Alegrías y esperanzas
Recuerdo que de niño, cuando había en el barrio un bautizo, la fiesta de la casa feliz que lo vivía en primera persona salía a la sociedad formada por los vecinos del barrio por el balcón de la casa en forma de peladillas, confites y perras chicas y gordas. Y si no se abría pronto el balcón, la chiquillería reunida al pie de calle llamaba a gritos al padrino roñoso y cosas peores. Un nacimiento trae alegría y esperanza a la casa y al mundo. Yo he vivido cuatro nacimientos (sin contar con el mío, claro, del que no puedo dar fe si no es por lo que me contaron en su día mis padres y luego mis hermanos mayores): los de mis dos hijos, de los que guardo en la memoria momentos entrañables (las noches de espera larga y angustiosa hasta verlos, ya al amanecer, en mis brazos) y las de mis dos nietos. Con éstos la ternura que viví con el nacimiento de mis hijos es, si cabe, más consciente y amplia porque soy ya algo mayor y en los otoños las flores cobran más color y luz que en primavera o verano. Si en mis hijos puse mis sueños en marcha, en mis nietos pongo la simple esperanza de vivir que, en los tiempos que corren, parece un milagro. Sólo ver al nieto de dos años coger en sus brazos a su hermanito de días, es una muestra de que el mundo no va tan mal y que aún el corazón humano es capaz de sentir inmensa ternura.
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