en aquél. Y apoyado unos minutos sobre la barandilla del puente del camping, a la vista del hermoso espectáculo natural, no he podido evitar recordar mi río, aquel Duero de mi infancia a su paso por mi barrio en épocas parecidas.


He aquí lo que en mi novela Una carta de amor bajo la lluvia dejé escrito sobre él.




"Mi barrio, a decir verdad, nada era sin el vecino Duero, que se convertía en verdadero protagonista de su vida. Unas veces de forma cruel y violenta, en especial durante los meses más crudos del invierno, en que acababa saliéndose de madre con aquellas crecidas y riadas espeluznantes que inundaban las casas haciendo que navegaran a la deriva sus modestos muebles y la paz y la esperanza de sus dueños. Otras veces se comportaba apacible y sereno, sobre todo en verano, cuando los niños buscábamos cangrejos en las berrazas del puente o entre las piedras de San Francisco. Sin embargo, todo hay que decirlo, el río tenía sus propios misterios y lutos sin que nada tuvieran que ver en ellos la bonanza o las inclemencias de las estaciones, porque raro era el verano que no se cobrara alguna víctima, y en ocasiones varias a la vez. Un malvenido agosto en que tres chicos de San Frontis, buenos nadadores por cierto, mientras jugaban a atravesarlo varias veces a nado desde la azuda de San Francisco hasta Olivares, en un lance del juego debieron de cansarse o verse sorprendidos por algún calambre propio del esfuerzo. Resultado trágico: las traicioneras aguas del río tragaron a los tres muchachos. La escena de la búsqueda de sus cadáveres a cargo de los empleados del Ayuntamiento que, a bordo de unas barcas, tanteaban el fondo con largas pértigas para dar con los ahogados, no se me borrará nunca de la memoria. Ni las palabras de mi madre recordándome lo que me podía pasar si imitaba la temeridad de aquellos chicos. La verdad es que me atraían mucho las aguas del Duero, y rara era la tarde de verano en que no me daba un baño en ellas, ya en la isla de los álamos, ya en la orilla del soto de San Frontis, a la vista del imponente reflejo de la Catedral en la orilla opuesta. Recuerdo con lágrimas en los ojos que mi madre, antes de que yo saliera de casa aquellas tardes de verano, me obligaba a darle delante de ella una dentellada a la merienda de pimientos fritos que me había preparado para quedarse tranquila, sabiendo que ya no podía bañarme por aquello que nos habían repetido tantas veces nuestros mayores acerca del peligro que podíamos correr por un corte de digestión. Pero el caso era que, en cuanto llegaba a la calle, escupía el bocado mientras me santiguaba y pedía perdón a mi madre de todo corazón y guardaba la merienda para después de bañarme. Aunque luego, tras el baño en el río, mi amigo Paquito, el hijo del fontanero, gran entendido en pájaros y fuegos artificiales, me recordara la viva realidad: ­--Sólo con pasarte la uña por una pierna y observar el rastro—me decía convencido—tu madre sabe si te has metido en el río o no: si la uña deja una raya blanca, es que te has bañado. Y nuestras madres, que eran tan sabias, si querían, podían averiguar si nos habíamos bañado. Aun así, siempre podíamos decirles que vale, que sí, que nos habíamos metido en el agua, pero sólo hasta las rodillas para coger cangrejos. Como si eso no lo supieran. Y nos zambullíamos en las aguas frías de aquel río que formaba parte de nuestras propias vidas. Otras veces lo cruzábamos desde San Francisco hasta la azuda que llevaba hasta los tajamares volcados del puente romano de San Atilano. Allí escalábamos las ruinosas piedras hasta alcanzar los hondos agujeros donde anidaban los abejarucos. ¡Así era nuestra inconsciencia de aquellos años, según la cual no teníamos en cuenta el mal que podíamos causar a nuestros padres con nuestras continuas e inherentes chiquilladas! "

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