jueves, 30 de junio de 2011

Memorias de un jubilado

Por qué escribo poesía


Mucho le debo también, para que mi afición por la poesía creciese en aquellos años de adolescencia, a un regalo que mi hermano mayor me hizo un verano desde Barcelona, donde estaba trabajando desde hacía un tiempo y preparaba el salto del resto de la familia a la ciudad condal. Me refiero a un libro de Bécquer enfundado en un estuche de cartón. Eran las famosas Rimas y Leyendas del poeta sevillano junto con las Cartas desde mi celda, las Cartas literarias a una mujer y algunos artículos de costumbres. Prácticamente devoré el libro aquel verano en las horas de más calor en mi antiguo refugio del desván.
Mi primera sorpresa ocurrió nada más abrir el libro y encontrarme con su impresionante Introducción sinfónica.

“Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.”

Entendía en esas líneas que la poesía que se piensa, esas emociones y esas ideas que aún no existen, esperan pacientemente a que la palabra artística les dé forma escrita. ¡Los extravagantes hijos de su fantasía! Estremecedora manera de llamarlos.

“Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la medianoche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por dónde salir a la luz, de las tinieblas en que viven.”

Mejor no se puede expresar la primera fase del proceso creador, aquella en la que las ideas y las emociones, aún indefinidas y confusas, buscan en la mente del poeta la manera de abandonar esa oscuridad en que viven para encontrar la luz de las palabras, de los versos que los vistan adecuadamente. Pero enseguida se presenta la gran dificultad a la que debe enfrentarse el poeta para encontrar esa perfecta adecuación entre la materia de la poesía y su forma definitiva. Bécquer describe así esa dificultad:

“Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra tímida y perezosa se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo.”

Esa dificultad es la misma que todos cuantos escribimos poesía debemos intentar salvar. En ese libro de Bécquer aprendí muchísimo. Leyendo una y otra vez sus Rimas llegué a encontrar filones de afirmaciones que venían a confirmar lo que yo creía de ciertos aspectos que tenían que ver con la poesía. Uno de ellos era, ¿cómo no?, el concepto de “inspiración”. En la Rima III es unas veces:

“Sacudimiento extraño
que agita las ideas
como huracán que empuja
las olas en tropel.”

Otras:
“Murmullo que en el alma
se eleva y va creciendo
como volcán que sordo
anuncia que va a arder.”

Otras:
“Ideas sin palabras,
palabras sin sentido,
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás.”

Y siempre:
“Locura que el espíritu
exalta y desfallece,
embriaguez divina
del genio creador.”

Es decir, la inspiración sería una conmoción sin causa justificada que experimenta el poeta en el momento de ponerse a escribir cuando en su cabeza aparecen ideas y palabras sin conexión lógica acompañadas de cierta música desprovista aún del ritmo que adoptará cuando el poema esté acabado. Y claro está, una suerte de locura inocente que hace entusiasmarse unas veces al espíritu creador y otras lo desmoraliza en un estado de embriaguez que no es de este mundo. Al llegar a este punto, entiendo el significado del título que puso Claudio Rodríguez a su primer libro: Don de la ebriedad (la ebriedad divina que posee el poeta en el momento de la creación).
A aquel verano lo llamé el verano de Bécquer. Y aunque seguía saliendo con los amigos, olvidaba enseguida lo vivido con ellos, y así alguna conquista femenina, los bailes de las verbenas en los pueblos vecinos o las vueltas a las aventuras de niños en las huertas o en el río, con los sempiternos partidos de fútbol en la yerbera o la captura de algún palomino en las aceñas, nada lograba suplir las emociones que me deparaba la lectura de las páginas de Bécquer.
Disfrutaba con las Cartas que el poeta mandaba desde el monasterio de Veruela, adonde había ido en busca de tranquilidad y aire puro para aliviarse una antigua dolencia pulmonar, a sus colegas de El Contemporáneo, periódico del que era director. En ellas les contaba sus vivencias en el monasterio y sus correrías por los pueblos vecinos en busca de leyendas y curiosidades. En una de ellas, creo que es la Tercera, existe un pasaje con el que me identifico plenamente. Se refiere a la evocación que hace el poeta de las inquietudes que tenía cuando era un adolescente allí en Sevilla, junto al Guadalquivir.

“Cuando yo tenía catorce o quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de una ánfora de cristal, coronada de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí. Donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar, y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación.” Etcétera.

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