Acabamos de volver de Madrid y nos hemos traído la emoción de la primera nevada sobre la capital de España, junto con entrañables instantáneas de sus calles y monumentos, gentes y jardines . He aquí las primeras.
Viajar es vivir en ocio y vicio de la vista constante. Nada más salir del Hotel enfilamos la Cuesta de Moyano, rodeados de sol y libros de viejo. Después el Retiro, la estatua del Ángel Caído, los leones, la estatua ecuestre de Alfonso XII del Estanque, con patos y con barcas que dejan estelas otoñales y efímeras en nuestras retinas.
A la puerta de la iglesia de Alcalá donde cantó Lope de Vega su primera misa, ante el inconsciente ir y venir del mundo del presente, un mendigo, mal cubierto con una manta vieja, intenta soportar el crudo frío de la mañana y las inclemencias brutales de la vida. Vista así, la cosa parece no tener mayor importancia. ¡Porque esa persona no somos nosotros!
Por la del Prícipe abajo, entre librerías de saldo, descubrimos la belleza soleada de la Plaza de Santa Ana, terrazas de cerveza junto a fachadas nobles, la del Teatro Español, donde Nuria Espert repite a diario la tragedia de Lucrecia, y estatuas de poetas, Lorca con algunos sueños de paz y Calderón con demasiados.
Aún nos queda, en la calle de las Huertas, esquina con la Plaza de Matute, la aparición de Bécquer en una estela de bronce hablándonos de su bautizo literario madrileño, la Historia de los Templos Españoles, la dirección de El Contemporáneo, sus inicios en las Rimas y sus primeras Leyendas, tan lejos de su posterior leyenda existencial.
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