lunes, 9 de mayo de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO


Las romerías

El tiempo se va volviendo más bonancible y el cuerpo lo agradece. Y es que estamos en mayo y todo en la naturaleza invita a echarse al campo y disfrutar con las vistas jugosas que nos ofrece por todas partes. Acabamos de volver de Tossa y allí he podido ver cómo el bosque y la mosntaña se desperezan y cantan a la vida con colores y olores agradables. Y no he podido evitar que la memoria me traiga los recuerdos de la infancia que tenían que ver con este mes tan esplendoroso.
En Una carta de amor bajo la lluvia me hago eco de esos recuerdos concretamente referidos a las romerías que empezaban en mi tierra con la que hoy, 9 de mayo, tiene lugar en el vecino pueblo de Morales, la romería del Cristo.

"En mayo empezaban las romerías, que eran fiestas muy particulares a medio camino entre la religión y el ocio y en las que participaba todo el mundo.
La romería del Cristo de Morales era única. Íbamos los ocho caminando en grupo por la carretera de Salamanca hasta el Cementerio y allí nos salíamos de la cinta de alquitrán para seguir por los campos donde crecían las espigas de cebada, que los más pequeños pelábamos para comernos los tiernos granos o bien las usábamos como dardos para clavarlas entre bromas en las rebecas de lana que llevaban mi madre y mis hermanas. Las golondrinas volaban a ras del cereal y se hinchaban de mosquitos. Un olor limpio salía de la tierra, y el cielo, transparente y azul, era la mejor promesa de que el tiempo estaba a favor nuestro, aunque alguna vez la lluvia apareció y hubo que suspender la romería.
Por el camino nos juntábamos con más gente que iba hacia la ermita. Allí había, alrededor de la iglesia del Cristo, una gran explanada con puestos donde se vendía de todo, desde cacharros de la tierra hasta recuerdos y medallas de la festividad, avellanas, rosquillas, limonada…, todo para agradar al cuerpo, aunque nosotros, como casi todos los romeros, llevábamos la comida y la bebida para pasar el día.
También en la explanada había un sitio reservado para el baile donde una charanga compuesta de tamboriles y dulzainas tocaba sin cesar, invitando a mover el esqueleto. Y mientras tanto, los cohetes subían silbando al cielo con sus cañas y su pólvora y allí arriba reventaban en secos estampidos, salpicando el azul con pequeñas nubes grises de humo. La tradición exigía pasar por la ermita y rezar un Padrenuestro al Crucificado del altar cuyo pelo, hecho de trenzas naturales, le caía dividido sobre el pecho y la espalda. Luego los chicos subíamos al campanario a escribir otro año más nuestros nombres en el bronce de la campana, en la madera de su melena o en las jambas de las ventanas de la espadaña, y a tocar con el badajo nuestros propios repiques.
Para entonces mis padres habían escogido un sitio en la explanada y extendido una manta sobre la yerba. Cuando llegábamos ya estaban sobre ella las tortillas, la carne empanada, los pimientos fritos, el pan blanco y las bebidas.
No era extraño encontrarnos allí con algunas familias del barrio y, después de comer, los chicos nos íbamos por ahí a hacer alguna de las nuestras mientras los mayores echaban una cabezadita."
(De El desván)

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