Crecí feliz junto a la riera y viví junto a ella los mejores años de mi vida. Siempre tuve en mis brazos nidos y cantos de pájaros. Allí me enseñoreaba del aire y hasta caer la tarde los rayos del sol se enredaban en la fronda de mi alta copa. Desde ella veía perderse en el pueblo la cinta de agua de la riera en cuyo espejo me miraba, los pinos de la sierra y las nubes blancas que pasaban por encima de la bahía, justo sobre el promontorio en el que el faro de Tossa alumbraba en otro tiempo a los barcos perdidos.
Pero no hay felicidad que dure siempre. Y hace unos años una enfermedad nació en mi interior y poco a poco fue devorándome hasta salir a la corteza. Y lo que era belleza y vida se convirtió en algo desagradable y peligroso para los demás. Así que, para evitar la amenaza que un gigante herido de muerte ejerce a su alrededor, las autoridades decidieron abatirme y darme muerte de una vez. La máquina hizo todo lo demás. Y aquí estoy, tumbado sobre la hierba del bosque, rodeado de astillas y silencio. Aún parte de mí permanece en su sitio, metidas las raíces en la tierra, pero es cuestión de tiempo el que la putrefacción haga su trabajo eficaz, hasta que un día lo que quede de mí se haya ido poco a poco confundiéndose con la tierra, de la que todos los gigantes como yo salimos un día y a ella hemos de volver. Mientras tanto, todavía podrá verse en el corazón de mi madera los círculos de sueños y esperanzas que fui alimentando mientras viví.
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