Anoche, en medio de mi habitual insomnio, oí en una emisora de radio que el carismático Teatro Apolo volvía a abrir sus puertas después de un tiempo de revisión, y sin poderlo remediar vino a mí memoria un aluvión de recuerdos de cuando yo era estudiante universitario y aún vivía con mis padres y hermanos en Poble Sec, junto a la calle Lérida y la montaña de Montjuic, donde hoy duermen los primeros su noche más larga. Y entre esos recuerdos destacan los que tienen que ver con el Apolo. Recuerdo que había un bar de mala muerte en las proximidades del Teatro donde un hombre de aspecto atrabiliario nos regalaba unas entradas de claque a mis dos hermanos y a mí para asistir al espectáculo de esa noche mientras nos aleccionaba sobre lo que, una vez dentro del local, normalmente en el anfiteatro, debíamos hacer, sobre todo aplaudir a rabiar cuando viéramos la señal que nos hacía el "maestro de ceremonias", camuflado al efecto entre el público del patio de butacas. No éramos los únicos que, de aquel modo, entraban en el Apolo a ver a Luis Cuenca y Pedro Peña a partirse el bazo de risa con sus ocurrencias. Los de la "claque", como nos llamaban por entonces, éramos la mayor parte estudiantes universitarios o empleados de banca, especialmente, y no era rara la noche en que, contagiados por la marcha hilarante del espectáculo que tenía lugar en el escenario, nos olvidáramos de seguir las indicaciones del hombre del patio de butacas; pero no pasaba nada porque de todos modos nuestras manos no paraban de aplaudir hasta casi provocar fuego.
¡Ay, el Apolo, y aquellas noches con Luis Cuenca, gozando al máximo de la vida nocturna de Barcelona en compañía de mis hermanos! ¿Dónde están? Bueno, no se consuela quien no quiere. En cuanto a mí, puedo decir que forman parte de mi vida durante la primera estancia en la Ciudad Condal tras llegar de mi tierra provinciana, y por ello, nunca olvidaré al Teatro Apolo.
Y anoche, en mi habitual insomnio, con sólo oír mencionar su nombre, sentí rejuvenever mi corazón por unos momentos.
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