Recuerdo que fue por aquel entonces, a raíz de escribir el poema sobre el refugio de la infancia, cuando un amigo de letras e inquietudes poéticas me hizo la temida pregunta: “¿Por qué escribes poesía?”
Aquella tarde, la de un sábado de finales del 78 habíamos estado en la tertulia del poeta José Jurado Morales y habíamos tratado el tema de la inspiración poética, que no tiene una sola teoría sino que depende del movimiento literario que la defienda en un momento dado.
Alguien había citado la teoría de los románticos, según la cual, la inspiración viene de arriba como si el poeta se convirtiera de pronto en un elegido por los dioses y los versos surgieran por arte de birlibirloque de labios supremos y llegaran volando a nuestra mente. Vamos, como un regalo de los dioses. Casi nadie estaba de acuerdo con esa teoría. Es verdad que se necesita cierto momento de atención intensa por parte del poeta en la búsqueda de la palabra exacta que defina la emoción o la idea que quieras expresar, es decir una labor de búsqueda angustiosa en el pozo oscuro de la expresión o la lengua para encontrar, como un hallazgo crucial, la palabra, la frase, el verso que dé la forma justa e inaplazable a esa emoción o idea. Pero la teoría del romántico, que espera un regalo, sin esforzarse nada él, claramente nadie la compartía. Más nos convencía la famosa frase de Picasso, que decía: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando.” El trabajo, pues, es necesario para que sirva de algo la tan traída y llevada inspiración. Y salían a relucir las palabras de García Lorca, según las cuales la inspiración era trabajo, trabajo y más trabajo.
En eso pensábamos mi compañero de tertulia y yo cuando, en el metro, regresábamos a nuestros respectivos domicilios. Y en un momento del trayecto hablamos de nuestro modesto trabajo de poetas. Y, sin transición apenas, me soltó de sopetón la pregunta: “¿Por qué escribes poesía?” Sin pensarlo mucho, le respondí: “Para lamentar lo que he perdido y para cantar lo que aún es mío.” Cuando lo dije me di cuenta de que había confundido la finalidad con la causa. Y es que, la verdad, los poetas ni sabemos qué es la poesía ni por qué la escribimos. Creo que saber qué es poesía y por qué escribimos importa menos que escribirla.
Lo que sí aprendí enseguida, mucho antes de que viniera a Barcelona y de relacionarme con muchos de los poetas y el mundo literario de la ciudad condal, fue a disfrutar con los buenos poemas. ¿Que cómo sabía si eran buenos poemas o malos? Yo creo que eso enseguida se nota. Además estaban las clases de uno de los mejores profesores de Literatura que he tenido durante mi estancia en el Instituto de mi ciudad natal, aquel sabio don Ramón Luelmo que contó con excelentes alumnos poetas como Claudio Rodríguez, que con apenas dieciocho años obtuvo el Premio Adonais con un libro soberbio, insuperable, titulado Don de la ebriedad. El bueno de don Ramón, recitándonos con arte y emoción los poemas que ilustraban las lecciones de sus clases, nos motivaba a ampliar nuestras lecturas y a educar nuestra sensibilidad y nuestros gustos poéticos.
Una buena poesía era aquella décima de Fray Luis de León que con tanta emoción y sencillez nos leía el profesor de Literatura y que yo aprendí enseguida, aquellos diez versos con que el agustino se refería a su estancia en la cárcel debida a la mentira y envidia de frailes de otras órdenes:
“Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado,
y con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso,
con solo Dios se acompasa,
y a solas su vida pasa
ni envidiado ni envidioso.”
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