miércoles, 24 de noviembre de 2010

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

El Cervantes 2010 para Ana María Matute


Por fin, después de varias ocasiones en que estuvo presente en las listas de los posibles ganadores del más prestigioso premio literario español, la escritora Ana María Matute (Barcelona, 1925) lo acaba de conseguir hoy. Recuerdo que allá por los años 80, siendo yo profesor de un sobrino de la autora, fui a hacerle una visita a su piso de la calle Provenza barcelonesa, muy cerca de la Editorial Salvá, en la que había estado haciendo unas horas durante mi etapa universitaria. Allí, en su casa, me honró con su charla amena y erudita y me regaló un buen número de libros suyos, dedicados además con la generosidad que siempre le ha caracterizado. Ana María Matute, perteneciente a la generación de Miguel Delibes, otro de mis escritores favoritos, cuanta en su haber con los más prestigiosos premios de la narrativa española desde que ya en 1947 obtuviera una mención especial en el Nadal con Los Abel, apreciado galardón que ganaría en 1959 con Primera Memoria, una de las novelas que más quiero de la autora. Antes conseguiría el Café Gijón, con Fiesta al Noroeste, el Planeta, con Pequeño Teatro, o el Nacional de Literatura, con Los hijos muertos. Luego vendrían otros a aumentar su prestigio de excelente narradora, como el Fastenrath, por Los soldados lloran de noche, el Lazarillo por El polizón de Ulises, o el Premio Nacional de las Letras Españolas en 2007. Y ahora, como broche de oro a su carrera literaria, el Cervantes. Ana María Matute es académica desde 1996 y vela doblemente por el castellano desde su asiento K de la insigne Institución y desde las páginas de sus narraciones, envueltas de una ternura y una poesía que pocas veces pueden encontrarse en otros escritores, excepción hecha del ya mencionado Delibes.
He aquí una muestra entresacada de Los Abel:
"Una vez, entre las púas amarillas de un campo recién segado, encontré el cadáver de un gorrión medio devorado por las hormigas. Lo enterré y erigí sobre su tumba un monumento de chinitas blancas del arroyo. Mi madre parecía entonces tan niña como yo, y hasta cortaba de los bordes del sendero grandes margaritas de tallos desiguales. A veces, corríamos uno al lado del otro, y su falda me golpeaba las piernas.
El frío del río nos obligaba a volver a casa, con su concierto de grillos, y las flores mustias resbalaban una a una hasta el polvo del camino. Se quedaban allí, quietas y olvidadas, bajo los cándidos ojos de las estrellas. Nunca nos sorprendió la luna en el campo. Nunca hasta aquel día en que mi madre me llevó a casa de los Abel."




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