Primera aproximación
La semana pasada hemos tenido la suerte de vivir en Roma. Nuestro apartamento se hallaba en una zona privilegiada, junto al Tíber y el corso Vittorio Emmanuele. A un paso, el castillo de Sant'Angelo, el Campo dei Fiori o la plaza Navona, palacios renacentistas, iglesias con incalculables tesoros artísticos, calles y plazas llenas de belleza y vida. Y en cuanto a la circulación romana, distinta de cualquier otra gran ciudad conocida, a los dos días estábamos acostumbrados a ella. Otra cosa diferente son los sampietrini, esos adoquines inconfundibles que forman el pavimento de la mayor parte de las vías de la ciudad, hechos para sentir en las plantas de los pies qué significa patear Roma. Con buenos libros antes de iniciar el viaje y con un inmejorable cicerone (nuestro hijo mayor), ambos ingredientes acompañados de unas ansias inaplazables de echarse a la calle para ver in situ los lugares que encierran algunas sorpresas pictóricas (los Caravaggios de San Luis de los Franceses, por ejemplo), escultóricas (los éxtasis de Bernini: Santa Teresa o la beata Ludovica Albertoni, las esculturas callejeras o las que adornan los patios de los palacios (las del Mattei son un prodigio) y, especialmente, las arquitectónicas, una alegría constante para la vista (la bella extravagancia de las torres de Borromini
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