Los fuegos artificiales de San Pedro
Los alrededores del río siempre fueron para los chicos lugares felices y aventureros. Cualquier acontecimiento que en el río o la yerbera tuviera su escenario era un motivo de sorpresa y actividad para nosotros. Uno de estos acontecimientos, especial sin duda, era el de los fuegos artificiales que en la noche de San Pedro llenaban las aguas y las riberas de movimientos misteriosos de barcas y personal pirotécnico que estallaban, ante las miradas expectantes del gentío que se asomaba al río desde la barandilla del Puente y los pretiles de la carretera de San Frontis, en mil estampidos y otros tantos juegos de luces que convertían en claridad de día el cielo nocturno de aquella parte de Zamora, mientras flotaba en el aire quieto y caliente de finales de junio un intenso olor a pólvora quemada. La luz artificial adquiría mil formas caprichosas que nos recordaban troncos altísimos de palmeras que al llegar a lo alto se abrían en docenas de ramas que caían, mágicamente encendidas, al río. Como seres espectrales, las barcas bogaban dejando flotar morteros que iban vomitando chorros de luz, mientras en la orilla de los cangrejos, molinillos, estrellas, fuentes y otras formas pirotécnicas se entregaban a movimientos luminosos, truenos y estampidos que nuestros ojos y nuestros oídos no daban abasto para percibirlos todos. Cuando el silencio y la oscuridad caían de nuevo sobre el barrio, regresábamos a casa aún con las retinas y los tímpanos llenos de luces y ruidos. Y no acababa ahí la cosa porque, según habíamos quedado como todos los años, nos pasábamos la noche esperando que llegara el nuevo día para reunirnos los cuatro o cinco amigos de mayor confianza en las yerberas e inmediaciones del río donde habían tenido lugar los juegos artificiales y recoger restos de cohetes que no habían estallado y otros pequeños reductos de pirotecnia que seguían teniendo pólvora sin quemar en su interior.
Con la mañana recién estrenada, algunos de mis mejores amigos ya me esperaban en la yerbera del primer ojo del Puente dispuestos a iniciar nuestra rebusca de pólvora. Al cabo de una hora ya habíamos reunido un buen botín de guerra. Faltaba estudiar cómo utilizaríamos nuestros hallazgos. Eso era cuestión de otra hora larga. Escogíamos el pretil del río, junto a la fuente, para entablar nuestras discusiones, que casi siempre eran interrumpidas por la presencia de alguien que llegaba con sus cubos y cántaros para llenarlos de agua. Después, una vez decidido nuestro plan de actuación, repartíamos más o menos equitativamente la pólvora cosechada y buscábamos una zona alejada de las miradas de los mayores. Y acabábamos como todos los años escribiendo con pólvora nuestros nombres en el portal del Comedor de Ancianos, refugio nocturno de aquel vagabundo que aparecía indefectiblemente todos los veranos, y prendiéndoles fuego para que allí durante un año más hablasen de nuestra aventura de San Pedro. Claro que cada año también alguno de nosotros salía mal librado, quiero decir, con alguna quemadura en las manos o alguna hinchazón en los dedos, aunque eso eran gajes del oficio de ser niños y añadía a nuestras historias una nueva señal de riesgo y valentía (cuando, al paso de los años, no era más que un signo inequívoco de nuestra perseverante inconciencia infantil).
Con la mañana recién estrenada, algunos de mis mejores amigos ya me esperaban en la yerbera del primer ojo del Puente dispuestos a iniciar nuestra rebusca de pólvora. Al cabo de una hora ya habíamos reunido un buen botín de guerra. Faltaba estudiar cómo utilizaríamos nuestros hallazgos. Eso era cuestión de otra hora larga. Escogíamos el pretil del río, junto a la fuente, para entablar nuestras discusiones, que casi siempre eran interrumpidas por la presencia de alguien que llegaba con sus cubos y cántaros para llenarlos de agua. Después, una vez decidido nuestro plan de actuación, repartíamos más o menos equitativamente la pólvora cosechada y buscábamos una zona alejada de las miradas de los mayores. Y acabábamos como todos los años escribiendo con pólvora nuestros nombres en el portal del Comedor de Ancianos, refugio nocturno de aquel vagabundo que aparecía indefectiblemente todos los veranos, y prendiéndoles fuego para que allí durante un año más hablasen de nuestra aventura de San Pedro. Claro que cada año también alguno de nosotros salía mal librado, quiero decir, con alguna quemadura en las manos o alguna hinchazón en los dedos, aunque eso eran gajes del oficio de ser niños y añadía a nuestras historias una nueva señal de riesgo y valentía (cuando, al paso de los años, no era más que un signo inequívoco de nuestra perseverante inconciencia infantil).
(De mi novela Una carta de amor bajo la lluvia)
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