miércoles, 2 de diciembre de 2009

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Viajar (2)







En mi caso muchas veces el hecho de viajar ha ido unido a mis labores de enseñanza o escritura, como quedó demostrado ya cuando recordé el viaje a la dehesa salmantina para enseñar a leer y escribir al hijo de un agricultor y ganadero de la zona. Ahora me toca recrear dos viajes que hice estando trabajando en Viaró. Fue en los años setenta, cuando presentaba a mis mejores alumnos de Lengua al Concurso de Redacción Nacional que patrocinaba Coca-Cola. Entonces se montaba un número especial en el Colegio, adonde iban varios representantes de la marca con un camión de bebidas como traca final y una proyección publicitaria de Coca-Cola y el premio para motivar a los concursantes. Pues bien, en dos ocasiones mis alumnos quedaron finalistas y eso significaba que tanto ellos como el profesor responsable, o sea yo, éramos merecedores de un premio consistente en un viaje por España, cuyo punto de partida era siempre Madrid, adonde viajábamos en avión para iniciar los respectivos itinerarios, el de los alumnos por un lado y el de los profesores por otro.


El primero de esos viajes para los profesores de los alumnos finalistas tuvo lugar en 1974 y fue por tierras de Santa Teresa (Por tierras de Santa Teresa se llama el libro que nos fue entregado nada más iniciar el viaje, libro redactado por el profesor Lázaro Montero, compañero y guía del viaje). Hice muy buenos amigos durante su recorrido, que fue en autobús y con unas ciudades emblemáticas en la vida de la Monja Andariega como parada y fonda; éstas: Toledo, Ávila, Alba de Tormes y Salamanca. En todas partes estuvimos alojados en hoteles de máximo confort y atendidos espléndidamente, sin olvidar las entradas guiadas a los museos y monumentos relacionados con la Santa y las generosas y suculentas comidas, todas ellas vinculadas a la excelente gastronomía de los lugares que visitábamos. Recuerdo que en Toledo vimos el Museo de Victorio Macho (la estatua de la Madre sentada me impresionó vivamente), El Entierro del Conde Orgaz en la primitiva sede de la capilla lateral de Santo Tomé, frente a un bar donde servían unas tapas de tortilla española y unos chatos de vino que ayudaban a ver mejor el vuelo espiritual de las alargadas figuras del famoso cuadro del Greco), la mezquita del Cristo de la Luz, las calles de las leyendas de Bécquer... En Ávila, la Encarnación, convento donde Teresa de Jesús tomó los hábitos de monja y fue priora, San José, la primera fundación de Santa Teresa, sin olvidar la hermosa Catedral (junto a ella se levanta el Hotel donde los alojamos y fuimos regalados con un plato de la ciudad, cochinillo asado), o las murallas, que sirvieron de metáfora a Santa Teresa para escribir su Castillo interior. En el autobús iba leyendo en el libro las curiosidades que Lázaro Montero nos iba explicando por el micrófono, y sobre todo, la antología de textos referida a la ciudad que íbamos a visitar, textos en prosa y en verso cuyos autores, desde Azorín hasta Giménez Caballero, pasando por Garcilaso, Unamuno o Marañón, por citar unos pocos. En Alba de Tormes visitamos el convento donde murió Santa Teresa. El guía nos enseñó en lugar donde estuvo enterrado su cuerpo, que según las monjas del convento despedía un olor fragante a rosas. En el altar, en un relicario, se conservaba un hueso de Santa Teresa. Finalmente, en Salamanca, a un paso de mi tierra natal, sentí una añoranza inmensa mientras paseábamos por calles antiguas que me recordaban las de mi querida Zamora, las calles que van desde la Plaza Mayor, prodigio para la vista (uno de los altos balcones pertenecía a la posada donde yo había estado muchos años antes para examinarme de Preuniversitario), a la Facultad de Letras, frente a cuya plateresca fachada Fray Luis de León habla en bronce de la vida retirada. Detrás dejamos la estatua oscura y rara de Unamuno frente a la Casa de la Muerte. Además de estas presencias, en Salamanca noté la del Lazarillo y el Ciego dándole un coscorrón contra la piedra del arranque del Puente sobre el Tormes, y la de Félix de Montemar, y la del Licenciado Vidriera, y la de tantas criaturas de libro y sueño. Pero era mucho más importante la vida del propio viaje, con los compañeros, la comida, el paisaje y los monumentos que agradaban la vista y emocionaban al corazón.





El segundo viaje fue a Santiago en 1976, Año Santo por más señas por caer la festividad de Santiago en domingo, recorrido que viene muy bien explicado en el libro de Montero titulado precisamente A Santiago de Compostela en Año Santo. Salimos de Madrid, como la otra vez y paramos en Astorga tras cruzar el Alto de los Leones y pasar por Valladolid y León (las vidrieras milagrosas de la Catedral, los sepulcros reales de San Isidoro, la prisión de Quevedo en el Parador de San Marcos...). En Astorga la sensación fue el Museo del Peregrino instalado en el Castillo de Gaudí junto con la Catedral y la Capilla de la Emparedada, nombre que evoca una terrible leyenda. Nos acompañaron viñedos y paisajes de minas mientras recorríamos el camino de Santiago hasta Cebreiro y después hasta Lugo. De vez en cuando leía en la Antología de Textos del libro el poema que Leopoldo Panero dedica a la catedral de Astorga: "Al abrirse tus puertas llega suave / la oscura certidumbre a toda el alma..." En Lugo vimos la Virgen de los Ojos Grandes, obra de Fernando Casas Novoa en la que se inspiró el autor de la Salve, según la guía escrita de Montero, y comimos, tras andar por el camino de la muralla romana de la ciudad, lacón con grelos. Pero fue Santiago la ciudad que me enamoró. Allí nos hospedamos en el Hotel de los Reyes Católicos, en mitad de la Plaza del Obradoiro, a escasos metros de la Catedral. El pulpo y las camelias, las rúas húmedas y calladas, la cabezada en la columna de la entrada, el abrazo al Apóstol en lo alto, el Botafumeiro perfumando las naves mientras los canónigos, sirviéndose de cuerdas, lo hacían bailar de un lado a otro de la nave del crucero... Después seguimos ruta hacia Orense, ya de vuelta a Madrid. Nuevas lecturas en el autocar (Rosalía, de Gerardo Diego : "Pajarillos, fuentes, flores / --ahí va la loca-- decían, / --ahí va la loca soñando--. / La loca yo, Rosalía..."). El Miño nos saludaba al paso. Y tras Orense venía mi querida Zamora. Yo lo sabía y en el alma se me hizo un nudo cuando volví a cruzar el Puente de Hierro camino de Salamanca, mientras veía a mi derecha la silueta de mi ciudad natal rematada por la Catedral al fondo y abajo, entre azudas y aceñas, bajaba el río que más quiero, el Duero, el río que fue testigo de mis juegos infantiles. No podré jamás olvidar este segundo viaje de los años 70 porque me devolvió otra vez a Zamora, a la que yo había tenido que dejar por motivos que nada tenían que ver con mi voluntad.

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