A las cuatro y cuarto ya tenía todo previsto. Y a las cuatro y treinta y cinco vi, por la ventana de la cocina, acercarse por la calle las luces de los faros de un coche. Era el de Sandra. Y antes de que despertara a todo el vecindario con el claxon de su coche, yo ya estaba saliendo de casa, aunque no pude evitar que un par de bocinazos sirvieran de señal para que los perros de los vecinos iniciaran una orquesta de ladridos destemplada.
Nos saludamos con un beso y a los pocos minutos el coche salía a la autopista. Silencio hasta el primer peaje. De repente Sandra me dijo que Josemaría le había pedido salir con ella. Le dije que me parecía bien, pero por dentro estaba decepcionado. Sandra me lo notó.
--Lo nuestro no podía durar --dijo la chica--. Como dijo Bécquer, tú eras el huracán y yo la alta torre que desafía su poder.
--Pero cuando estamos juntos-- le dije-- algo misterioso pasa entre los dos.
--Lo que quieres es que yo no esté por nadie-- me contestó--.Que de vez en cuando nos veamos, nos demos un besito y otra vez a la soledad.
--Estaba pensando que tal vez, si cedemos un poco más cada uno, lo nuestro nos salga bien ahora.
--¿Estás diciéndome que quieres que lo intentemos de nuevo?
--Podríamos probar.
--Bueno ya hablaremos después de la matanza. Un día quedamos y lo hablamos detenidamente. Ahora vamos a divertirnos.
Me gustó su respuesta, aunque yo pensaba reiniciar aquel diálogo en algún momento de nuestra estancia en la masía. Luego me vi inmerso en los recuerdos de la infancia y, de repente, le pregunté:
--A propósito de la matanza, de niña, ¿la llegaste a vivir alguna vez?
--No.
--Yo sí. ¡Menuda se armaba! La matanza del gorrino se hacía en una plazoleta. Todavía me acuerdo. Los chillidos del animal nos anunciaba a los chicos que el matarife le acababa de hincar el cuchillo. Simultáneamente un intensísimo olor a chamuscado se extendía por la mañana. Pero a nosotros lo que nos importaban eran las pezuñas tostadas del cerdo, por las que nos rompíamos las narices a tortazos, y sobre todo, la vejiga del animal, que inflábamos y usábamos luego para jugar con ella a balonmano. ¡Qué tiempos aquellos!
Luego nos envolvió un silencio largo, de esos que hacen que te sientas a veces como un idiota.
Era todavía de noche, cuando llegábamos a la entrada de la finca de los padres de Josemaría. Unos perros empezaron a ladrar al paso del coche. La masía se levantaba sobre una pequeña colina. Sandra llevó directamente el vehículo a una zona de tierra cubierta con un techo de uralita, situada a la derecha de la casa, delante de los corrales y la caballeriza. Allí había ya varios coches..."
El exprofesor alzó intuitivamente la vista de la lectura en el momento en que entraba en el restaurante la pareja de mujeres que esperaba y cerró el Cuaderno.
--¡Qué aplicado estás en la lectura!--le dijo su amiga de la Universidad.
--Haciendo tiempo. ¿Lo has traído?
--Que sí, pesado. ¿Te acuerdas de Silvia?
Claro que se acordaba. Pero ahora, y allí, la chica estaba más guapa que nunca. Llevaba puesto un vestido azul claro que destacaba la bella palidez de su rostro. Y el lunar en la barbilla era una condecoración merecida a su hermosura.
El librero le dio un beso en la mejilla y se fijó en que no llevaba los pendientes de ámbar.
--Me acuerdo perfectamente--dijo separándose unos centímetros para verla mejor. Olía maravillosamente y el escote del vestido, deslumbrante, era una promesa irrechazable.
Se dio cuenta de que la otra amiga estaba allí y arregló el problema dándole un beso en los labios. Luego añadió:
--¡Vaya suerte la mía! Un pobre mortal acompañado por dos esplendorosas diosas.
Luego se percató de que el beso en los labios de su amiga había hecho mella en la otra y se vio perdido, sin saber qué hacer, salvo el de invitarlas a que se sentaran a la mesa y llamar al camarero para que les trajera la carta.
Comieron, bebieron, charlaron, rieron y, al salir del restaurante, los efectos de todo eso junto hicieron el milagro: los tres parecían formar un equipo inseparable.
La antigua novia de la Universidad, nada más llegar a la calle de la librería, le dijo:
--Le he hablado a Silvia del manuscrito.
De repente al librero se le ocurrió una idea, tal vez producto de la magia de la comida.
--Vamos a hacer una cosa. Tú sigues leyendo el cuaderno que tienes y a Silvia le dejo éste otro para que lo lea. Y dentro de unos días nos reunimos de nuevo y charlamos de ellos. ¿Qué os parece?
--A mí me parece muy bien--respondió Silvia mirándole a los ojos con verdadera coquetería.
Cuando llegaron a la librería se arrepintió de la propuesta, pero por otra parte, no perdía nada porque, en caso de que hubiera algo detrás de los cuadernos, ya se había hecho con algunas notas que consideraba importantes, y además las chicas podían encontrar algunos datos más.
En la puerta de la librería la antigua novia de la Universidad se despidió.
--Ya os telefonearé--dijo.
Paró un taxi y se subió a él. Por la ventanilla les dijo adiós con la mano. Silvia y el librero vieron cómo el taxi desaparecía en la esquina del Hotel para enfilar la calle Numancia arriba.
Solos en la librería, se divirtieron de lo lindo ojeando libros y hablando de parejas. Silvia le contó lo suyo con el músico y sus manías. Se pasaba el día entero y parte de la noche tocando las teclas de su piano y ni uno de los pelos de la cabeza de su mujer. Lo de los viajes por Europa, Londres, Viena, Milán, Bayreuth... para asistir a los acontecimientos musicales más importantes, fue lo más importante de su vida...cultural. Pero lo que era su vida propia, la vida conyugal y lo que ello representa, había sido un solemne fracaso. Había tenido después algunas aventuras pasajeras que nunca llegaron a nada serio.
El librero la vio indefensa, presa fácil para el amor o lo que fuera.
--Tú lo que tienes que hacer--le dijo--es divertirte, aprovechar lo que de bueno tiene la vida, y tiene mucho, te lo aseguro. Pero con tranquilidad, sin comerte la cabeza con ideas raras. Eres muy joven y...muy guapa.
A continuación, le habló de los pendientes de ámbar que en otro tiempo solía llevar y de ahí pasó el librero a evocar aquel tiempo de la Universidad en que el carpe diem estaba a la orden del día.
Acabaron los dos comiéndose a besos en el sofá de la trastienda.
A media tarde se ofreció la chica a acompañarle a la Residencia y le ayudó a dar de comer a su padre. Luego la llevó en coche hasta su casa. Ella le invitó a subir, pero él se excusó diciéndole que había dejado muchas cosas por hacer en la librería, y además había quedado con el carpintero por unas estanterías que quería añadir en la tienda. Volvieron a besarse en los labios y la chica bajó del coche. El librero esperó a que Silvia desapareciera en el portal para irse.
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