jueves, 4 de octubre de 2012

El relato del mes


 

EL CICLISTA QUE NO EXISTÍA


Una de aquellas mañanas de verano, en que el ciclista solitario salió a dar su vuelta acostumbrada por los alrededores de la población donde pasaba el mayor tiempo de su vida después de jubilarse, al pasar por el estanque de los nenúfares y los patos, sintió un fuerte retortijón en el vientre. Sin duda su vicio de desayunar deprisa y corriendo para aprovechar las horas menos calientes del día se había propuesto jugarle una mala pasada. Aún así, no hizo mucho caso al retortijón y, tras dedicar una amable mirada al espejo glauco del estanque, siguió pedaleando por el sendero que lo bordea hasta salir al camino paralelo al río, ahora seco por los rigores del verano.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Pero al entrar en la pineda de la ruta, volvió a sentir el retortijón, ahora más agudo que el de antes. Y sintió que ya no podía seguir dando un pedaleo más. La urgencia era inevitable. Se apeó de la bici y se internó en los pinares hasta una zona invisible a cuantas personas pasaran por el camino del bosque. Apoyó la máquina amiga sobre el agrietado tronco de un pino y, con movimientos rápidos pues veía que no iba a tener tiempo de prepararse, primero se quitó el casco de la cabeza y luego se despojó del maillot con cuidado de que no se cayeran al suelo ni el móvil que siempre llevaba con él por si le ocurría algún percance ni las llaves de casa y lo colgó del sillín. Acto seguido se apartó unos metros mientras se bajaba los tirantes del culotte y se acuclilló. Y entonces descubrió algo que le quitó la respiración. Bueno, lo de la respiración es un decir porque al ir a palparse el pecho notó desolado que ni tenía pecho ni tenía mano para palpárselo. Sin embargo, se apercibió de que al menos seguía poseyendo ojos pues delante de él estaba el bosque y a unos metros permanecía en pie la bici apoyada en el tronco de un grueso pino. En aquella rápida exploración visual enseguida descubrió los tirantes negros del culotte colgando a los lados, pero ni rastro de sus rodillas ni de sus pies, donde se supone que estaba apoyado él o lo que quedaba de él. Una angustia sin calificativos empezó a apoderarse de su mente, de la que, al parecer, seguía disponiendo, si bien no podía comprobarlo físicamente porque no tenía medios para hacerlo. Por otra parte, los retortijones y la necesidad de evacuar habían desparecido repentinamente, lo que le pareció normal: al fin y al cabo su cuerpo se había esfumado en el aire. ¿Normal? Y entonces ¿qué dios cruel y travieso había permitido que siguiera disponiendo del sentido de la vista y de las funciones de la mente? Con estos dos instrumentos no podía hacer las operaciones más sencillas y cotidianas, como subir a la bici y pedalear hasta casa, ni siquiera llamar por teléfono en busca de ayuda. Pero algo había que hacer. No podía renunciar a ser un culotte con los tirantes caídos en medio del bosque. ¿Qué pensaría la persona que, perdida por allí, se tropezara con él? ¡Hombre, al ver la bici y el maillot colgado del sillín, la sorpresa sería mayúscula! Tendría que sospechar que el ciclista dueño de la bici no estaría muy lejos de allí y se preguntaría estupefacto qué andaría haciendo desnudo en aquellos parajes.

Al ciclista pensar en cosas así le aumentó la angustia inicial. Miraba a todas partes, al camino al otro lado del pinar, por si venía alguien a quien acudir en busca de ayuda. A veces en su ruta diaria se cruza con otros ciclistas, con parejas de viandantes, con algún que otro deportista corriendo solo, o con personas que sacan a sus perros a pasear y que acaban, en la mayoría de los casos adornando con sus excrementos los caminos sin que sus amos saquen a relucir un solo gesto cívico…

Tampoco se tomaba un momento de respiro la mente, que de pronto pensó en la idea de ponerse de pie. Y pensado y hecho. Con sorpresa los ojos del ciclista vieron que podía hacer cosas impensables para entonces, como subirse el culotte y colocarse adecuadamente los tirantes en los hombros. ¡Y todo sin manos! Animado por el éxito, dio unos pasos sin pies hacia el pino donde estaba apoyada la bici, descolgó del sillín el maillot y se lo puso con una destreza insuperable, lo mismo que el casco protector de la cabeza. Ya no había necesidad de usar el móvil para llamar a casa pidiendo ayuda si, como esperaba, podía volver a ella montado en su propia bici?

Sólo había una cosa que le preocupaba. Lo raro que sería ver a un ciclista sin brazos y sin piernas montado en una bicicleta. Claro que el casco, el maillot y el culotte podían dar el pego. Lo malo llegaría al cruzarse con alguna vecina en el portal del edificio. La cara que pondría al ver una llave entrar sola en la cerradura. Y lo peor sería cuando, al saludarla, ella viera que bajo el casco sólo había un par de ojos mirándola. No quería ni pensarlo mientras pedaleando se acercaba a las primeras casas del pueblo.

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