Tarde serena
Como cada tarde, la de Santa María sopra Minerva la hacemos un poco al azar, guiados siempre por nuestro particular cicerone. Tras dejar atrás el Campidoglio, bajamos la Via del Teatro de Marcello. Sobre nuestras cabezas la Roca de Tarpeya nos evoca leyendas basadas en historias trágicas. Enseguida las ruinas monumentales del Teatro de Marcello se nos ofrecen generosas, pero extrañamente mudas.
Teatro de Marcello:
¿dónde el público alegre?,
¿dónde las máscaras?
Los arcos callan,
las piedras rojas vuelan
hacia el aplauso.
Pero los aplausos son silenciosos y salen de nuestras atónitas miradas. El Guetto está a un paso y el estómago a estas horas del mediodía no perdona. La Via Ottavia nos lleva hacia una hilera de restaurantes llenos de comensales. Encontramos en uno llamado curiosamente Il Portico una mesa para los tres y comemos a la vista de un altorrelieve en la fachada, altorrelieve cuyo motivo repiten las esquinas de Roma: un león se abalanza sobre una gacela para darle caza.
Por sendas conocidas regresamos al apartamento para hacer un poco de siesta antes de lanzarnos a las calles en busca de nuevas emociones artísticas. Al pasar por el Campo dei Fiori descubrimos el suelo manchado por los restos del mercadillo de frutas y verduras, que acaba de levantarse. Quien no se mueve de su sitio, pese al sol de justicia, es Giordano Bruno: le ha cogido el bronce de su estatua querencia a la plaza.
La tarde nos regala extraordinarias sorpresas. La primera de ellas, en San Agustín: sobre la nave central la Virgen muestra el Niño a Santa Ana, de Sansovino; y en otra parte, aparece el profeta Isaías, de Rafael; y por si no fuera bastante, Caravaggio nos deja en una capilla la luz velada de la Virgen de Loreto atendiendo a dos peregrinos.
La segunda sorpresa de la tarde es Santa María sopra Minerva. El elefante de Bernini en la plazoleta, delante de la iglesia, aguantando el obelisco sobre su lomo, pone su nota curiosa al paseo.
Bajo una modesta apariencia se esconde el mejor gótico de Roma. El interior es riquísimo en arcos apuntados que subem al cielo, en pinturas delicadísimas, en sepulcros ...
Sobre unos libros
se reclina el difunto:
muerte serena.
La luz del arte
en capillas serenas
eterna brilla.
El sol alumbra
apagados sepulcros:
mármoles vivos.
Bellas pinturas de Lippi y Romano, esculturas soberbias como la de Cristo con la cruz de Miguel Ángel o el cuerpo yacente de Santa Catalina de Siena en una urna bajo el altar, tumbas magníficas como las de los papas León X y su primo Clemente VII, o la recoleta y sencilla de Fray Angélico, a un lado del altar.
La iglesia de Gesú es la siguiente. El antiguo poder de los jesuitas, "ad maiorem dei gloriam", está presente en los mármoles rosados, en los estucos, en las columnas, en los grupos escultóricos, en los elevados frescos... Todo vanidad de vanidades. La muerte aguarda. San Ignacio, el fundador de la Orden, descansa al fin de tanta lucha, eso sí, en una capilla de lujo, junto a un Cristo barroco. Y está también el truco de la cúpula pintada y pintado el lugar en el pavimento de la nave desde donde hay que mirarla para no ver el engaño.
Hasta la cúpula
perdió la arquitectura:
sólo es pintura.
Hasta el suelo señala
el punto desde el cual
hay que mirarla.
Hay que mirarla.
Si unos metros te mueves,
se ve la trampa.
La noche se adivina. Y nos sorprende junto al Tíber. Luces tiemblan en su espejo. Los árboles se asoman silenciosos por el pretil, mientras en la calzada vecina ruedan los coches.
Hora serena:
ramas bajan al Tíber,
verdes fantasmas.
La luz se clava
en el agua del río:
son dardos de oro.
Con mazo oscuro
la noche los remacha.
Suena el silencio.
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