miércoles, 18 de mayo de 2011

HABLO DE ROMA

Primera tarde (y 2)
Tras ver el Panteón, nuestro particular cicerone nos lleva por calles animadísimas de gente, entre fachadas con columnas aprovechadas y palacios rosas, eso sí, con atención a los coches que vienen y van. Entre la multitud, se destacan los hábitos regulares de curas y monjas, mientras suenan sobre nuestras cabezas repiques de campanas. Nada nos asombra en la ciudad de los papas y la religión católica (aún quedan en las calles pegados los carteles que anuncian la beatificación de Juan Pablo II).
Campanas, monjas
y un tráfico estresante:
¡bendita Roma!
Llegamos a una plaza que posee de por sí un encanto especial y por la que, como nos asegura nuestro hijo mayor, volveremos a pasar muchas veces por ser clave en nuestros itinerarios de regreso a Via del Pavone. Me refiero, claro está, al Campo dei Fiori. Es de noche y la luna creciente domina un cielo sereno. Más gente va de aquí para allá observándolo todo con una curiosidad de niño, otra se sienta en las terrazas de los bares que rodean la plaza. Pero destaca en todo ese mundo de movimiento casi frenético la inmovilidad y la grandeza de la estatua de Giordano Bruno, que ocupa el centro del recinto. Bronce severo que recuerda el desenlace trágico de la figura que representa, el hereje que fue condenado a la hoguera por sus doctrinas. Con la cabeza gacha y semioculta bajo la capucha y las manos cogidas sobre un libro a la altura del vientre, la estatua, a la luz imparcial de la luna, impone.
Bajo la luna,
Giordano Bruno escribe
su alta herejía.
Campo dei Fiori:
el bronce de la estatua
suena a elegía.
Salimos de la plaza bulliciosa y entramos en otra muy cercana que está silenciosa y casi vacía de gente. Es la plaza Farnese. Enfrente, la imponente arquitectura del palacio del mismo nombre y a un lado sobre el piso difícil de los inconfundibles sampietrini, suena la voz rezadora del agua de una fuente, a la que yo bautizo enseguida por su forma, fuente de la bañera.
Es tarde y el estómago pide alguna compensación; así que, siempre guiados por nuestro cicerone, arribamos a un restaurante junto a la Cancelleria. Cenamos en el exterior mientras unos músicos callejeros amenizan mi lasaña con berenjena.
Un clarinete
llora solo en la noche:
ríe la gente.

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