domingo, 19 de junio de 2011

HABLO DE ROMA

La mañana de Villa Giulia
Frente a la Cancillería, muy de mañana (pero los vencejos chillan sin parar mientras revolotean en la fachada y en el cielo inmensamente azul) cogemos un microbúa eléctrico y cruzamos Roma casi en familia. Aunque nadie nos quita el obligado baile de los sampietrini.
Baile obligado
entre nobles columnas
y Borrominis.
A nuestro paso, el rojo lavado de muchas fachadas van despertando al todavía inofensivo sol de la mañana.
Con la mañana,
la fuente del Tritón
estrena platas.
Al cabo de un rato de viaje, tras unos cuantos cruces de calles y terrazas en sombra, nos apeamos a un paso de Villa Borghese. El paseo por el inmenso y fresco parque es un encanto para la vista y el temple de ánimo. Avenidas de encinas, cantos de pájaros escondidos (algún mirlo se ofrece a nuestra vista picoteando en los céspedes).
Y el estanque. Patos, reflejos, barcas atracadas en la orilla, junto a los acantos y la estua de Esculapio dominando las luces verdosas y azules de las aguas. Aquí y allá aparecen arcos romanos y estatuas que ascienden hasta los pinos. En un rincón me espera Puskin para saludarme.
Poetas cantan
aquí y allá sus versos
en esta calma.
En nuestro camino, siempre guiado por nuestro querido cicerone, salimos de las frondas enfrente de la Galería Nacional. En esta parte de la vía aparecen parados en la estación de un presente eterno unos cuantos trenes.
Buscamos Villa Giulia y en seguida llegamos a ella. Allí me esperan los antiguos etruscos con sus enseres y sus secretos de vida y de muerte. Desde pendientes a espadas pasando por cacharros de cocina. Pasillos flanqueados de urnas y vitrinas, que muestran a los escasos visitantes cerámica pintada de cien necrópolis. Al fondo, descubro el blanco de mis ansias: la tumba etrusca. Pero demoro cuanto puedo la llegada. Hay antes nuevas vitrinas que guardan lámparas, candelabros, rostros humanos, brazos y pechos, estatuas decapitadas, pies con sandalias, nuevos rostros ahora barbados, y asas de cálices junto a órganos masculinos, rojos sarcófagos cuyas tapas muestran leones hambrientos y piezas de oro que servían de adorno a los vestidos femeninos... Y también rastros y síntomas de la muerte.
Sigue la muerte:
urna en forma de lecho
con una dama.
Con una dama
que vierte en una mano
suave perfume.
Y ya estoy frente al fin de mi visita: la tumba de los esposos y su sonrisa.
Y su sonrisa
que escapa de la muerte
y su cuchilla.
Risa de manos:
la esposa se reclina
sobre su amado.
La terracota
atraviesa los siglos
para avisarnos.
Para avisarnos
que el amor siempre vence
sobre la muerte.
He de seguir, pero me llevo esta imagen de amor venciendo a la fea muerte. Zeus y Campaneo y otros relieves y estatuas me esperan en la galería superior. Y a través del cristal, vuelvo a ver al espeoso abrazar a su esposa sobre la tumba.
Fuera ya del museo, pero todavía con la emoción aleteándome dentro, salimos del parque para bajar a la Puerta del Pueblo y empezar otra ruta de arte y vida que nos llevará hasta la concurridísima Plaza de España.

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