domingo, 1 de agosto de 2010

EL RINCÓN DE LOS CHISTES

El primo Alfonso


4. De casado

No sé si lo ya he dicho en alguna ocasión. De todos modos va siendo hora de que diga que el primo Alfonso era un retaco, vamos que no destacaba mucho del suelo. Con decir que de pequeño todos le llamaban el enano saltarín. La cuestión es que cuando llegó a la edad de echarse novia, tuvo mucha suerte porque la chica más alta y fornida del pueblo de al lado se enamoró de él nada más verle en el baile de las fiestas. Porque todo hay que decirlo. El primo Alfonso era muy salado y extrovertido y enseguida se hacía con las voluntades de todos cuantos se acercaban a él. Y una de esas voluntades fue la de su novia Clemencia, que le dijo sí a la primera ocasión que le pidió que se casara con él. Y se fueron de luna de miel a Vigo, que era la ciudad donde había nacido Clemencia. Allí, en el hotel que habían elegido para pasar su primera noche de casados, Alfonso se desnudó lo más rápido que pudo y le pidió a su reciente esposa algo que enseguida le extrañó muchísimo. Le dijo: “Clemencia, amada mía, cógeme en alto.” La mujer le obedeció esperando una de las suyas, y Alfonso, desde arriba, con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, le dijo: “¿A que parezco un botijo?” Los dos se rieron un buen rato hasta que Clemencia lo devolvió a las sábanas. Una vez allí dentro, en el nido de amor, Alfonso creyó llegado el momento de consumar su amor. Entonces con una mirada de borrego degollado, le dijo a su enamorada esposa: “Clemencia, dame un beso que me voy pabajo.”
En Vigo el primo Alfonso recibió por parte de la familia de su mujer Clemencia todo tipo de reconocimientos y cariños. Y regalos. Uno de los regalos que más ilusión le hizo fue un paquetito que le entregó su suegro antes de volver al pueblo tras dar por terminada su luna de miel en Vigo. “Úsalo cuando llegues a casa”, le dijo el buen hombre abrazándolo como a un hijo y derramando sobre su hombro un río de lágrimas. Al llegar a casa lo primero que hizo fue desenvolver el paquetito. Era un reloj precioso lleno de números y colores. La cajita donde venía el reloj traía un papelito con las prestaciones del aparato. Mientras las leía, Alfonso no salía de su asombro. Y había entre ellas una que no acababa de entender. Así lo vio Clemencia, ensimismado en la lectura de las extraordinarias prestaciones del reloj, unas horas más tarde. Así que le preguntó: “Es el regalo de mi padre, ¿verdad?” Él respondió asintiendo con la cabeza y enseguida añadió: “Un reloj muy bueno. Aquí dice que tiene mil cosas: da la hora de varios lugares del planeta y el día en que estamos, es despertador, cronometrador, radio, agenda… y hasta dice que es para ducharse. Pero no encuentro el botón por ningún lado.”
Entre Clemencia y el primo Alfonso siempre hubo un amor especial y nunca tuvieron un secreto. Se lo decían todo y hablaban de cuantas dudas surgían a diario en su vida de casados. Un día Clemencia, tras ver una película por la televisión que la había hecho pensar más de la cuenta, fue al patio donde estaba echando la siesta Alfonso y lo despertó. “¿Qué pasa, querida?”, le preguntó éste medio adormilado. Clemencia le cogió las manos y muy seria le preguntó: “Alfonso, amado mío. ¿Qué prefieres: una mujer sabia, una mujer apasionada, una mujer prudente o una mujer que sea buena administradora de su casa?” Entonces Alfonso, sonriendo, le contestó sin dudarlo un instante: “Ninguna de ellas, Clemencia. Yo te prefiero a ti.”
Recordando su boda y su vida de casado se le llena la boca al primo Alfonso. Aunque también guarda recuerdos no tan buenos de entonces, y en especial de la víspera de la boda, cuando fue a confesarse con don Julián, el cura de su barrio. Nada más entrar en la iglesia se fue a donde estaba el cura y le dijo: “Como sabe usted, don Julián, mañana me caso y por eso quiero confesarme.” El cura sonrió y le dijo mientras lo llevaba hacia el confesionario: “Bien hecho, hijo. Así comienzas tranquilo una nueva etapa de tu vida.” La confesión duró un rato largo y el primo Alfonso se despachó a gusto. Cuando acabó de soltar los sapos y las culebras, el cura lo absolvió. “Ya puedes irte, hijo”, añadió don Julián. “Y te deseo la mayor felicidad del mundo para el estado que adoptas mañana.” Alfonso, sin embargo, notó que algo no iba bien. Por eso le dijo al cura tras agradecerle sus bellos deseos: “Don Julián, he notado que no me ha impuesto la penitencia tras darme la absolución.” A lo que el párroco del barrio le respondió: “¿La penitencia, dices? No importa, hijo. ¿No me has dicho que te casas mañana?”
En el pueblo se vivía una vida muy rutinaria. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Los domingos cambiaba un poco esa rutina. A veces, tras la misa, se hacía el vermú en la cantina de Saturnino. Y algunas tardes, mientras Clemencia veía alguna película por la tele, el primo Alfonso se iba otra vez a la cantina de Saturnino a jugar la partida al dominó con los tres hermanos Martos, que trabajaban en el molino del río. Una tarde de esas en que habían quedado los cuatro para jugar la partida, a Alfonso se le alargó un poco más la siesta en casa. En la cantina le esperaban los tres molineros desde hacía rato hasta que uno de ellos cogió el teléfono del bar y le llamó. “Hola, Alfonso, soy Juan Martos, ¿te esperamos para la partida o no?” Entonces Alfonso le contestó: “Mira, Juan, en este momento estoy con Clemencia. Si puedo, no me esperéis. Y si no puedo, estaré con vosotros en la cantina en media hora, ¿vale?” Y colgó.

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