viernes, 17 de junio de 2011

Memorias de un jubilado

Por qué escribo poesía


La primera vez que oí hablar de poesía como algo que se estudiaba en los libros fue en los Salesianos, donde estudié desde los nueve años hasta los doce aproximadamente. En las clases de Castellano eran muy frecuentes las sesiones en que aprendíamos de memoria algunos poemas que los hermanos nos proponían para en sesiones siguientes recitarlas ante nuestros compañeros. Fue el hermano Isaac, creo que así se llamaba el salesiano que, oriundo de Xauen, me motivó lo suficiente para hacer mis pequeñas investigaciones sobre poetas nacionales e hispanoamericanos. La primera poesía que aprendí de memoria y que recuerdo aún en su mayor parte fue El Nazareno, de Gabriel y Galán. ¿Recuerdan?
“Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada de Dios bueno
y la soga al cuello echada,
el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura
y las lágrimas me ciegan
y me hiere la ternura.
Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana
donde había unos cristianos
que se amaban como hermanos
en república cristiana.” Etcétera.

Lo que más me gustaba de esta poesía era la emoción que respiraba toda ella, la música que tenían los versos y la rima consonante. Sobre todo, los dos primeros elementos: la emoción y la música. Desde un principio consideré el hecho de que sin emoción ni música era imposible que se escribiera buena poesía. Además había otra razón para que la composición de Gabriel y Galán me gustara, y era que el tema de la misma, la de las procesiones de Semana Santa con el Nazareno como protagonista, lo viví de pequeño en la Semana Santa de mi ciudad natal, tan rica en imágenes sagradas que desfilaban por las viejas calles en medio de un silencio abrumador y una devoción a flor de piel que la gente, apostada en las aceras, veía pasar con lágrimas en los ojos los pasos de Jesús cargando con una pesada cruz o muerto en ella y los de la Virgen sufriendo el dolor de ver escarnecido y crucificado a su Hijo.
Con el tiempo escribí versos sobre las vivencias de mi Semana Santa zamorana, tanto las experimentadas durante mi infancia y adolescencia como las vividas en mis repetidos retornos a la ciudad cuando fijé mi residencia en Barcelona. Ya llegará el momento de referirme a ellas y copiar, si es necesario, algunas muestras. Ahora quiero centrarme en las motivaciones que me llevaron a pensar en la poesía como vehículo de invención de otra realidad partiendo de la que a mi alrededor alentaba y vivía.
Además de soñador e imaginativo, yo siempre fui un niño solitario, aunque no evitaba verme con unos cuantos amigos para jugar o hacer travesuras en el barrio y alrededores. Lo del desván ya queda dicho y a este sitio mágico, aislado, ajeno al mundo real, ya volveré en más de una ocasión. Ahora le toca a otro lugar por el que yo sentía verdadera atracción y a él, cuando llegaba el verano, solía encaminarme solo. Me refiero al soto de San Frontis, también frecuentado en compañía cuando se trataba de cazar pájaros, bañarnos en el río o robar frutas en las josas. El soto de San Frontis era, como dice la palabra, un “sitio que en las riberas o vegas está poblado de árboles y arbustos”. Junto al barrio del mismo nombre, hacia él me encaminaba, como he dicho, en los primeros días del verano. Bajaba por la cuesta del viejo convento de San Francisco hasta la orilla del río, y por una senda estrecha que allí había caminaba hasta los primeros árboles del soto. La mañana recién inaugurada, el silencio que me envolvía sólo roto por el ruido del agua y el canto de los pájaros, las sombras, el reflejo de la ciudad en el espejo del río, arriba la vista de la muralla y la Catedral y abajo las aceñas de Olivares y los ruinosos tajamares del antiguo puente romano atravesados en medio del Duero eran sensaciones que, aunque repetidas, me estremecían el alma cada mañana. Yo solo en medio de aquel paisaje sereno y callado, azul y verde, era un especie de Dios bueno que acariciaba con la mirada lo que iba creando en el paseo. Meterme en aquella arboleda donde las sombras, a intervalos iluminadas por franjas soleadas, la brisa y los pájaros eran los únicos moradores, sin contarme yo, constituía para mí un placer indescriptible.
Más tarde comprendí por qué me gustaban tanto aquellos versos de Garcilaso de la Vega que aprendí en el Instituto:

“Corrientes aguas, puras, cristalinas;
árboles que os estais mirando em ellas;
verde prado de fresca sombra lleno;
aves que aqui sembráis vuestras querellas;
yedra que por los árboles caminas
torciendo el paso por su verde seno,
yo me vi tan ajeno
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.” Etcétera.
Seguía mi camino por la vereda que conocía perfectamente hasta una tapia que acababa en el río. Allí empezaba una de las josas que jamás visitábamos en grupo, una josa abandonada que la naturaleza había invadido totalmente. Entraba por un roto que había en la tapia semioculto por el grueso tronco de un negrillo y allí empezaba mi aventura, una aventura que repetía incansablemente durante un tiempo. La hierba me llegaba más arriba de la cintura y las sombras eran más grandes que en ningún otro sitio. Los álamos de la orilla del río aparecían cubiertos de yedra y el silencio se extendía por todas partes junto con un olor penetrante a humedad. Me desnudaba en la orilla, en un pequeño cuadrado de arena, desde el que podía contemplar la parte trasera del Castillo, sobre las murallas, y los dos volúmenes de la Catedral, el esbelto cimborrio, que siempre me recordó la teta de una mujer joven, y la torre cuadrada de San Salvador, y me deslizaba hasta el agua fría, casi helada, del Duero. Allí nadaba un rato mientras mis pensamientos me convertían en otra persona. Castañeteándome los dientes de frío salía del agua y me tendía en la arena, al sol, y allí permanecía hasta que volvía a ser yo. Entonces me vestía y desandaba el camino hasta mi barrio. Lo bueno de aquella aventura es que, a diferencia de otras que me gustaba compartir con los amigos, nunca se la conté a nadie. Hasta que algunos años más tarde, ya siendo residente de Barcelona, aquellos íntimos momentos vinieron con tanta fuerza a mi memoria, que me vi obligado a contarlos por escrito.

“Era un refugio de la infancia,
era un lugar donde el alma niña
se cambiaba por otras no tan niñas
y volaba entre las sombras de los árboles,
el silencio de las yedras,
la esmeralda de los juncos,
el oro de la arena
y el misterio helado de las aguas.
Desnudo como el soto,
me dejaba abrazar por la humedad del tiempo,
y mi mirada acariciaba
la teta callada del cimborrio.
El empuje masculino de la torre,
penetrando un cielo de palomas,
encendía mi corazón
y abrasaba mi cuerpo.
Sólo el agua helada del río
lograba apaciguarlo.” Etcétera

Nunca lo publiqué, sin embargo. El poema, con más o menos emoción y algo de musicalidad, quedó acompañando a otros en uno de esos cuadernos condenados al olvido. Y entre los publicados no hay ninguno que aluda explícitamente a aquella aventura de la infancia que tenía lugar los primeros días de verano y en la que se mostraba con la máxima claridad uno de mis rasgos distintivos: el de ser solitario, el de buscar voluntariamente la soledad.

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