sábado, 20 de noviembre de 2010

PROSAS DE ANTAÑO

Cabeza de Tortilla

Un chispazo más de esta panorámica mezcla de ficción y realidad de ayer, de hoy y de siempre.


10. Historia de un poeta (1)


Al devolver el libro de refranes a su sitio reparó en un librito de Merlo, que al crecer se había convertido en un gran poeta. De entre todos los amigos de la infancia, sólo con Merlo quiso la vida que mantuviese una constante relación. Merlo, que se convirtió también en un empedernido fumador, hacía unos años que, a causa del tabaco, la muerte se lo había llevado. Ahora, escribiendo sus memorias, Berni recordaba otro otoño parecido a éste en que el poeta, ya muy enfermo, le había llamado para que le acompañara al Hospital. En cuanto llegó Berni a casa de Merlo, éste ya tenía preparada su maleta en el recibidor. Se abrazó a él y antes de salir le dijo con su voz rota y ya tan poco humana porque la enfermedad se la había ido comiendo poco a poco:
--Hace treinta años compré esta maleta, una noche de junio a punto de irme a Barcelona. Entonces tenía salud y era joven, dos cosas estupendas para vivir en paz con uno mismo. Y ahora, ya me ves, en la ruina total.
Berni le escuchó en silencio y lo miró durante unos segundos. A punto estuvo de traicionarle una lágrima, pero se rehízo rápidamente, le dio una palmadita cariñosa en la espalda y luego, deseando quitar hierro a la circunstancia, le soltó entre bromas:
--¿Y los casquetes que te marcaste nada más llegar a Barcelona, eh?, ¿quién te los va a arrebatar ahora?
Una sonrisa de ceniza hizo temblar los labios del poeta antes de salir al rellano y de aquí hasta el coche que Berni había aparcado en la acera frontera de la casa.
Durante las primeras calles del trayecto no hubo entre ellos ni una palabra. De vez en cuando Berni miraba de reojo por el retrovisor del coche al rincón de sombra en que viajaba el poeta. Éste permanecía taciturno, con el rostro amarillento y la vista fija en el exterior y por un momento sopesó el alcance de sus propias palabras. De aquellos polvos no quedaba ni el aroma sutil de la nostalgia. La única realidad presente era que su amigo el poeta se marchaba. Una operación de laringe, la tercera en menos de un año, volvía su futuro harto desesperanzador.
De repente descubrió en el espejo que el enfermo abría su maleta y sacaba de ella un cuaderno. Casi al instante le oyó decir:
--Berni, esto es lo último que he escrito. Quiero que lo guardes bien y lo lleves a la editorial la semana que viene, después de que se sepa cómo he respondido tras la operación. No deseo que nadie me vea dártelo en el hospital. Causaría mal efecto en los demás.
Berni le dijo que habría sido igual si se los hubiera dado en casa:
--No, prefiero que sea aquí, camino de la muerte.
Berni le animó diciéndole:
--No tienes por qué ponerte en lo peor. Hoy en día muchas de esas operaciones tienen buenos resultados. Incluso los médicos te pueden arreglar esa voz de cuervo que tienes ahora y convertírtela en suavísimo canto de sirena.
Pero Merlo ya no le seguía el humor y se sumió en otro nuevo silencio.
El coche cruzó la Diagonal y enfiló la calle Provenza. Los plátanos tenían un color de bronce caduco y en los alcorques y en las aceras se arremolinaban las hojas que el aire del otoño desgajaba de sus ramas. Casi de noche llegaron a la rampa de acceso del hospital.
En el interior aguardaban en silencio y con caras de circunstancias algunos compañeros de charlas y de juergas. Uno de ellos, en nombre de todos, le dijo acercándose al enfermo:
--Todos ardemos en deseos de que tu estancia aquí sea lo más breve posible, y estamos seguros de que pronto, la semana que viene como mucho, te volveremos a ver en el Blues celebrando tu vuelta y hablando de tus nuevos poemas de vida.
El poeta dejó que terminara de hablar y luego sonrió sin ganas, movió la cabeza de arriba abajo varias veces y dejó la maleta en el suelo para dejarse abrazar por todos los presentes.
Berni recordaba que, en un segundo plano, se limitaba a mirar la escena como si lo que estaba viendo perteneciera a un tiempo y lugar ya inexistentes.
Y cuando una hora después volvía casa, dejó que las lágrimas le abrasaran la piel de las mejillas. Afuera, sobre el techo del coche se precipitaba con fuerza el aguacero que había estado esperando tras el cielo encapotado durante todo el día. Imágenes desoladoras se agolpaban en su mente: la maleta de su querido amigo bamboleándose a uno de sus costados en el pasillo del hospital camino de la habitación; sus pies cansinos, derrotados; una cama recién hecha; una habitación blanca con olor a éter; un cuerpo flaco, casi inexistente, bajo las sábanas azules con un logotipo blanco bordado en el embozo; un rostro ceniciento clavando en él sus ojos como buscando desesperadamente ayuda...
Un relámpago procedente de la montaña de Montjuic alumbró el coche como si fuera la pantalla de una lámpara, justo en el momento en que Berni, con un gesto de enfado, borraba de un manotazo el chorretón de lágrimas de una de sus mejillas, como queriendo borrar a la vez de su memoria los momentos amargos que lo acosaban. Lo logró por un instante. Y en su lugar recordó la tertulia del profesor Dolixa, situada en la calle por donde ahora mismo pasaba su automóvil, y a su amigo, sentado junto al anfitrión, hablando de poesía con aquella inconfundible voz que el humo del tabaco fue matando poco a poco. Entre las cuatro paredes donde tenía lugar la tertulia y en el humeante escenario de la misma, destacaba de los demás circunstantes la personalidad arrolladora de Merlo. Siempre con su inseparable boina negra, las gafas redondas, la grande y triste mirada tras los cristales, la nariz poderosa, la boca cerrada en un gesto serio pero nunca desagradable. Hablaba poco, pero cuando hablaba con aquella voz inconfundible todos escuchaban atentos sus palabras. Una frase suya seguía sonando en sus oídos: “La buena poesía sólo nace de personas que son sinceras consigo mismas”. No recordaba el contexto ni la situación, pero tampoco era importante. Lo que en verdad contaba era que el hombre que había pronunciado esa frase había demostrado su verdad hasta el presente, el terrible presente de un hombre que seguía enfrentándose al dolor (sólo Dios sabía si sería la última vez) con la valentía y el buen humor de siempre.
La luz roja del semáforo le hizo frenar de golpe y volver al doloroso presente en que hacía poco que había dejado a su amigo en la habitación de un hospital a la espera de ser operado por tercera vez del cáncer de laringe que había acabado por arrancarle la voz y las fuerzas de vivir. Cruzó la Gran Vía y enfiló la calle Lérida. La luz del letrero del Blues parpadeaba entre las sombras. Otra vez las lágrimas le nublaron la mirada. Sin embargo, una luz especial le iluminó unas imágenes en la memoria. Una cama en un cuarto del piso de arriba. Dos cuerpos jóvenes desnudándose ansiosos por poseerse. Los besos, las manos buscando la rebelión de la piel bajo sus caricias, las sábanas subiendo y bajando, las palabras de amor sofocando la hermosa batalla...

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