lunes, 14 de marzo de 2011

Prosas de antaño

8. Una aventura corriente




Desde la puerta la señora le envió una sonrisa de agradecimiento.
Él le respondió con otra, satisfecho de haberle podido ayudar, y entonces volvió a sonar su móvil. Era su antigua compañera de Universidad.
--Estoy llegando en tren a Barcelona--empezó a decir--. Si quieres, podemos comer juntos.
--¿No habíamos quedado para la tarde?
Se acordó de que por la tarde tenía que atender a otro cliente y le mintió:
--Tengo un compromiso.
Entonces él le preguntó por el manuscrito y si había empezado a leerlo.
--Unas páginas.
--¿Y qué te parece?
--Lo que he leído no vale gran cosa. Parece más bien parte de un relato escrito por un adolescente aunque sin faltas de sintaxis y con cierta convicción, pero sin originalidad, o bien obra de un autor de literatura juvenil de tantos como inundan el comercio editorial hoy en día.
--Quedamos entonces en el restaurante--dijo él para acabar con ese punto--. A las dos. No te olvides de traerlo.
--¿Sólo me quieres por el manuscrito?
--No es eso, pero debes haber adivinado que no quiero compromisos serios por un polvo más o menos. Pero eso son cosas que no pueden discutirse por teléfono. Hasta después.
Recordó el cuerpo de su amiga y sonrió. De repente se arrepintió de las últimas palabras que le había dicho. Volvió a sonreír pensando en que todo se puede solucionar respecto de una mujer. Todo consiste en hablarle con calma mirándola a los ojos, contarle de vez en cuando algún secreto mientras se simula parecer indefenso y, sobre todo, si llega el caso, satisfacerla en la cama.
Ya no volvió a presentarse en la librería ningún cliente más en el resto de la mañana; así que pudo revisar la última caja de libros. Junto a una colección de Crisol y cuatro volúmenes forrados en piel que recogían el Nuevo Testamento, se encontró con muchos títulos de varios novelistas españoles de la posguerra, casi todos sobresalientes, entre los cuales estaban Ana María Matute, Miguel Delibes, Camilo José Cela, Carmen Laforet, Jesús Fernández Santos, Francisco García Pavón, Mercedes Salisachs y otros. Casi un centenar de libritos de poesía de la colección Adonais y varios libros sueltos de crítica literaria, algunos diccionarios de materias distintas, como Filosofía, Literatura, Religión, Mitología...y, lo que le pareció más curioso, otro cuaderno similar al anterior, con el mismo tipo de forro y del mismo puño y letra; llevaba el título Una aventura corriente y debajo aparecía el nombre de su presunto autor, un tal Antonio Alfarache. El exprofesor dejó para la tarde la operación de ordenar los libros, colocó en el escaparate el letrero Vuelvo en quince minutos y se metió en la trastienda para echarle una atenta mirada al segundo manuscrito.
Y recordando que el nombre del presunto autor ya lo había visto en el primer manuscrito, pasó la página del título y se encontró con esta breve Advertencia:
"Lo que el lector tiene en sus manos es la verdadera historia a que se hace referencia en el Cuaderno I. Lo que allí se escribe no es más que un intento de abrir boca, como un aperitivo del exquisito banquete que se ofrece en las páginas siguientes. Es más, en caso de que se quiera prescindir del primer cuaderno, el lector puede hacerlo a su santa voluntad pues lo referido en éste contiene el verdadero meollo de la cuestión que se oculta tanto en uno como en otro."
A la primera de cambio, el librero no lograba entender la verdadera intención de aquellas palabras. Aún así, se lanzó a la lectura de las páginas siguientes.

"Por primera vez me fijé detenidamente en la cubierta del libro, verde gris, con el título Zurbarán escrito con letras doradas y bajo el nombre del artista, un cuadro con fondo negro en que podía verse uno de los típicos frailes del pintor, de hábito totalmente blanco, de pie junto a una mesa cubierta con tela roja, en actitud pensativa, escribiendo sobre un grueso cuaderno. Y no pude evitar que mi cuerpo se pusiera a temblar. Casi simultáneamente la música de Cabezón volvió a sonar y la estancia a dar vueltas y vueltas hasta convertirse en un comedor de otro tiempo, en cuyas paredes colgaban diferentes cuadros de naturalezas muertas y retratos de personajes de obras del Siglo de Oro, con su rótulo escrito en la parte inferior, y de los cuales sólo reconocí a Sancho Panza. En el centro se extendía una mesa dispuesta con los platos y el resto de la vajilla y cristalería adecuada. Conté cinco sillas: dos a cada lado y una, al fondo, seguramente la del anfitrión. Y del techo, adornado con viejas vigas, colgaba una lámpara de varios brazos con candiles de aceite.
Me senté en el sitio que me correspondía, a la izquierda del anfitrión. Lo supe porque delante de la silla, apoyada sobre el mantel de la mesa, una tarjeta doblada en ángulo decía mi nombre entero. Enseguida me fijé en lo que tenía más cerca: el juego de platos anchos donde iba a cenar. Conté con las yemas de los dedos hasta cinco bordes diferentes. Separé la servilleta del primero y contemplé admirado su decoración. En la orilla del plato, escrito con letras escarlatas, podía leerse en el arco inferior el siguiente texto: “INDIA, Rabindranath Tagore, El Barco de Oro”. En el segundo, el texto en arco decía: “GRECIA Y ROMA CLÁSICAS. Homero y Virgilio. La Odisea. La Eneida”. El texto del tercer plato rezaba: “EL NUEVO MUNDO. Alfonso Reyes. Memorias de cocina y bodega.” En eso estaba cuando oí, procedente de las sombras, los retazos de una conversación. Casi no me dio tiempo de colocar bien la pila de mis platos, cuando hicieron su aparición el resto de los comensales.

--Perdona que te hayamos hecho esperar,—me dijo el anfitrión sentándose en su silla mientras los demás hacían lo propio en las suyas --, pero es que te estábamos preparando una sorpresa. Sin embargo, antes de revelártela, nos gustaría que nos contases tu experiencia en el Madrid de los Austrias.
Le conté a grandes rasgos lo que me había pasado con Gomárez, mi encuentro con Miguel Mijas en la Casa del Montero Real y cómo tuve que salir de allí a todo escape valiéndome de mis talismanes.
Luego Alfarache me pidió que se los entregara mientras vi que Sandra y los demás comensales sonreían. Le dije que los había dejado en la sala de los disfraces y que tras la cena se los devolvería, pensando que con la efusión de la cena y las libaciones se le olvidaría. Así quedamos y, a una señal del anfitrión, comenzamos a cenar siguiendo el orden de los platos y servidos todos por silenciosos y diligentes camareros. En un momento dado, Alfarache recordó la cena-homenaje que muchos años atrás le habíamos dedicado a nuestro común profesor Castro Calvo. Y añadió que me había reunido allí con aquellos compañeros para homenajearme a mí y recordar viejos tiempos protagonizados por mí.
--Porque eres el típico manchego--aclaró--. Tú eres otro Quijote, como tu Quijote querido, idealista como él, y siempre me caíste bien, siempre nos caíste bien a todos, ¿verdad, chicos?
Todos asintieron y Alfarache siguió hablando:
--Sobre todo, por el modo como cuentas ciertas cosas.--Ante la cara que puse de asombro, aclaró:--Nadie como tú sabe contar lo que pasó durante aquel Carnaval de Rosas. Cada vez que lo haces nos morimos de risa. ¿Por qué no nos deleitas con tu palabra?
Sandra hizo un gesto, que Alfarache ignoró porque le dijo:
--¿Ya no recuerdas que te encontramos en el corredor de los lavabos con éste metido debajo del vestido de bruja que llevabas puesto? ¡Hay que ver qué pronto olvidas algunas cosas! Si quieres me extiendo en los detalles. ¿O fue al revés? ¿Tú metida en el traje de globo que se había puesto él dándole al sorbete? ¿O fueron las dos cosas; primero una en el pasillo y después otra en el altillo del restaurante?
Aquello no pareció gustarle nada a Sandra, quien, cogiendo el plato que tenía delante, se lo arrojó a la cara de Alfarache con tan mala fortuna que se lo clavó de canto entre la nariz y la mejilla derecha. La sangre empezó a brotar escandalosamente de la herida y, entre gritos, llamamos a los camareros para que se hicieran cargo de Alfarache, mientras la propia Sandra llamaba con su móvil a una ambulancia.
Así acabo la cena literaria, y en el follón que se montó en los minutos siguientes subí a la habitación de los disfraces y bajo el abrigo oculté mis salvoconductos.
Unas semanas más tarde recibí una breve carta de Sandra. Decía así:
“Querido amigo, una vez que Alfarache ha salido del hospital (¡vaya susto que he pasado!), te pongo unas letras para invitarte de parte de Josemaría a la matanza del cerdo que celebraremos en la masía de su padre. Espero que la carta te llegue con antelación suficiente, aunque dada la eficacia de nuestro Correo, cualquier cosa puede suceder. De cualquier forma, te daré un toque de teléfono la víspera de la fiesta Te pasaré a buscar en coche. Te adelanto que Alfarache nos tiene preparada una nueva sorpresa. Ya sabes cómo es. Entonces hasta la madrugada del sábado. Un besazo, Sandra."
Sandra para mí era como una bomba de amor. Se conservaba como una chica de veinte años, con esos ojos infantiles y esa expresión inocente de no haber roto un plato en tu vida. Me eché a reír como un tonto al recordar otros tiempos en que habíamos mantenido algo parecido a una relación que apenas duró unas semanas. Del resto del grupo los recuerdos eran variopintos. Solíamos reunirnos el día de Reyes en Madrid, en el Real Círculo Artístico para degustar platos de la época de los Austrias, después de haber recorrido las salas del Prado analizando bodegones y cuadros de tema culinario. Lo de la comida estaba bien, pero casi siempre se estropeaba con el rollo que nos soltaba durante ella Alfarache sobre el cuadro Cristo en casa de Marta, de Velázquez, y sobre todo, El refectorio de los cartujos, de Zurbarán."

El librero cerró el cuaderno y miró la hora. Como aún faltaba un buen rato para acudir al restaurante, aprovechó para llamar por teléfono a la Residencia donde estaba ingresado su padre. Le preguntó a la cuidadora que le atendía cómo seguía el anciano y luego dijo que aquella tarde pasaría por allí a la hora de la cena para dársela él mismo. Sabía que prestar de vez en cuando alguna ayuda al personal del geriátrico limaba asperezas (aún le daba vueltas a lo que había pasado entre él y la directora en otra conversación telefónica). Nunca se sabe qué puede pasar y en un momento dado un buen recuerdo se convierte en un gran favor. Prestar atención a las cosas hace que se vean mejor. Cerró el móvil y casi simultáneamente una idea vino a su cabeza. Fue al estante donde había dejado el libro de arte sobre Velázquez, lo sacó de su sitio, buscó la referencia al cuadro Cristo en casa de Marta y lo abrió por la página 63. Allí estaba el famoso cuadro del pintor sevillano que representa a una joven cocinera majando ajos en el almirez de su cocina mientras una anciana con tocas le señala con el índice la escena donde Cristo parece hablar con otras dos mujeres. No vio nada importante en la ilustración, de sobra conocida por él; pero sí en la página anterior, dedicada toda ella a describir y analizar el cuadro. Descubrió que ciertas palabras aparecían subrayadas. Cogió un lápiz y las fue apuntando en un bloc de hojas separables. En esto sonó su móvil. Por la pantallita vio que la que le llamaba era su antigua novia de la Universidad.
--Dime.
--Era para decirte que acabo de encontrarme en la Plaza de Cataluña a Silvia, ¿te acuerdas?, aquella Silvia que andaba detrás de ti como un perrito faldero, la de la boca pequeñita y el lunar en la barbilla. Como le he dicho que voy a comer contigo se ha apuntado. Ha estado casada con un músico, pero se separaron...Bueno, ya te contaremos.
--Entonces os espero a las dos en el restaurante a la hora que te dije. No te olvides el manuscrito. Adiós.
Se acordó de Silvia en cuanto cortó la comunicación. Y del guateque en casa de Albert, el pintor. Se ve que le va el arte. Pero había llovido mucho desde entonces. ¿Llevaría aún aquellos pendientes de ámbar? ¿Se movería como se movía? Sonrió. Luego sacudió la cabeza y centró su atención en las palabras apuntadas en la hoja del bloc. Leídas tal cual, no tenían sentido. Ordenadas alfabéticamente, tampoco. Probó leer sólo las iniciales. Menos. Los nombres propios eran muy conocidos (Pacheco, Velázquez, Cristo, Marta, Lucas...), pero no le sugerían nada que no fuera lo ya conocido: la influencia de Pacheco sobre el joven Velázquez, el evangelio de Lucas donde se cita el pasaje de Cristo y Marta. Y luego estaban aquellos números. Los dos primeros correspondían a las dimensiones del lienzo: 60 x 103, 5; y los otros tres, 10, 38-42, no podían ser otra cosa que la referencia a un texto de la Biblia. Al punto tuvo una corazonada. Se levantó y fue hacia los libros de la última caja y separó los cuatro volúmenes forrados de piel. Eran cuatro maravillas, editadas a principios de los cincuenta. Los textos aparecían ilustrados con dibujos firmados por Rafael, Dalí, Durero, Miguel Ángel, Tiziano, Caravaggio y otros artistas pertenecientes a diversos estilos y épocas. Cogió el evangelio de san Lucas y buscó la citada referencia. Enseguida se encontró con una página en la que aparecía la escena de Cristo con las dos mujeres del cuadro de Velázquez y, al lado, el texto que habla del episodio en que Jesús, yendo de camino, entra en una aldea y Marta le recibe en casa. Había unas frases subrayadas, concretamente la respuesta que le da Cristo a la mujer:" Marta, marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada."
Al librero le pareció que aquello tenía que ver con la Advertencia del Cuaderno II, pero no sabía exactamente el qué. Miró la hora nuevamente y lo dejó todo. Quizá con el estómago lleno y con la compañía de dos bonitas mujeres, la mente se le despejaría. Cogió el Cuaderno II y se fue al restaurante.
Evidentemente las mujeres no habían llegado todavía, No se extrañó. Por algo eran mujeres. Se dirigió a la mesa de la ventana y se sentó. El camarero se acercó para atenderle.
--Estoy esperando a dos personas--dijo--. Hasta que lleguen podrías ponerme una cerveza.
El camarero le sirvió lo pedido. Luego él abrió el Cuaderno y se puso a leer mientras de vez en cuando echaba una ojeada a la calle para ver llegar a las mujeres.



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