
miércoles, 30 de marzo de 2011
Memorias de un jubilado

martes, 29 de marzo de 2011
Versos de antaño




lunes, 28 de marzo de 2011
Fotografías que hablan

domingo, 27 de marzo de 2011
Los libros que hay que leer


viernes, 25 de marzo de 2011
El relato del mes

La niña pequeña del pintor no sabía que con el tiempo se convertiría en un caso de Estado. Ignacia Velázquez, morena, de ojos tristes, posó aquella mañana ante su padre en vez de jugar a las muñecas. Un mohín de enfado aún bailaba en sus labios cuando el artista le colocó en una mano la palma del Domingo de Ramos y le hizo que aguantara con la otra, sólo unos minutos para darle tiempo a trazar las primeras líneas del esbozo, un plato y una taza. La paciente niña, por unos cuantos minutos, se convirtió en Santa Rufina para siempre. La niña se hizo mujer, tuvo hijos y nietos y...un día, como le había ocurrido a su padre el artista mejor pagado de la historia de España, entregó su alma al que se la había dado. El cuadro rodó mucho tiempo hasta caer en manos del sexto marqués del Carpio, valido de Felipe IV; de estas manos pasó a las de Sebastián Martínez, amigo personal de Goya, el otro gran pintor español, y a mediados del siglo XIX, lo vemos en casa del marqués de Salamanca. Luego pasó a manos extranjeras y se volvió a ver en una subasta de París y más tarde, ya en el siglo XX, en otra de Londres; finalmente, el cuadro viajero apareció a finales del siglo pasado en NuevaYork rodeado de muchos millones de dólares y dolores, porque ya no era español. Ahora, de nuevo en Londres, España va a intentar recuperarlo en la subasta de julio de este año de 2007. Rodeada de una aureola ocre, aquella niña sigue mostrando su mirada triste y el mohín de enfado en sus labios. La palma convertida en palma de martirio, como el martirio que el Ministerio de Cultura debe de estar pasando por intentar recuperar un cuadro que nunca debió pasar a manos extranjeras.

Ayer recibí una carta especial. El remite decía "Casademont. La Bruguera de Púbol, La Pera". Era de mi viejo amigo el pintor catalán enamorado del Ampurdán Francesc Casademont, que en otro tiempo había sido colega mío en el Colegio Viaró, de contradictoria memoria. Al ver el sobre, pensé que sería otra invitación suya para una nueva exposición de su lírica pintura, como otras veces había hecho, ya fuera en Barcelona, como aquella esplendorosa y restrospectiva del Banco de Bilbao de la plaza de Cataluña, o en la Galería Rusiñol de San Cugat del Vallés, donde últimamente se prodigaba mucho. Y con esa idea abrí el sobre. El contenido era una pequeña cartulina con uno de los motivos mediterráneos repetidos por Casademont: un verde pino asomado a las rocas de un cantil y el mar abajo, sobre cuyo horizonte violeta rielaba el triángulo blanco de la vela de un barco. Otra aventura pictórica del viejo y zumbón Casademont, pensé. Pero al darle la vuelta a la cartulina y leer el escrito que había al otro lado, un mazazo terrible golpeó mi corazón. Era un recordatorio de su última aventura. Una cruz y el texto "Pregueu Déu per Francesc d'Assís Casademont i Pou que descansà en la Pau del Senyor, el dia 10 d'agost de 2007 a l'edat de 83 anys...", no dejaban lugar a dudas. Mi simpático amigo acababa de hacer su última aventura. Sus familiares y amigos pedían un piadoso recuerdo para el eterno descanso de su alma. Y claro que le dediqué un recuerdo. El mejor que tuve entonces. Y leyendo el fragmento del Cant espiritual de Maragall que se ofrecía en la otra banda del recordatorio de su partida, le dediqué un poema de presencia y amistad y luego se lo mandé a su viuda Maria Àngels con una nota de condolencia. Adiós, viejo amigo, y vuelve alguna tarde por la Sala Rusiñol a deleitarnos con tu mágica pintura.

“Querida madre: No te asustes cuando Iñaqui te entregue mi pañuelo y estas cuatro palabras que lo acompañan. Él te dirá qué ha ocurrido. Cuando esta mañana me lo anudé al cuello antes de iniciarse la carrera, me dije a mí mismo que ésta sería la última vez que me ponía delante de un toro, pasara lo que pasara. Quiero mucho a San Fermín y lo que significa para nuestra tierra cuando se acerca el 7 de julio. El abuelo corrió, papá corrió y yo quería seguir los pasos de uno y otro. Pero tu padecimiento puede más que la afición de la familia y la mía. Veré los toros desde la barrera. "
jueves, 24 de marzo de 2011
El poema del mes
Os traigo las palabras
que reviven el alma del sentido.
Cristal o lejanía, nieve o miedo,
palabras de alma y vida
que despiertan las hieles de los sueños,
recuerdos de pecados cotidianos.
El olvido y la lluvia
transforman sus costumbres de esperanza
y nos mandan dolor,
chapapotes de cándida vergüenza,
guerras preventivas de hacer fondos
bancarios, neumonías casi cósmicas
o cómicas promesas de políticos
que caen en sacos rotos o urnas falsas.
Gemidos exclusivos,
y, en el caso mejor, ciertas protestas
a la luna quebrada de una noche
que se acerca materna.
surcos donde sembrar misterios, sendas
por donde caminar hacia la luz.
miércoles, 23 de marzo de 2011
Prosas de antaño

"...Y entre perdones y ligeros roces llegamos junto al animal muerto. Bajo la cabeza colgante del cerdo el recipiente de barro iba recogiendo la sangre que caía a chorro de la herida recién abierta. Mientras tanto, los criados de la masía con haces de pajas encendidos robados a la hoguera iban chamuscando concienzudamente la piel del animal hasta no dejar ninguna cerda.
Yo no quería perderme detalle y. acompañando siempre a Josemaría seguimos a los criados hasta la cocina, adonde llevaron el puerco. Allí, en un rincón de la pieza, lo colgaron boca abajo de dos ganchos. Acto seguido, y ante la mirada curiosa de cuantos llenábamos la cocina, lo abrieron en canal y los entendidos empezaron a descuartizarlo, separando las carnes de los tocinos. Enseguida algunas mujeres empezaron a cortar las piezas, mientras otras las iban adobando con sal, especias y otros ingredientes y otras mujeres ponían a hervir las calderas para cocer las butifarras a la vez que llenaban las tripas con la carne picada para las longanizas y los fuets.
A un lado, colgados del techo, habían quedado los jamones y los tocinos porque requerían otros tipos de cuidados y mucho más tiempo que el del mondongo. La mujer más experta iba dando indicaciones a las demás para formar los “bisbes”, los chorizos de cagalar, las butifarras blancas y las negras a base de morro, sangre, hígado, lengua, cebolla, huevo cocido...
En ese momento vi a Sandra, que por fin había decidido bajar a la cocina por si la necesitaban. Hablaba con todas las mujeres, pero ninguna le dejó hacer nada.
La encargada principal le dijo cariñosamente:
--Usted, señorita, es una invitada. Puede probar de todo si quiere, pero no queremos que se manche. En el comedor de al lado hay una mesa dispuesta con mondongo y vino para ayudar a digerirlo.
Vi que Sandra, haciendo caso de la mujer experta, salía de la cocina con dirección al comedor de al lado. El salón estaba lleno de invitados, así que busqué con la mirada al resto del grupo. Los descubrí al fondo, en el rincón más lejano de la puerta, sentados en un banco negro a pocos centímetros de la larga mesa, cuyo contenido apenas lograba ver por la gente que había alrededor.
--¿Me he perdido algo?—pregunté al reunirme con ellos.
Nadie pareció darse cuenta de mi llegada, salvo Sandra, que me sonrió dulcemente, mientras que Alfarache le estaba presentando a un hombre de raza negra, de ancha cabeza y muy corpulento. Luego, a una seña, nos reunimos los dos y hasta la hora de comer estuvimos tonteando por los rincones y pellizcando los aperitivos que ocupaban las mesas.
El grupo de amigos ocupamos una estancia que Josemaría se encargó de preparar él mismo. Reímos, bebimos y comimos hasta cansarnos. Hablamos de mil cosas hasta que a Sandra se le ocurrió preguntarle al acompañante de Alfarache si no tenía problemas con la comida.
--Ninguno--contestó el moreno, dedicándole una sonrisa universal--. Y aquí en su país creo que no los tendré nunca. La comida en España es extraordinaria. Deberían ustedes dar gracias por estos productos naturales que la tierra les proporciona; este vino de aquí, tan lleno de todo que no sólo alimenta, sino que le da el gusto exacto a las carnes poderosas, a estas magras, a estas costillas, a estas... “monchetas”, como las llaman en esta tierra. Y no sólo lo de aquí, de Cataluña, es bueno, sino que cada rincón de España guarda una sorpresa para el paladar en forma de vino, carne o pescado. Alfarache se ha encargado de ponerme al día, incluso sobre escritores que citan motivos gastronómicos en sus obras.
Sandra le dijo que a mí también me gustaban mucho ese tipo de escritores y, si añadían en sus obras la magia y el ocultismo, todavía más. Añadió, sin venir a cuento, que a veces tenía sueños donde vivía escenas de épocas pasadas.
Augusto, que así se llamaba el hombre, me invitó a que le contara alguno y le expliqué el que viví en la Casa de las Siete Chimeneas con personajes de la España de los Austrias y donde tuve en mis manos un libro de Boscán medio culinario medio mágico.

--¡La casa de las siete chimeneas! Ese edificio está ocupado ahora por el Ministerio de Cultura. A veces los sueños son realidades que ocupan espacios y tiempos distintos de los nuestros.
Entonces Alfarache intervino:
--¿Qué libro era ese? ¿De qué trataba?
--La verdad es que no pude verlo apenas. Pues mis perseguidores estaban pisándome los talones y tenía que huir de allí a toda prisa.
--Creo que se está quedando con todos nosotros. Eso ya nos lo contó en otra ocasión.
Sandra debió de tener miedo a que se estropeara la comida y propuso un brindis por la amistad. Luego se dirigió a Augusto para ofrecerse como sujeto de su sesión de hipnosis vespertina.
--Antes debe hacer unas pruebas con algunos--intervino Alfarache.
El lugar que había escogido Josemaría para la sesión de hipnotismo era una habitación agradable que había robado a la mitad del desván tiempo atrás para que le sirviera de refugio y de estudio siempre que viniera a visitar a sus progenitores.
--Este sitio es realmente un paréntesis de calma--dijo Augusto, que, según me enteré entonces, era doctor en Parabiología.
Luego hubo un silencio, que el hombre aprovechó para explicar en qué iba a consistir la sesión de hipnosis de aquella tarde y concluyó para mi sorpresa de este modo:
--Intentaremos hacernos con ese libro de Boscán que antes ha salido a relucir y que Alfarache desea tener. Claro que nada podrá hacerse si ese libro no existe y sólo es fruto de un sueño. Y aunque existiera, tampoco puedo garantizar nada pues hoy es la primera vez que experimento con algo que hay que traer de un espacio y un tiempo que pertenecen totalmente al pasado. Dicho esto, pasaré a hacer una prueba general, eso sí, contando con la participación de todos. ¿Alguna objeción?
Nadie se opuso; así que el hipnotizador jugó con nosotros varias veces hasta que dijo:
—A algunos os cuesta relajar los músculos y a otros nada, y de entre todos, la más apta para la sesión eres tú, Sandra. ¿Estás dispuesta?
Sandra se puso tan contenta que no dudó un instante en ponerse en manos del moreno para rescatar el libro por medio de un sueño hipnótico. A continuación nos pidió que saliéramos todos de la estancia, a lo que, en contra de los demás, me negué en redondo. Aceptó a regañadientes y sólo con una condición, que no debía decir una sola palabra en lo que durara la sesión. Accedí y, mientras los otros abandonaban la habitación, Augusto mandó sentar a Sandra en una butaca. Luego se situó frente a ella y le pidió que lo mirara fijamente a los ojos mientras le cogía los dos pulgares oprimiéndolos levemente por el borde interno de las uñas, justo en las señales blanquecinas donde nacen los dedos.
Vi que Sandra empezaba a pestañear ligeramente mientras miraba a los ojos de su hipnotizador. El cual, al cabo de unos dos o tres minutos, le dijo clara, constante, suavemente:
--Tus párpados están pesados, pesados, pesados. Aparecerá de un momento a otro en tu mirada como una gasa, un velo, una gasa, un velo. Ahora se cierran tus ojos, se cierran, se cierran. Empezarás a sentir una pesadez general. Tu vista se apaga, se apaga. Y tus párpados se cierran cada vez más, cada vez más. Ahora tus ojos se cierran por completo. Cuando cuente seis estarán cerrados del todo. A medida que yo cuente te irán pesando más. Uno, cada vez más pesados. Dos, los párpados se cierran. Tres, la cabeza pesa mucho. Cuatro, tienes mucho sueño. Cinco, tus ojos están totalmente cerrados. ¡Seis!, duermes ya.
martes, 22 de marzo de 2011
Fotografías que hablan
lunes, 21 de marzo de 2011
De vista, de oídas, de leídas

viernes, 18 de marzo de 2011
CURSOS
Personajes: Germán, el Tiñoso; Daniel, el Mochuelo
Puntos de conexión: Vientre seco (Caps. I, II), los tres amigos.
Referencias locales: La casa de Andrés, el zapatero, padre de Germán.
Referencias temporales: Indeterminada (propia de los recuerdos).

Temas y contenidos: Las leyes que regulan la pandilla: fuerza, inteligencia, habilidades; aventuras de los tres; origen de la vida.
Personajes: Los tres amigos.
Puntos de conexión: Los tres amigos y sus aventuras (Caps. VI, X, XIV, XV, XVII, XIX).
Referencias locales: Prados, montes, bolera, rio.
Referencias temporales: Tardes dominicales, vacaciones veraniegas.
Personajes: Las Guindillas.
Puntos de conexión: Vientre seco (Caps. I, II), apodos del pueblo (Caps. IV, V).
Referencias locales: La tienda de las Guindillas.
Referencias temporales: A los tres meses y cuatro días regresó la Guindilla.
Personajes: Los tres amigos, la Mica.
Puntos de conexión: Pensamientos antes de la partida (Caps. I, XXI), las manzanas, la Mica (Cap. XIII).
Referencias locales: La finca del Indiano.
Referencias temporales: La noche del robo de las manzanas.

Personajes: Los tres amigos.
Puntos de conexión: Los tres amigos (aventuras) (Caps. VII, XIV, XV, XVI, XIX), la cicatriz (alarde) (Caps. XI, XII)
Referencias locales: El bosque.
Referencias temporales: La guerra, la lluvia.
jueves, 17 de marzo de 2011
Prosas de antaño

A las cuatro y cuarto ya tenía todo previsto. Y a las cuatro y treinta y cinco vi, por la ventana de la cocina, acercarse por la calle las luces de los faros de un coche. Era el de Sandra. Y antes de que despertara a todo el vecindario con el claxon de su coche, yo ya estaba saliendo de casa, aunque no pude evitar que un par de bocinazos sirvieran de señal para que los perros de los vecinos iniciaran una orquesta de ladridos destemplada.
Nos saludamos con un beso y a los pocos minutos el coche salía a la autopista. Silencio hasta el primer peaje. De repente Sandra me dijo que Josemaría le había pedido salir con ella. Le dije que me parecía bien, pero por dentro estaba decepcionado. Sandra me lo notó.
--Lo nuestro no podía durar --dijo la chica--. Como dijo Bécquer, tú eras el huracán y yo la alta torre que desafía su poder.
--Pero cuando estamos juntos-- le dije-- algo misterioso pasa entre los dos.
--Lo que quieres es que yo no esté por nadie-- me contestó--.Que de vez en cuando nos veamos, nos demos un besito y otra vez a la soledad.
--Estaba pensando que tal vez, si cedemos un poco más cada uno, lo nuestro nos salga bien ahora.
--¿Estás diciéndome que quieres que lo intentemos de nuevo?
--Podríamos probar.
--Bueno ya hablaremos después de la matanza. Un día quedamos y lo hablamos detenidamente. Ahora vamos a divertirnos.
Me gustó su respuesta, aunque yo pensaba reiniciar aquel diálogo en algún momento de nuestra estancia en la masía. Luego me vi inmerso en los recuerdos de la infancia y, de repente, le pregunté:
--A propósito de la matanza, de niña, ¿la llegaste a vivir alguna vez?
--No.

--Yo sí. ¡Menuda se armaba! La matanza del gorrino se hacía en una plazoleta. Todavía me acuerdo. Los chillidos del animal nos anunciaba a los chicos que el matarife le acababa de hincar el cuchillo. Simultáneamente un intensísimo olor a chamuscado se extendía por la mañana. Pero a nosotros lo que nos importaban eran las pezuñas tostadas del cerdo, por las que nos rompíamos las narices a tortazos, y sobre todo, la vejiga del animal, que inflábamos y usábamos luego para jugar con ella a balonmano. ¡Qué tiempos aquellos!
Luego nos envolvió un silencio largo, de esos que hacen que te sientas a veces como un idiota.
Era todavía de noche, cuando llegábamos a la entrada de la finca de los padres de Josemaría. Unos perros empezaron a ladrar al paso del coche. La masía se levantaba sobre una pequeña colina. Sandra llevó directamente el vehículo a una zona de tierra cubierta con un techo de uralita, situada a la derecha de la casa, delante de los corrales y la caballeriza. Allí había ya varios coches..."
El exprofesor alzó intuitivamente la vista de la lectura en el momento en que entraba en el restaurante la pareja de mujeres que esperaba y cerró el Cuaderno.
--¡Qué aplicado estás en la lectura!--le dijo su amiga de la Universidad.
--Haciendo tiempo. ¿Lo has traído?
--Que sí, pesado. ¿Te acuerdas de Silvia?
Claro que se acordaba. Pero ahora, y allí, la chica estaba más guapa que nunca. Llevaba puesto un vestido azul claro que destacaba la bella palidez de su rostro. Y el lunar en la barbilla era una condecoración merecida a su hermosura.
El librero le dio un beso en la mejilla y se fijó en que no llevaba los pendientes de ámbar.
--Me acuerdo perfectamente--dijo separándose unos centímetros para verla mejor. Olía maravillosamente y el escote del vestido, deslumbrante, era una promesa irrechazable.
Se dio cuenta de que la otra amiga estaba allí y arregló el problema dándole un beso en los labios. Luego añadió:
--¡Vaya suerte la mía! Un pobre mortal acompañado por dos esplendorosas diosas.
Luego se percató de que el beso en los labios de su amiga había hecho mella en la otra y se vio perdido, sin saber qué hacer, salvo el de invitarlas a que se sentaran a la mesa y llamar al camarero para que les trajera la carta.
Comieron, bebieron, charlaron, rieron y, al salir del restaurante, los efectos de todo eso junto hicieron el milagro: los tres parecían formar un equipo inseparable.
La antigua novia de la Universidad, nada más llegar a la calle de la librería, le dijo:
--Le he hablado a Silvia del manuscrito.
De repente al librero se le ocurrió una idea, tal vez producto de la magia de la comida.
--Vamos a hacer una cosa. Tú sigues leyendo el cuaderno que tienes y a Silvia le dejo éste otro para que lo lea. Y dentro de unos días nos reunimos de nuevo y charlamos de ellos. ¿Qué os parece?
--A mí me parece muy bien--respondió Silvia mirándole a los ojos con verdadera coquetería.
Cuando llegaron a la librería se arrepintió de la propuesta, pero por otra parte, no perdía nada porque, en caso de que hubiera algo detrás de los cuadernos, ya se había hecho con algunas notas que consideraba importantes, y además las chicas podían encontrar algunos datos más.
En la puerta de la librería la antigua novia de la Universidad se despidió.
--Ya os telefonearé--dijo.
Paró un taxi y se subió a él. Por la ventanilla les dijo adiós con la mano. Silvia y el librero vieron cómo el taxi desaparecía en la esquina del Hotel para enfilar la calle Numancia arriba.
Solos en la librería, se divirtieron de lo lindo ojeando libros y hablando de parejas. Silvia le contó lo suyo con el músico y sus manías. Se pasaba el día entero y parte de la noche tocando las teclas de su piano y ni uno de los pelos de la cabeza de su mujer. Lo de los viajes por Europa, Londres, Viena, Milán, Bayreuth... para asistir a los acontecimientos musicales más importantes, fue lo más importante de su vida...cultural. Pero lo que era su vida propia, la vida conyugal y lo que ello representa, había sido un solemne fracaso. Había tenido después algunas aventuras pasajeras que nunca llegaron a nada serio.
El librero la vio indefensa, presa fácil para el amor o lo que fuera.
--Tú lo que tienes que hacer--le dijo--es divertirte, aprovechar lo que de bueno tiene la vida, y tiene mucho, te lo aseguro. Pero con tranquilidad, sin comerte la cabeza con ideas raras. Eres muy joven y...muy guapa.
A continuación, le habló de los pendientes de ámbar que en otro tiempo solía llevar y de ahí pasó el librero a evocar aquel tiempo de la Universidad en que el carpe diem estaba a la orden del día.
Acabaron los dos comiéndose a besos en el sofá de la trastienda.
A media tarde se ofreció la chica a acompañarle a la Residencia y le ayudó a dar de comer a su padre. Luego la llevó en coche hasta su casa. Ella le invitó a subir, pero él se excusó diciéndole que había dejado muchas cosas por hacer en la librería, y además había quedado con el carpintero por unas estanterías que quería añadir en la tienda. Volvieron a besarse en los labios y la chica bajó del coche. El librero esperó a que Silvia desapareciera en el portal para irse.
miércoles, 16 de marzo de 2011
El cine que hay que ver

martes, 15 de marzo de 2011
De vista, de oídas, de leídas



lunes, 14 de marzo de 2011
Prosas de antaño

Él le respondió con otra, satisfecho de haberle podido ayudar, y entonces volvió a sonar su móvil. Era su antigua compañera de Universidad.
--Estoy llegando en tren a Barcelona--empezó a decir--. Si quieres, podemos comer juntos.
--¿No habíamos quedado para la tarde?
Se acordó de que por la tarde tenía que atender a otro cliente y le mintió:
--Tengo un compromiso.
Entonces él le preguntó por el manuscrito y si había empezado a leerlo.
--Unas páginas.
--¿Y qué te parece?
--Lo que he leído no vale gran cosa. Parece más bien parte de un relato escrito por un adolescente aunque sin faltas de sintaxis y con cierta convicción, pero sin originalidad, o bien obra de un autor de literatura juvenil de tantos como inundan el comercio editorial hoy en día.
--Quedamos entonces en el restaurante--dijo él para acabar con ese punto--. A las dos. No te olvides de traerlo.
--¿Sólo me quieres por el manuscrito?
--No es eso, pero debes haber adivinado que no quiero compromisos serios por un polvo más o menos. Pero eso son cosas que no pueden discutirse por teléfono. Hasta después.
Recordó el cuerpo de su amiga y sonrió. De repente se arrepintió de las últimas palabras que le había dicho. Volvió a sonreír pensando en que todo se puede solucionar respecto de una mujer. Todo consiste en hablarle con calma mirándola a los ojos, contarle de vez en cuando algún secreto mientras se simula parecer indefenso y, sobre todo, si llega el caso, satisfacerla en la cama.
Ya no volvió a presentarse en la librería ningún cliente más en el resto de la mañana; así que pudo revisar la última caja de libros. Junto a una colección de Crisol y cuatro volúmenes forrados en piel que recogían el Nuevo Testamento, se encontró con muchos títulos de varios novelistas españoles de la posguerra, casi todos sobresalientes, entre los cuales estaban Ana María Matute, Miguel Delibes, Camilo José Cela, Carmen Laforet, Jesús Fernández Santos, Francisco García Pavón, Mercedes Salisachs y otros. Casi un centenar de libritos de poesía de la colección Adonais y varios libros sueltos de crítica literaria, algunos diccionarios de materias distintas, como Filosofía, Literatura, Religión, Mitología...y, lo que le pareció más curioso, otro cuaderno similar al anterior, con el mismo tipo de forro y del mismo puño y letra; llevaba el título Una aventura corriente y debajo aparecía el nombre de su presunto autor, un tal Antonio Alfarache. El exprofesor dejó para la tarde la operación de ordenar los libros, colocó en el escaparate el letrero Vuelvo en quince minutos y se metió en la trastienda para echarle una atenta mirada al segundo manuscrito.
Y recordando que el nombre del presunto autor ya lo había visto en el primer manuscrito, pasó la página del título y se encontró con esta breve Advertencia:
"Lo que el lector tiene en sus manos es la verdadera historia a que se hace referencia en el Cuaderno I. Lo que allí se escribe no es más que un intento de abrir boca, como un aperitivo del exquisito banquete que se ofrece en las páginas siguientes. Es más, en caso de que se quiera prescindir del primer cuaderno, el lector puede hacerlo a su santa voluntad pues lo referido en éste contiene el verdadero meollo de la cuestión que se oculta tanto en uno como en otro."
A la primera de cambio, el librero no lograba entender la verdadera intención de aquellas palabras. Aún así, se lanzó a la lectura de las páginas siguientes.
"Por primera vez me fijé detenidamente en la cubierta del libro, verde gris, con el título Zurbarán escrito con letras doradas y bajo el nombre del artista, un cuadro con fondo negro en que podía verse uno de los típicos frailes del pintor, de hábito totalmente blanco, de pie junto a una mesa cubierta con tela roja, en actitud pensativa, escribiendo sobre un grueso cuaderno. Y no pude evitar que mi cuerpo se pusiera a temblar. Casi simultáneamente la música de Cabezón volvió a sonar y la estancia a dar vueltas y vueltas hasta convertirse en un comedor de otro tiempo, en cuyas paredes colgaban diferentes cuadros de naturalezas muertas y retratos de personajes de obras del Siglo de Oro, con su rótulo escrito en la parte inferior, y de los cuales sólo reconocí a Sancho Panza. En el centro se extendía una mesa dispuesta con los platos y el resto de la vajilla y cristalería adecuada. Conté cinco sillas: dos a cada lado y una, al fondo, seguramente la del anfitrión. Y del techo, adornado con viejas vigas, colgaba una lámpara de varios brazos con candiles de aceite.
Me senté en el sitio que me correspondía, a la izquierda del anfitrión. Lo supe porque delante de la silla, apoyada sobre el mantel de la mesa, una tarjeta doblada en ángulo decía mi nombre entero. Enseguida me fijé en lo que tenía más cerca: el juego de platos anchos donde iba a cenar. Conté con las yemas de los dedos hasta cinco bordes diferentes. Separé la servilleta del primero y contemplé admirado su decoración. En la orilla del plato, escrito con letras escarlatas, podía leerse en el arco inferior el siguiente texto: “INDIA, Rabindranath Tagore, El Barco de Oro”. En el segundo, el texto en arco decía: “GRECIA Y ROMA CLÁSICAS. Homero y Virgilio. La Odisea. La Eneida”. El texto del tercer plato rezaba: “EL NUEVO MUNDO. Alfonso Reyes. Memorias de cocina y bodega.” En eso estaba cuando oí, procedente de las sombras, los retazos de una conversación. Casi no me dio tiempo de colocar bien la pila de mis platos, cuando hicieron su aparición el resto de los comensales.

--Perdona que te hayamos hecho esperar,—me dijo el anfitrión sentándose en su silla mientras los demás hacían lo propio en las suyas --, pero es que te estábamos preparando una sorpresa. Sin embargo, antes de revelártela, nos gustaría que nos contases tu experiencia en el Madrid de los Austrias.
Le conté a grandes rasgos lo que me había pasado con Gomárez, mi encuentro con Miguel Mijas en la Casa del Montero Real y cómo tuve que salir de allí a todo escape valiéndome de mis talismanes.
Luego Alfarache me pidió que se los entregara mientras vi que Sandra y los demás comensales sonreían. Le dije que los había dejado en la sala de los disfraces y que tras la cena se los devolvería, pensando que con la efusión de la cena y las libaciones se le olvidaría. Así quedamos y, a una señal del anfitrión, comenzamos a cenar siguiendo el orden de los platos y servidos todos por silenciosos y diligentes camareros. En un momento dado, Alfarache recordó la cena-homenaje que muchos años atrás le habíamos dedicado a nuestro común profesor Castro Calvo. Y añadió que me había reunido allí con aquellos compañeros para homenajearme a mí y recordar viejos tiempos protagonizados por mí.
--Porque eres el típico manchego--aclaró--. Tú eres otro Quijote, como tu Quijote querido, idealista como él, y siempre me caíste bien, siempre nos caíste bien a todos, ¿verdad, chicos?
Todos asintieron y Alfarache siguió hablando:
--Sobre todo, por el modo como cuentas ciertas cosas.--Ante la cara que puse de asombro, aclaró:--Nadie como tú sabe contar lo que pasó durante aquel Carnaval de Rosas. Cada vez que lo haces nos morimos de risa. ¿Por qué no nos deleitas con tu palabra?
Sandra hizo un gesto, que Alfarache ignoró porque le dijo:
--¿Ya no recuerdas que te encontramos en el corredor de los lavabos con éste metido debajo del vestido de bruja que llevabas puesto? ¡Hay que ver qué pronto olvidas algunas cosas! Si quieres me extiendo en los detalles. ¿O fue al revés? ¿Tú metida en el traje de globo que se había puesto él dándole al sorbete? ¿O fueron las dos cosas; primero una en el pasillo y después otra en el altillo del restaurante?
Aquello no pareció gustarle nada a Sandra, quien, cogiendo el plato que tenía delante, se lo arrojó a la cara de Alfarache con tan mala fortuna que se lo clavó de canto entre la nariz y la mejilla derecha. La sangre empezó a brotar escandalosamente de la herida y, entre gritos, llamamos a los camareros para que se hicieran cargo de Alfarache, mientras la propia Sandra llamaba con su móvil a una ambulancia.
Así acabo la cena literaria, y en el follón que se montó en los minutos siguientes subí a la habitación de los disfraces y bajo el abrigo oculté mis salvoconductos.
Unas semanas más tarde recibí una breve carta de Sandra. Decía así:
“Querido amigo, una vez que Alfarache ha salido del hospital (¡vaya susto que he pasado!), te pongo unas letras para invitarte de parte de Josemaría a la matanza del cerdo que celebraremos en la masía de su padre. Espero que la carta te llegue con antelación suficiente, aunque dada la eficacia de nuestro Correo, cualquier cosa puede suceder. De cualquier forma, te daré un toque de teléfono la víspera de la fiesta Te pasaré a buscar en coche. Te adelanto que Alfarache nos tiene preparada una nueva sorpresa. Ya sabes cómo es. Entonces hasta la madrugada del sábado. Un besazo, Sandra."
Sandra para mí era como una bomba de amor. Se conservaba como una chica de veinte años, con esos ojos infantiles y esa expresión inocente de no haber roto un plato en tu vida. Me eché a reír como un tonto al recordar otros tiempos en que habíamos mantenido algo parecido a una relación que apenas duró unas semanas. Del resto del grupo los recuerdos eran variopintos. Solíamos reunirnos el día de Reyes en Madrid, en el Real Círculo Artístico para degustar platos de la época de los Austrias, después de haber recorrido las salas del Prado analizando bodegones y cuadros de tema culinario. Lo de la comida estaba bien, pero casi siempre se estropeaba con el rollo que nos soltaba durante ella Alfarache sobre el cuadro Cristo en casa de Marta, de Velázquez, y sobre todo, El refectorio de los cartujos, de Zurbarán."
El librero cerró el cuaderno y miró la hora. Como aún faltaba un buen rato para acudir al restaurante, aprovechó para llamar por teléfono a la Residencia donde estaba ingresado su padre. Le preguntó a la cuidadora que le atendía cómo seguía el anciano y luego dijo que aquella tarde pasaría por allí a la hora de la cena para dársela él mismo. Sabía que prestar de vez en cuando alguna ayuda al personal del geriátrico limaba asperezas (aún le daba vueltas a lo que había pasado entre él y la directora en otra conversación telefónica). Nunca se sabe qué puede pasar y en un momento dado un buen recuerdo se convierte en un gran favor. Prestar atención a las cosas hace que se vean mejor. Cerró el móvil y casi simultáneamente una idea vino a su cabeza. Fue al estante donde había dejado el libro de arte sobre Velázquez, lo sacó de su sitio, buscó la referencia al cuadro Cristo en casa de Marta y lo abrió por la página 63. Allí estaba el famoso cuadro del pintor sevillano que representa a una joven cocinera majando ajos en el almirez de su cocina mientras una anciana con tocas le señala con el índice la escena donde Cristo parece hablar con otras dos mujeres. No vio nada importante en la ilustración, de sobra conocida por él; pero sí en la página anterior, dedicada toda ella a describir y analizar el cuadro. Descubrió que ciertas palabras aparecían subrayadas. Cogió un lápiz y las fue apuntando en un bloc de hojas separables. En esto sonó su móvil. Por la pantallita vio que la que le llamaba era su antigua novia de la Universidad.
--Dime.
--Era para decirte que acabo de encontrarme en la Plaza de Cataluña a Silvia, ¿te acuerdas?, aquella Silvia que andaba detrás de ti como un perrito faldero, la de la boca pequeñita y el lunar en la barbilla. Como le he dicho que voy a comer contigo se ha apuntado. Ha estado casada con un músico, pero se separaron...Bueno, ya te contaremos.
--Entonces os espero a las dos en el restaurante a la hora que te dije. No te olvides el manuscrito. Adiós.
Se acordó de Silvia en cuanto cortó la comunicación. Y del guateque en casa de Albert, el pintor. Se ve que le va el arte. Pero había llovido mucho desde entonces. ¿Llevaría aún aquellos pendientes de ámbar? ¿Se movería como se movía? Sonrió. Luego sacudió la cabeza y centró su atención en las palabras apuntadas en la hoja del bloc. Leídas tal cual, no tenían sentido. Ordenadas alfabéticamente, tampoco. Probó leer sólo las iniciales. Menos. Los nombres propios eran muy conocidos (Pacheco, Velázquez, Cristo, Marta, Lucas...), pero no le sugerían nada que no fuera lo ya conocido: la influencia de Pacheco sobre el joven Velázquez, el evangelio de Lucas donde se cita el pasaje de Cristo y Marta. Y luego estaban aquellos números. Los dos primeros correspondían a las dimensiones del lienzo: 60 x 103, 5; y los otros tres, 10, 38-42, no podían ser otra cosa que la referencia a un texto de la Biblia. Al punto tuvo una corazonada. Se levantó y fue hacia los libros de la última caja y separó los cuatro volúmenes forrados de piel. Eran cuatro maravillas, editadas a principios de los cincuenta. Los textos aparecían ilustrados con dibujos firmados por Rafael, Dalí, Durero, Miguel Ángel, Tiziano, Caravaggio y otros artistas pertenecientes a diversos estilos y épocas. Cogió el evangelio de san Lucas y buscó la citada referencia. Enseguida se encontró con una página en la que aparecía la escena de Cristo con las dos mujeres del cuadro de Velázquez y, al lado, el texto que habla del episodio en que Jesús, yendo de camino, entra en una aldea y Marta le recibe en casa. Había unas frases subrayadas, concretamente la respuesta que le da Cristo a la mujer:" Marta, marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada."
Al librero le pareció que aquello tenía que ver con la Advertencia del Cuaderno II, pero no sabía exactamente el qué. Miró la hora nuevamente y lo dejó todo. Quizá con el estómago lleno y con la compañía de dos bonitas mujeres, la mente se le despejaría. Cogió el Cuaderno II y se fue al restaurante.
Evidentemente las mujeres no habían llegado todavía, No se extrañó. Por algo eran mujeres. Se dirigió a la mesa de la ventana y se sentó. El camarero se acercó para atenderle.
--Estoy esperando a dos personas--dijo--. Hasta que lleguen podrías ponerme una cerveza.
El camarero le sirvió lo pedido. Luego él abrió el Cuaderno y se puso a leer mientras de vez en cuando echaba una ojeada a la calle para ver llegar a las mujeres.
sábado, 12 de marzo de 2011
Fotografías que hablan

Crecí feliz junto a la riera y viví junto a ella los mejores años de mi vida. Siempre tuve en mis brazos nidos y cantos de pájaros. Allí me enseñoreaba del aire y hasta caer la tarde los rayos del sol se enredaban en la fronda de mi alta copa. Desde ella veía perderse en el pueblo la cinta de agua de la riera en cuyo espejo me miraba, los pinos de la sierra y las nubes blancas que pasaban por encima de la bahía, justo sobre el promontorio en el que el faro de Tossa alumbraba en otro tiempo a los barcos perdidos.
Pero no hay felicidad que dure siempre. Y hace unos años una enfermedad nació en mi interior y poco a poco fue devorándome hasta salir a la corteza. Y lo que era belleza y vida se convirtió en algo desagradable y peligroso para los demás. Así que, para evitar la amenaza que un gigante herido de muerte ejerce a su alrededor, las autoridades decidieron abatirme y darme muerte de una vez. La máquina hizo todo lo demás. Y aquí estoy, tumbado sobre la hierba del bosque, rodeado de astillas y silencio. Aún parte de mí permanece en su sitio, metidas las raíces en la tierra, pero es cuestión de tiempo el que la putrefacción haga su trabajo eficaz, hasta que un día lo que quede de mí se haya ido poco a poco confundiéndose con la tierra, de la que todos los gigantes como yo salimos un día y a ella hemos de volver. Mientras tanto, todavía podrá verse en el corazón de mi madera los círculos de sueños y esperanzas que fui alimentando mientras viví.
viernes, 11 de marzo de 2011
De vista, de oídas, de leídas

jueves, 10 de marzo de 2011
Versos de antaño
sufridos costaleros,
aplausos y piropos y saetas,
tortas de pan dulce,
flores y faroles encendidos,
carrozas millonarias,
Cristos andaluces,
Vírgenes hermosas…
¡Qué distinto todo a aquellas graves
procesiones de mi tierra!
Aquí Granada canta,
allí Zamora llora.
Cada uno a su modo vive el hecho
y lo adoba en su alma
heredados de sus mayores,
la devoción que duerme fiel
en el desván insobornable
del corazón.
6-4-96

¡Qué plácida la espera de esta tarde
oyendo platicar al surtidor
sobre el azul espejo de la pica!
El perro de la casa,
acostumbrado a mi presencia,
duerme recostado
a los pies de mi silla.
El cielo, azul perdido,
lleva el suave recuerdo
de la nieve vecina.
La sierra, virgen niña,
se asoma al gran balcón
de Granada y su vega.
No espero nada ya,
nada deseo.
En paz conmigo mismo,
sólo vivo y contemplo
cómo el verso libre va brotando
como otra agua,
el agua de la plácida existencia.
7-4-96
Noche de silencio. Arriba luce,
como una aparición en las tinieblas,
la Torre de la Alhambra,
la del alma, la que late con amor.
Aquí
en la Plaza más Nueva de Granada
aguardamos el paso de la Cruz,
el Cristo humilde
que el Darro, el Albaicín,
mayores y pequeños
veneran al unísono.
Los murmullos se acallan,
las palabras se vuelven oraciones.
En las cuestas más altas,
en los puentes difíciles,
la blancura de cera
del Crucificado
estalla entre las sombras.
Avanza lento,
acompasado,
resignado en su muerte.
La noche de silencio,
de votos y oraciones,
es una gota más del agua oscura
que llora más que nunca
aquí en Granada.
8-4-96

El agua de Granada,
a veces tan poética,
lorquianamente clara,
cede al agua del cielo intempestiva,
atea, revolucionaria.
Estamos esperando a la Señora
en la Puerta cabal de la Justicia.
Injustamente,
impíamente,
las flechas de la lluvia asaetean
el cielo nazarí.
Esperan en vano las bengalas,
las palomas,
las palmas de fervor para cantar
a la Virgen de la Alhambra.
En un instante
se nubla la esperanza de la gente.
Ya no verá este año el rostro dulce
de su Virgen.
La Virgen de la Alhambra
estará en su templo sola
con la muerte del Hijo en el regazo.
Ni palomas de fiesta, ni bengalas…
Sólo el terco asedio de la lluvia
aquí en la Alhambra.
9-4-96

Acabo de llegar y traigo el alma
sembrada de recuerdos.
Un día brotará sola la espiga
de aquella noche oscura de Albaicín
buscando al Cristo blanco del silencio
que tan solo bajaba por el Darro
con la Torre de luz a sus espaldas.
Un día olerán solas las rosas
de aquel vino bebido en Monteluz
con gente de la tierra
que soñaba con sólo hablar de Lorca.
Un día soñaré también yo mismo
con la luz y el agua de Granada,
con cruces y tambores
de su Semana Santa.
Y ya nunca caerá de los telones
del alma esta ciudad
callada y encendida
entre la piedra roja de la Alhambra
y la corona blanca de la sierra,
entre sombras de duelo y resplandores
de Vírgenes y Cristos de su tierra.
10-4-96
miércoles, 9 de marzo de 2011
Prosas de antaño
Y una vez que el convoy se puso en marcha, como si tal cosa, abrió el manuscrito que le había dejado su antiguo novio y siguió leyendo.

"...Lo que importa ahora es salir de aquí cuanto antes.
El anciano me preguntó quién era yo y no me atreví a decírselo. Me limité a cogerlo del brazo y animarle a que me siguiera. Pero estaba muy enfermo y tras dar un par de pasos más, se llevó una mano al corazón y se me escurrió hasta el suelo. Me dio pena dejarlo allí, pero al punto pensé que tampoco hubiera podido llevármelo conmigo. Así que salí al jardín y desanduve el camino anterior hasta llegar a la sala. De nuevo me pareció oír voces y pasos, esta vez muy cercanos y, sin pérdida de tiempo, me coloqué ante el espejo de pie que había junto a la cama imitando la postura del paje del cuadro de Zurbarán. Los pasos y las voces estaban ya al otro lado del tabique cuando, echando mano a la botellita del “Vino para volver”, sorbí un trago de ella. Al instante, y mientras ya entraban en la sala los dueños de los pasos y las voces, noté que todo temblaba a mi alrededor y en el espejo vi que una atmósfera humeante envolvía mi reflejo y empezaba todo ello a desvanecerse en las sombras. Entonces cerré los ojos para no marearme y... ¡zas!, de nuevo estaba en el cuarto de las ropas de otros tiempos, delante del cuadro de Zurbarán, con la misma postura del paje.
En algún lugar de la casa sonaban las campanadas de un reloj de pared. Hasta diez sones lentos y solemnes conté. Debía actuar con prisa. Rápidamente me desembaracé de la capa, de la golilla, del jubón, dejándolo todo en su lugar, y me puse la ropa que había traído a la cena literaria a que había sido invitado por Alfarache. Instintivamente palpé en uno de los bolsillos de mi chaqueta la rana coronada y pronuncié lentamente una de las fórmulas aprendidas en el librito de cubiertas de oro. Dicho y hecho, el rincón de antes volvió a abrirse, y por el hueco volví a salir al ángulo que formaban las dos estanterías de libros de la buhardilla. Eché un vistazo a mi alrededor y me di cuenta del desorden que había dejado antes de irme; así que había que dejar todo en su sitio a la mayor rapidez posible..."
Pero no duró mucho la lectura. Pues la joven, un tanto decepcionada por el desenlace de la aventura del viajero del tiempo, cerró el Cuaderno y lo guardó en su bolso de mano. El tren volaba paralelo al mar, de vuelta a Barcelona, y la vista del agua la acompañó durante un buen rato hasta que sus ojos se cerraron y todo su cuerpo se sumió en la placidez que le producía la marcha y el monótono movimiento del tren, ayudada sin duda por el otro movimiento de su cuerpo.
El librero acababa de llegar del restaurante de desayunar y aún no había echado un solo vistazo a los libros de la última caja, cuando entró en la tienda una pareja que por los arrumacos que se dedicaban mutuamente dedujo que eran recién casados. El hombre dijo que quería unos cuantos libros para decorar un mueble de comedor.
--¿Qué tipos de libros? ¿Tienen alguna preferencia? ¿Literatura, Arte, Cocina...?
La mujer dijo que le daban lo mismo y abrió los brazos indicando una extensión.
--Una cosa así debe de medir la estantería --añadió--. Sólo se trata de que sean un poco vistosos. Me refiero al lomo.
El hombre intervino para hablar de los colores de las paredes y las cortinas del comedor de su nuevo domicilio y terminó diciendo:
--Lo que nos interesa es que hagan juego; rojos y azules, ¿verdad, cariño?
--Es que somos socios del Barça-- añadió la mujer--. Con tojos y azules nos basta, sí.
--Creo que podré servirles. Si son tan amables de aguardar unos minutos.
La pareja asintió y él desapareció en la trastienda. Sobre el suelo y apoyados directamente contra la pared había depositado unos cuantos libros que había sacado de sus estantes para dejar sitio a los reciñen comprados. Cogió unos cuantos de Física y Química de tapas rojas y otros tantos de Animales domésticos con lomos azules y los llevó hasta el mostrador de la tienda.
--Sí, estos valen--dijo el joven--. Alternados en la estantería nos recordarán la camiseta del Barça, ¿verdad, cariño?
--Claro. Quizás nos falten algunos más --dijo abarcando la hilera de libros con los brazos. ¿No tiene otros así? Con cinco o seis habría bastante.
El librero volvió a la trastienda encantado de poder deshacerse de aquellos libros que apenas tenían salida. Cogió seis de Pedagogía de mediocres ediciones, tres bermejos y tres azules, y volvió con ellos al mostrador.
--Perfecto--dijo el hombre al verlos--. ¿Cuánto es?
El librero estuvo tentado de sacarles un buen fajo de dinero para castigar su falta de respeto por los libros, pero optó por pedirles una cantidad razonable, que no era otra que la que resultaba de sumar los antiguos precios que tenían los libros escritos a lápiz en la portada. Se los envolvió en dos paquetes diferentes y luego les proporcionó un par de bolsas para que pudieran transportarlos.
La pareja se fue encantada y él se quedó pensando en las pocas posibilidades que tiene este país de aumentar su afición por la lectura. Por el cristal del escaparate los vio atravesar la calle y dejar las bolsas en el maletero del coche que habían estacionado en la acera de enfrente. Luego se acercó a la caja de libros que iba a examinar y, cogiendo el primero, una edición antigua de las Rimas de Bécquer, le dijo:
--Querido amigo, a ti la gente como esa no te leerá nunca.
En ese momento sonó su móvil. Por la pantallita vio que era el carpintero, el cual le dijo que acababa de hacerse con unas estanterías que le irían muy bien, que si quería, podía tenerlas aquella misma tarde en la librería. El profesor le agradeció su diligencia y añadió que si tenía tiempo pasaría por el taller a recogerlas.
Luego entró un nuevo cliente, una señora de mediana edad que venía buscando un libro para un adolescente.
--Tiene doce años--añadió-- y no va muy bien en los estudios. Es un sobrino a quien quiero mucho, ¿sabe?, y no hay manera de que lea. Si usted supiese de un libro de esos que enganchan al lector y no lo dejan hasta que termine de leer lo que han empezado, sería estupendo.
--Le iba a preguntar qué tipo de lectura prefiere ese chico, pero acaba de contestarme a la pregunta. Lo mejor es que se lleve un libro de aventuras o un conjunto de relatos que traten de algo muy cercano, con referencias al mundo escolar, a las chicas, a los amigos, sin que falte, por supuesto, la intriga, el misterio, un poco de terror y un mucho de gracia e ingenio, y que tenga la letra mediana, que se deje leer bien. Estoy pensando en un autor extranjero y una traducción buena. Verá.
Se giró y miró en uno de los estantes de detrás del mostrador. Sacó un volumen y se lo mostró.
--Por ejemplo, éste.
La señora leyó en voz alta el título:
--Los mejores relatos de Roald Dahl--. Luego lo cogió, lo abrió por el índice y leyó algunos de los de los cuentos que incluía:-- Katina, El gran gramatizador automático, La señora Bixby y el abrigo del coronel...--Se encaró con el librero--. ¿Y dice usted que este libro hará sentir a mi sobrino el gusto por la lectura?
--Señora, si ninguno de los relatos que contiene este libro le gusta a su sobrino...
La mujer no le dejó terminar y le pidió que se lo envolviera.
Desde la puerta la señora le envió una sonrisa de agradecimiento.
martes, 8 de marzo de 2011
Patadas al diccionario
