miércoles, 23 de marzo de 2011

Prosas de antaño

9. Sesión de hipnosis


Silvia no podía quitarse de encima lo que acababa de vivir con el profesor librero. Era un encanto. Mira que haberle preguntado por los pendientes de ámbar. ¡Qué detalle! Y lo de la Residencia. Con el Cuaderno II en la mano y ropa interior sobre la cama ojeó el manuscrito. La mente la tenía en otra parte. Al fin recordó que se volverían a ver muy pronto y, ya más serena, se centró en la lectura del manuscrito.

"...Y entre perdones y ligeros roces llegamos junto al animal muerto. Bajo la cabeza colgante del cerdo el recipiente de barro iba recogiendo la sangre que caía a chorro de la herida recién abierta. Mientras tanto, los criados de la masía con haces de pajas encendidos robados a la hoguera iban chamuscando concienzudamente la piel del animal hasta no dejar ninguna cerda.
Yo no quería perderme detalle y. acompañando siempre a Josemaría seguimos a los criados hasta la cocina, adonde llevaron el puerco. Allí, en un rincón de la pieza, lo colgaron boca abajo de dos ganchos. Acto seguido, y ante la mirada curiosa de cuantos llenábamos la cocina, lo abrieron en canal y los entendidos empezaron a descuartizarlo, separando las carnes de los tocinos. Enseguida algunas mujeres empezaron a cortar las piezas, mientras otras las iban adobando con sal, especias y otros ingredientes y otras mujeres ponían a hervir las calderas para cocer las butifarras a la vez que llenaban las tripas con la carne picada para las longanizas y los fuets.
A un lado, colgados del techo, habían quedado los jamones y los tocinos porque requerían otros tipos de cuidados y mucho más tiempo que el del mondongo. La mujer más experta iba dando indicaciones a las demás para formar los “bisbes”, los chorizos de cagalar, las butifarras blancas y las negras a base de morro, sangre, hígado, lengua, cebolla, huevo cocido...
En ese momento vi a Sandra, que por fin había decidido bajar a la cocina por si la necesitaban. Hablaba con todas las mujeres, pero ninguna le dejó hacer nada.
La encargada principal le dijo cariñosamente:
--Usted, señorita, es una invitada. Puede probar de todo si quiere, pero no queremos que se manche. En el comedor de al lado hay una mesa dispuesta con mondongo y vino para ayudar a digerirlo.
Vi que Sandra, haciendo caso de la mujer experta, salía de la cocina con dirección al comedor de al lado. El salón estaba lleno de invitados, así que busqué con la mirada al resto del grupo. Los descubrí al fondo, en el rincón más lejano de la puerta, sentados en un banco negro a pocos centímetros de la larga mesa, cuyo contenido apenas lograba ver por la gente que había alrededor.
--¿Me he perdido algo?—pregunté al reunirme con ellos.
Nadie pareció darse cuenta de mi llegada, salvo Sandra, que me sonrió dulcemente, mientras que Alfarache le estaba presentando a un hombre de raza negra, de ancha cabeza y muy corpulento. Luego, a una seña, nos reunimos los dos y hasta la hora de comer estuvimos tonteando por los rincones y pellizcando los aperitivos que ocupaban las mesas.
El grupo de amigos ocupamos una estancia que Josemaría se encargó de preparar él mismo. Reímos, bebimos y comimos hasta cansarnos. Hablamos de mil cosas hasta que a Sandra se le ocurrió preguntarle al acompañante de Alfarache si no tenía problemas con la comida.
--Ninguno--contestó el moreno, dedicándole una sonrisa universal--. Y aquí en su país creo que no los tendré nunca. La comida en España es extraordinaria. Deberían ustedes dar gracias por estos productos naturales que la tierra les proporciona; este vino de aquí, tan lleno de todo que no sólo alimenta, sino que le da el gusto exacto a las carnes poderosas, a estas magras, a estas costillas, a estas... “monchetas”, como las llaman en esta tierra. Y no sólo lo de aquí, de Cataluña, es bueno, sino que cada rincón de España guarda una sorpresa para el paladar en forma de vino, carne o pescado. Alfarache se ha encargado de ponerme al día, incluso sobre escritores que citan motivos gastronómicos en sus obras.
Sandra le dijo que a mí también me gustaban mucho ese tipo de escritores y, si añadían en sus obras la magia y el ocultismo, todavía más. Añadió, sin venir a cuento, que a veces tenía sueños donde vivía escenas de épocas pasadas.
Augusto, que así se llamaba el hombre, me invitó a que le contara alguno y le expliqué el que viví en la Casa de las Siete Chimeneas con personajes de la España de los Austrias y donde tuve en mis manos un libro de Boscán medio culinario medio mágico.

--¡La casa de las siete chimeneas! Ese edificio está ocupado ahora por el Ministerio de Cultura. A veces los sueños son realidades que ocupan espacios y tiempos distintos de los nuestros.
Entonces Alfarache intervino:
--¿Qué libro era ese? ¿De qué trataba?
--La verdad es que no pude verlo apenas. Pues mis perseguidores estaban pisándome los talones y tenía que huir de allí a toda prisa.
--Creo que se está quedando con todos nosotros. Eso ya nos lo contó en otra ocasión.
Sandra debió de tener miedo a que se estropeara la comida y propuso un brindis por la amistad. Luego se dirigió a Augusto para ofrecerse como sujeto de su sesión de hipnosis vespertina.
--Antes debe hacer unas pruebas con algunos--intervino Alfarache.
El lugar que había escogido Josemaría para la sesión de hipnotismo era una habitación agradable que había robado a la mitad del desván tiempo atrás para que le sirviera de refugio y de estudio siempre que viniera a visitar a sus progenitores.
--Este sitio es realmente un paréntesis de calma--dijo Augusto, que, según me enteré entonces, era doctor en Parabiología.
Luego hubo un silencio, que el hombre aprovechó para explicar en qué iba a consistir la sesión de hipnosis de aquella tarde y concluyó para mi sorpresa de este modo:
--Intentaremos hacernos con ese libro de Boscán que antes ha salido a relucir y que Alfarache desea tener. Claro que nada podrá hacerse si ese libro no existe y sólo es fruto de un sueño. Y aunque existiera, tampoco puedo garantizar nada pues hoy es la primera vez que experimento con algo que hay que traer de un espacio y un tiempo que pertenecen totalmente al pasado. Dicho esto, pasaré a hacer una prueba general, eso sí, contando con la participación de todos. ¿Alguna objeción?
Nadie se opuso; así que el hipnotizador jugó con nosotros varias veces hasta que dijo:
—A algunos os cuesta relajar los músculos y a otros nada, y de entre todos, la más apta para la sesión eres tú, Sandra. ¿Estás dispuesta?
Sandra se puso tan contenta que no dudó un instante en ponerse en manos del moreno para rescatar el libro por medio de un sueño hipnótico. A continuación nos pidió que saliéramos todos de la estancia, a lo que, en contra de los demás, me negué en redondo. Aceptó a regañadientes y sólo con una condición, que no debía decir una sola palabra en lo que durara la sesión. Accedí y, mientras los otros abandonaban la habitación, Augusto mandó sentar a Sandra en una butaca. Luego se situó frente a ella y le pidió que lo mirara fijamente a los ojos mientras le cogía los dos pulgares oprimiéndolos levemente por el borde interno de las uñas, justo en las señales blanquecinas donde nacen los dedos.
Vi que Sandra empezaba a pestañear ligeramente mientras miraba a los ojos de su hipnotizador. El cual, al cabo de unos dos o tres minutos, le dijo clara, constante, suavemente:
--Tus párpados están pesados, pesados, pesados. Aparecerá de un momento a otro en tu mirada como una gasa, un velo, una gasa, un velo. Ahora se cierran tus ojos, se cierran, se cierran. Empezarás a sentir una pesadez general. Tu vista se apaga, se apaga. Y tus párpados se cierran cada vez más, cada vez más. Ahora tus ojos se cierran por completo. Cuando cuente seis estarán cerrados del todo. A medida que yo cuente te irán pesando más. Uno, cada vez más pesados. Dos, los párpados se cierran. Tres, la cabeza pesa mucho. Cuatro, tienes mucho sueño. Cinco, tus ojos están totalmente cerrados. ¡Seis!, duermes ya.

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