lunes, 30 de mayo de 2011

HABLO DE ROMA




La basílica de San Pedro
Tras la ruta de la mañana, apasionante pero larga, volvemos al piso para descansar un poco tal como nos hemos propuesto hacer todos los días de nuestra estancia en Roma. Indefectiblemente, de regreso, volvemos a pasar por el Campo dei Fiori, cuando los restos del mercadillo de verduras salpican el suelo de la plaza y el sol cae de firme sobre la estatua de Giordano Bruno.
Giordano Bruno,
bajo el sol atrevido
su rostro oculta.
Su rostro oculta
mientras su libro grita:
¡Intolerancia!
Tomamos café en el apartamento y echamos una reconfortadora siesta de cuarenta y cinco minutos. Nos espera una tarde llena de sensaciones.
Cruzamos el puente del Castel entre los impertérritos ángeles de Bernini y enfilamos la Vía de la Conciliación.
La monumental vista de la basílica de San Pedro coronada por su inconfundible cúpula aparece al fondo, y una riada de gente nos lleva hacia allí.
Ya la plaza de San Pedro está hecha para anonadar al visitante. De nada sirve añadir que es la plaza más grande del mundo. Más de dos campos de fútbol caben en ella. Luego están las casi trescientas columnas dóricas del pórtico de la basílica y las casi ciento cincuenta estatuas de santos alternadas con los grandes escudos de Alejandro VII. Mientras que en el centro de la plaza se levanta el obelisco de 25 metros de altura sostenido por cuatro leones de bronce y que traído a Roma por Calígula fue puesto aquí 1500 años más tarde por el papa Sixto V. Sobre el pavimento, la rosa de los vientos y a los lados las dos fuentes, igualmente monumentales, dan con sus chorros poderosos el ambiente de grandiosidad que requiere el centro de nuestras atenciones: la basílica de San Pedro.
El control de seguridad, la cantidad de empleados de negro que ponen y quitan barreras y otros aspectos negativos, unidos todos a la avalancha humana que brota de todos los rincones, entorpecen el disfrute de la visita. Aún así no escapa a nuestros ojos la grandiosidad de cuanto se despliega a su alrededor, en las naves, en las capillas, en cualquier ángulo del hermosísimo templo. Pero debo reconocer que aquí hay más seguridad y laberinto oficioso que religión, que también.
Y arte. Cúpulas, columnas, estatuas, sepulcros... No acabaría nunca de destacar la obra hermosa del artista. Desde Miguel Ángel hasta Canova, pasando por el omnipresente Bernini.
A pocos metros de la entrada pisamos el círculo de pórfido rojo, lugar donde fue coronado Carlomagno. Y a partir de ese momento ni el ojo ni el corazón descansan un momento. La Piedad de mármol blanco de Miguel Ángel, la estatua de bronce de San Pedro con su pie derecho desgastado por las caricias y besos de los fieles, el hueco impresionante de la cúpula de Miguel Ángel, el baldaquino de Bernini fundido con bronce traído del Pateón, la tumba de San Pedro ante la cual aparece arrodillada la estatua de Pío V, de Canova...
Abruma tanta belleza, tanto prodigio artístico. Pero más el celo de seguridad de los empleados de negro que en todas partes aparecen impidiendo el paso o poniendo barreras de madera a los visitantes.
Anonadados salimos al exterior y descansamos a la sombra de la columnata de Bernini, intentando asimilar lo que acabamos de vivir.
El gran rebaño
abandona el redil
de los misterios.
De los misterios,
me quedo con el arte
que tiembla dentro.
Que tiembla dentro,
igual que la Piedad
del gran maestro.

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